Read Las uvas de la ira Online

Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (52 page)

BOOK: Las uvas de la ira
12.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No debe pensar que nos entrometemos en sus asuntos, señora Joad. En este campamento hay muchas cosas de uso común. Y tenemos normas que nosotros mismos hemos hecho. Ahora vamos a la unidad. Lo que hay allí lo usa todo el mundo y todos debemos cuidar todo— pasearon hasta la sección descubierta donde estaban los lavaderos, en un total de veinte. Había ocho en uso, las mujeres inclinándose, restregaban las ropas y las pilas de ropa escurrida estaban amontonadas en el limpio suelo de cemento—. Puede usarlos siempre que quiera —dijo Jessie—. La única condición es que los deje limpios.

Las mujeres que estaban lavando lenvantaron la vista con interés. Jessie dijo en voz alta:

—Éstas son la señora Joad y Rosasharn, han venido a vivir.

Saludaron a Madre a coro y Madre hizo una ligera reverencia y dijo:

—Encantada de conocerlas.

Jessie precedió al comité entrando a los servicios y las duchas.

—Ya he estado aquí —dijo Madre—. Incluso me he dado una ducha.

—Para eso están —replicó Jessie—. Y se aplica la misma norma. Hay que dejarlos limpios. Cada semana hay un comité nuevo para fregarlos una vez al día. Quizá le toque en ese comité. Tiene que traer su propio jabón.

—Tenemos que comprar algo de jabón —dijo Madre—. Se nos ha acabado por completo.

La voz de Jessie se tornó casi reverente.

—¿Alguna vez los ha usado de esta clase? —preguntó y señaló a los servicios.

—Sí. Esta misma mañana.

Jessie suspiró.

—Eso está bien.

Ella Summers dijo:

—La semana pasada sin ir más lejos…

Jessie interrumpió con severidad:

—Señora Summers, yo se lo diré.

Ella cedió terreno.

—Ah, de acuerdo.

Jessie dijo:

—La semana pasada, cuando eras presidenta, tú lo hiciste todo. Te agradeceré que esta semana te abstengas.

—Bueno, cuenta lo que hizo esa señora —contestó ella.

—Bien —dijo Jessie—, no es asunto de este comité ir cotilleando, pero no diré nombres. Una señora llegó la semana pasada y entró aquí antes de que la visitara el comité y había metido los pantalones de su marido en el water, y dijo: Es demasiado bajo y no lo bastante grande. Te revientas la espalda. ¿No han podido ponerlo un poco más alto? —el comité sonrió con superioridad.

Ella interrumpió.

—Dijo: No se puede meter suficiente de una vez —y soportó la mirada severa de Jessie.

Jessie dijo:

—Tenemos nuestros problemas con el papel higiénico. La norma dice que nadie se puede llevar papel de aquí —chasqueó la lengua con fuerza—. Todo el campamento contribuye para el papel higiénico. Calló durante un momento y luego confesó—. El número cuatro gasta más que ninguno. Hay alguien que lo está robando. Surgió en la asamblea general de señoras. «El lado de las mujeres, Unidad número cuatro, está usando demasiado.» Surgió allí, en la propia asamblea.

Madre seguía la conversación sin respirar.

—Robándolo… ¿para qué?

—Bueno —respondió Jessie—, ya ha habido problemas anteriormente. La última vez se trataba de tres niñitas que hacían muñecas de papel con él. Las cogimos. Pero esta vez no sabemos. Apenas da tiempo a poner un cascabel que suene cada vez que el rollo gira una vez. Así podríamos contar cuánto usa cada una —meneó la cabeza—. Simplemente no sé —dijo—. He estado preocupada toda la semana. Alguien roba papel higiénico de la Unidad cuatro.

De la entrada llegó una voz lastimera:

—Señora Bullit —el comité se volvió—. Señora Bullit, he oído lo que decían —había una mujer ruborizada y sudorosa en la entrada—. No me pude levantar en la asamblea, señora Bullit. Es que no pude. Se habrían echado a reír o algo así.

—¿De qué está hablando? —Jessie avanzó.

—Bueno, nosotros, quizá… seamos nosotros. Pero no estamos robando, señora Bullitt.

