Las uvas de la ira (24 page)

Read Las uvas de la ira Online

Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
2.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sairy se asomó mientras ofrecía:

—¿Le puedo ayudar a algo?

Madre levantó la vista lentamente.

—Entre —dijo—. Me gustaría hablar con usted.

—Su hija es una buena muchacha —dijo Sairy—. Está pelando patatas. ¿Qué puedo hacer para ayudarla?

—Iba a lavar al abuelo entero —explicó Madre—, pero no tengo ninguna otra ropa que ponerle. Y por supuesto su colcha está echada a perder. No se le puede quitar a una colcha el olor a muerte. He visto a un perro gruñir y temblar junto al colchón en el que murió mi madre, dos años después de haber muerto. Le envolveremos en su colcha. Pero le daremos una nuestra para compensar.

—No debería decir esas cosas —dijo Sairy—. Estamos orgullosos de poder ser de ayuda. No me he sentido tan… segura en mucho tiempo. La gente necesita… ayudar.

Madre asintió.

—Es verdad —dijo. Miró largamente el viejo rostro sin afeitar, con la mandíbula atada y los ojos de plata brillando a la luz de la vela—. No va a tener un aspecto natural. Le envolveremos en la colcha.

—La anciana se lo tomó bien.

—Bueno, es muy vieja —razonó Madre—, quizá ni siquiera sepa muy bien lo que ha pasado. Quizá tarde bastante más en darse cuenta. Además, nosotros nos enorgullecemos de mantenernos enteros. Mi padre solía decir: «Cualquiera puede venirse abajo. Hace falta todo un hombre para no derrumbarse.» Siempre intentamos mantenernos enteros —dobló la colcha con pulcritud alrededor de las piernas y los hombros del abuelo. Puso la esquina de la colcha sobre la cabeza, como una capucha y tiró de ella hasta que cubrió la cara. Sairy le pasó media docena de imperdibles y ella enganchó la colcha, tensa y con esmero a lo largo. Por último se puso en pie—. No será un mal entierro —dijo—. Tenemos un predicador que le bendiga y toda la familia estará a su alrededor —de repente se tambaleó levemente y Sairy se acercó a ella y la sujetó—. Es el sueño… —dijo Madre en tono avergonzado—. No, estoy bien. Es que hemos tenido mucho trabajo preparándolo todo para partir.

—Salga a tomar el aire —sugirió Sairy.

—Sí, aquí ya he terminado —Sairy apagó la vela de un soplo y las dos salieron. Una hoguera brillante ardía al fondo del pequeño barranco. Y Tom, con palos y alambre, había construido soportes de los que colgaban hirviendo furiosamente dos cazuelas, bajo cuyas tapaderas salían chorros de vapor. Rose of Sharon estaba arrodillada en tierra fuera del alcance del calor ardiente y tenía en la mano una larga cuchara. Vio a Madre salir de la tienda y se levantó y acercó a ella.

—Madre —dijo—, he de preguntarte una cosa.

—¿Estás otra vez asustada? —preguntó Madre—. Mira, no te puedes pasar nueve meses sin una sola pena.

—Pero, ¿le afectará… al bebé?

—Solía haber un dicho —dijo Madre—, «un niño que nace de la pena será un niño feliz». ¿No es así, señora Wilson?

—Así lo he oído yo —afirmó Sairy—. Y también conozco otro: «el que nazca con demasiada felicidad, será un niño triste».

—Estoy muy nerviosa por dentro —dijo Rose of Sharon.

—Bueno, ninguno de nosotros salta de alegría —dijo Madre—. Tú vigila las cazuelas.

Los hombres se habían reunido en el límite del círculo de la luz de la fogata. Tenían por herramientas una pala y un azadón. Padre marcó en el suelo dos metros y medio de longitud por un metro de ancho. Fueron realizando el trabajo por turnos. Padre deshacía la tierra con el azadón y luego el tio John la apartaba con la pala. Al usaba el azadón. Tom la pala, Noah el azadón, Connie la pala. Y el hueco fue creciendo, pues la velocidad del trabajo no disminuía. Las paletadas de tierra volaban desde el hueco como un surtidor. Cuando el hoyo rectangular ocultaba hasta los hombros a Tom, este preguntó:

—¿Cómo de profundo, Padre?

—Bien hondo. Unos sesenta centímetros más. Ahora sal de ahí, Tom, y escribe el papel.

Tom se alzó fuera del agujero y Noah ocupó su lugar. Tom se acercó a Madre, que atendía el fuego.

—¿Tienes un trozo de papel y un lápiz, Madre?

Madre meneó la cabeza con lentitud.