Jessie se acercó a ella y la transpiración afloró en la mujer que confesaba azorada.

—No podemos evitarlo, señora Bullit.

—Diga ya lo que quiera decir —dijo Jessie—. Esta unidad ha pasado vergüenza por culpa de ese papel higiénico.

—Toda la semana, señora Bullitt. No hemos podido evitarlo. Usted sabe que tengo cinco hijas.

—¿Qué han estado haciendo con él? —exigió Jessie en tono ominoso.

—Sólo usándolo. De verdad, usándolo nada más.

—¡No tienen derecho! Cuatro o cinco hojas es suficiente. ¿Qué es lo que les pasa?

La confesora se lamentó:

—Diarrea. Las cinco. Hemos andado mal de dinero y comieron uvas verdes. Las cinco tienen diarrea. Tienen que venir cada diez minutos —las defendió—: Pero no lo están robando.

Jessie suspiró.

—Debería haberlo dicho antes —dijo—. Hay que decirlo. Por no haberlo hecho la Unidad cuatro ha estado pasando vergüenza. Cualquiera puede tener diarrea.

La mansa voz gimoteó:

—Es solo que no puedo hacer que dejen de comer uvas verdes. Y se ponen cada vez peor.

—La Ayuda —interrumpió Ella Summers—. Debe recibir la Ayuda.

—Ella Summers —dijo Jessie—, te lo digo por última vez, no eres la presidenta; se volvió hacia la abatida mujercita.

—¿No tiene ningún dinero, señora Joyce?

Ésta bajó la vista avergonzada.

—No, pero conseguiremos trabajo en cualquier momento.

—Venga, levante la cabeza —dijo Jessie—. Eso no es ningún crimen. Vaya derecha a la tienda de Weedpatch y compre algunas cosas. El campamento tiene allí un crédito de veinte dólares. Compre por valor de cinco dólares Se lo puede devolver al Comité Central cuando tenga trabajo. Señora Joyce, usted lo sabía —añadió severamente—. ¿Cómo es que ha dejado que sus hijas pasen hambre?

—Nunca hemos aceptado caridad —respondió la señora Joyce.

—Esto no es caridad y usted lo sabe —se enfureció Jessie—. Creí que eso había quedado claro. En este campamento no hay caridad. No la admitimos. Ahora vaya a comprar algo de comer y tráigame el recibo a mí.

La señora Joyce preguntó tímidamente:

—Suponga que no podamos devolverlo nunca. Hace mucho tiempo que no tenemos trabajo.

—Lo devuelve si puede. Si no puede no es asunto nuestro ni es asunto suyo. Uno se fue y al cabo de dos meses mandó el dinero. En este campamento no tiene usted derecho a dejar que sus hijas pasen hambre.

—Sí, señora —dijo la señora Joyce intimidada.

—Compre un poco de queso para esas niñas —ordenó Jessie—. Eso les curará la diarrea.

—Muy bien —y la señora Joyce se escabulló a toda prisa por la puerta.

Jessie se volvió con furia hacia el comité.

—No tiene derecho a ser tan estirada. No tiene derecho, si está entre su propia gente.

Annie Littlefield adujo:

—Lleva aquí poco tiempo. Quizá no lo sabía. A lo mejor ha aceptado caridad en alguna ocasión. No —dijo Annie—, no intentes callarme, Jessie. Tengo derecho a hablar —se volvió a medias hacia Madre—. Cuando uno acepta caridad, eso deja una señal que no se va. Esto no es caridad, pero si alguna vez lo tienes que tomar, no se te olvide. Apuesto a que Jessie nunca lo ha hecho.

—No, es verdad —replicó Jessie.

—Pues yo sí —dijo Annie—. El invierno pasado; nos moríamos de hambre… yo y Padre y los pequeños. Y llovía. Uno nos dijo que acudiéramos al Ejército de Salvación —sus ojos se tornaron fieros—. Teníamos hambre… nos hicieron arrastrarnos por una cena. Se quedaron nuestra dignidad. Ellos… ¡les detesto! Y… puede que la señora Joyce haya aceptado caridad. Quizá no sabía que esto no lo es. Señora Joad, en este campamento no dejamos que nadie se atrinchere de esa forma. Ni permitimos que nadie le dé nada a otra persona. Pueden darlo al campamento, y este lo distribuye. No hay caridad aquí —su voz era ronca y amenazadora—. Los detesto —dijo—. Nunca vi a mi hombre vencido antes, pero esos… del Ejército de Salvación lo consiguieron.

Jessie asintió.

—Ya lo había oído —dijo quedamente—, ya lo había oído. Tenemos que seguir informando a la señora Joad.

Madre dijo:

—Es realmente muy agradable.

—Vamos al cuarto de la costura —sugirió Annie—. Tenemos dos máquinas. Hay un grupo que está haciendo edredones y otro haciendo vestidos. Quizá le gustaría trabajar allí.

Cuando el comité fue a visitar a Madre, Ruthie y Winfield desaparecieron imperceptiblemente fuera del alcance.

—¿Por qué no vamos y nos enteramos? —preguntó Winfield.

Ruthie le agarró del brazo.

—No —dijo—. Nos lavamos para esas hijas de puta. No pienso ir con ellas.

Winfield dijo:

—Te chivaste de lo del servicio. Yo voy a decir lo que les has llamado a esas señoras.

Una sombra de miedo cruzó el rostro de Ruthie.

—No se te ocurra. Yo lo dije porque sabía que en realidad no lo habías roto.

—No es verdad —replicó Winfield.

Ruthie dijo:

—Vamos a echar un vistazo por ahí —pasearon siguiendo la línea de tiendas, asomándose en cada una, curioseando tímidamente. Al final de la unidad había una zona allanada donde se había organizado una pista de croquet. Media docena de niños jugaban muy serios. Delante de una tienda había una anciana sentada en un banco que los contemplaba. Ruthie y Winfield echaron a correr.

—Dejadnos jugar —gritó Ruthie—. Dejad que entremos en el juego.

Los niños levantaron la vista. Una niñita con trenzas dijo:

—Podéis jugar en la próxima partida.

—Quiero jugar ahora —gritó Ruthie.

—Bueno, pues no puedes. Hasta la próxima partida.

Ruthie entró en la pista con aire amenazador.

—Voy a jugar.

La de las trenzas agarró con fuerza su mazo. Ruthie se llegó a ella de un salto, la abofeteó, la empujó y le arrebató el mazo de las manos.

—Dije que iba a jugar —dijo triunfalmente.

La anciana se levantó y caminó por la pista. Ruthie frunció el ceño ferozmente y apretó con más fuerza el mazo. La señora dijo:

—Dejadla jugar… igual que hicisteis con Ralph, la semana pasada.

Los niños dejaron sus mazos en el suelo y salieron en tropel de la pista, en silencio. Se quedaron a cierta distancia mirando con ojos inexpresivos. Ruthie los miró alejarse. Entonces golpeó una bola y corrió tras ella.

—Venga, Winfield. Coge un palo —le gritó. Y luego le miró con asombro, Winfield se había unido a los niños que miraban y también él la miraba con ojos inexpresivos. Ella, como desafiándoles, volvió a golpear la bola. Levantó una gran polvareda. Simuló pasarlo bien. Y los niños quietos la miraron. Ruthie alineó dos bolas y golpeó ambas, volvió la espalda a los ojos observantes y luego se volvió. De pronto avanzó hacia ellos mazo en mano.

—Venid a jugar —exigió. Se fueron apartando en silencio conforme ella se aproximaba. Por un momento les miró, y luego arrojó el mazo y corrió llorando a casa. Los niños volvieron a entrar en la pista.

La niña de las trenzas le dijo a Winfield:

—Puedes jugar la próxima partida.

La señora les advirtió:

—Cuando vuelva la niña y quiera portarse bien, dejadla. Tú misma te portaste mal, Amy.

El juego siguió adelante mientras en la tienda de los Joad Ruthie sollozaba tristemente.

El camión se movía a lo largo de bellas carreteras, dejando atrás huertos en los que los melocotones empezaban a colorearse, viñedos con racimos pálidos y verdes, bajo hileras de nogueras cuyas ramas llegaban hasta el centro de la carretera. En todos los portones de entrada Al frenaba; y en cada uno había un cartel: no se necesitan empleados. Prohibido el paso.

Al dijo:

—Padre, habrá trabajo seguro cuando esa fruta esté a punto. Curioso lugar… te dicen que no te necesitan antes de que les preguntes —siguió conduciendo lentamente.

Padre dijo:

—A lo mejor debíamos entrar de todas formas y preguntar si hay algo de trabajo. Podiamos probar.

Un hombre con mono y camisa azules caminaba por la orilla de la carretera. Al frenó junto a él.

—Eh, oiga —dijo Al—. ¿Sabe dónde hay trabajo?

El hombre se detuvo y sonrió, y en su boca faltaban los dientes delanteros. —No —contestó—. ¿Y ustedes? Llevo toda la semana andando y no he encontrado nada.

—¿Vive en el campamento del gobierno? —preguntó Al.

—Sí.

—Entonces suba atrás y buscamos todos —el hombre trepó por el lateral y se dejó caer en la parte de atrás.

Padre dijo:

—No tengo idea de dónde podremos encontrar trabajo. Pero supongo que hay que mirar. No sabemos ni dónde mirar.

—Debíamos haber hablado con los del campamento —dijo Al—. ¿Cómo te encuentras tío John?

—Me duele —dijo el tío John—. Me duele todo y lo que me queda. Debería marcharme para no atraer el castigo sobre mi propia gente.

Padre puso la mano en la rodilla de John.

—Mira —le dijo—, no te vayas. Estamos perdiendo gente continuamente: el abuelo y la abuela muertos, Noah y Connie, que se marcharon y el predicador en la cárcel.

—Tengo el presentimiento de que volveremos a ver a ese predicador —dijo John.

Al tanteó la bola de la palanca de cambios.

—No estás tan bien como para tener presentimientos —dijo—. A la mierda. Vamos a volver y a hablar y a enterarnos de dónde hay algo de trabajo. Vamos como mofetas cazando bajo el agua —frenó el camión, se asomó por la ventana y llamó—: ¡Eh! Mire. Volvemos al campamento a ver si nos enteramos dónde hay trabajo. No tiene sentido quemar gasolina así.

El hombre se asomó por un lado.

—Por mí bien —dijo—. Tengo los pies raídos hasta el tobillo. Y no tengo ni un bocado que llevarme a la boca.

Al dio la vuelta en mitad de la carretera y enfiló de regreso.

Padre dijo:

—Madre va a quedar dolida, sobre todo con Tom encontrando trabajo tan fácilmente.

—Quizá no lo haya conseguido —dijo Al—. A lo mejor ha ido a buscar también. Ojalá pudiera trabajar en un garaje. Aprendería y me gustaría.

Padre gruñó y regresaron al campamento en silencio.

Cuando el comité se marchó, Madre se sentó en una caja delante de la tienda y miró a Rose of Sharon sin saber qué hacer.

—Vaya… —dijo—, vaya, no he estado tan animada en años. ¿Verdad que eran agradables esas señoras?

—Yo voy a trabajar en la guardería —dijo Rose of Sharon—. Me lo han dicho. Puedo aprender cómo cuidar niños y así estaré preparada.

Madre asintió maravillada.

—Estaría muy bien que los hombres encontraran trabajo, ¿verdad? —preguntó—. Que trabajaran y tener algo de dinero —sus ojos se perdieron en el espacio—. Ellos trabajando y nosotras trabajando aquí y toda esta gente tan agradable. Lo primero que me voy a comprar en cuanto salgamos un poco adelante es una cocina, que esté bien. No valen mucho. Y luego una tienda, lo bastante grande y quizá somieres de segunda mano para las camas. Y podríamos usar esta tienda solo para comer. Y el sábado por la noche iremos al baile. Dicen que puedes invitar gente si quieres. Ojalá tuviéramos amigos a quienes invitar. Quizá los hombres conozcan a alguien para invitar.

BOOK: Las uvas de la ira
12.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Where Are You Now? by Mary Higgins Clark
Woman with a Blue Pencil by Gordon McAlpine
Camelot Burning by Kathryn Rose
Hollow Hills by Mary Stewart
Blindfold: The Complete Series Box Set by M. S. Parker, Cassie Wild
Scandalous Desires by Hoyt, Elizabeth
Cats And Dogs: A Shifter Novella by Georgette St. Clair