—No. Una cosa que no trajimos —miró a Sairy. Y la mujercita caminó rápidamente hacia la tienda. Volvió con una Biblia y medio lápiz—. Toma —dijo—. Hay una hoja en blanco al principio. Úsala y luego la arrancas —ofreció a Tom el libro y el lápiz.

Tom se sentó junto al fuego, a la luz. Guiñó los ojos en un gesto de concentración y finalmente escribió lenta y cuidadosamente en letras claras y grandes: Aquí yace William James Joad, murió de un ataque, era muy, muy viejo. Su familia le enterró porque no tenía dinero para pagar un funeral. Nadie le mató. Le dio un ataque y se murió —se interrumpió—. Madre, escucha esto —se lo leyó despacio.

—Suena muy bien —dijo ella—. ¿No puedes meter algo de las Escrituras para que quede más religioso? Abre la Biblia y saca algún dicho, algo de las Escrituras.

—Ha de ser corto —dijo Tom—. Me queda poco espacio en la página.

—¿Qué te parece «que Dios se apiade de su alma»? —sugirió Sairy.

—No —replicó Tom—. Así parece que murió en la horca. Copiaré alguna otra cosa —fue pasando páginas, leyendo, moviendo los labios y diciendo las palabras en voz baja.

—Aquí hay uno corto —dijo—. «Y Lot les dijo: Oh, así no, mi señor.»

—No significa nada —objetó Madre—. Si vas a poner algo, mejor sería que tuviera significado.

—Pasa a los Salmos, más adelante —sugirió Sairy—. Siempre encontrarás algo en los Salmos.

Tom pasó las hojas y fue pasando los ojos por los versos.

—Aquí hay uno —dijo—. Éste es bonito, está lleno de religiosidad: «Bendito sea aquel cuya transgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto.»

—Muy bien —dijo Madre—. Escribe ese.

Tom lo escribió con cuidado. Madre enjuagó y secó un tarro de conserva y Tom le puso la tapa bien apretada.

—Quizá lo debía haber escrito el predicador —dijo.

Madre arguyó:

—No, el predicador no era familia suya —tomó el tarro de Tom y entró en la oscuridad de la tienda. Quitó algunos imperdibles y deslizó el tarro de fruta bajo las manos delgadas y frías, y volvió a sujetar bien tensa la colcha. Luego volvió junto al fuego.

Los hombres vinieron de la tumba, sus rostros brillantes de transpiración.

—Ya estamos —dijo Padre. Él, John, Noah y Al entraron en la tienda y salieron sujetando el fardo largo y lleno de imperdibles entre los cuatro. Lo llevaron hasta la tumba. Padre saltó al hoyo, recogió en sus brazos el fardo y lo recostó con suavidad. El tío John alargó una mano y le ayudó a salir del agujero. Padre preguntó:

—¿Y la abuela?

—Voy a ver —respondió Madre. Se acercó al colchón y miró un momento a la anciana. Luego regresó a la tumba—. Está durmiendo —dijo—. Tal vez no me lo perdone, pero no pienso despertarla. Está cansada.

—¿Dónde está el predicador? —inquirió Padre—. Deberíamos decir una oración.

—Le vi caminando por la carretera —replicó Tom—. Ya no le gusta orar.

—No —dijo Tom—. Ya no es predicador. Cree que no está bien engañar a la gente actuando como un predicador cuando ya no lo es. Apuesto a que se alejó para que nadie se lo pidiera.

Casy se había acercado silenciosamente y oyó hablar a Tom.

—No huí —dijo—. Os ayudaré, pero no os voy a engañar.

—¿No quiere decir unas palabras? —preguntó Padre—. En nuestra familia nadie ha sido enterrado sin unas palabras.

—De acuerdo —dijo el predicador.

Connie llevó a Rose of Sharon, reacia, junto a la tumba.

—Has de ir —le dijo—. No estaría bien que no te acercaras. No es más que un momento.

La luz de la hoguera caía sobre la gente agrupada, mostrando sus semblantes y sus ojos, casi desapareciendo en sus ropas oscuras. Los hombres se habían descubierto. La luz bailaba, oscilando sobre la gente.

—Será corto —anunció Casy. Inclinó la cabeza y los demás le imitaron. Casy dijo solemnemente:

—Este anciano vivió su vida y acaba de morir. Yo no sé si fue bueno o malo, pero no importa demasiado. Estaba vivo, y eso es lo que importa. Y ahora está muerto, pero eso no importa. Una vez oí a uno recitar un poema que decía: Todo lo que vive es sagrado. Me puse a pensar y muy pronto el significado fue más allá de las palabras. Yo no rezaría por un anciano que está muerto. Él está bien. Tiene una labor por delante, pero la ve clara y solo hay un modo de hacerla. Sin embargo, nosotros tenemos un trabajo que hacer, pero hay delante mil caminos y no sabemos cuál debemos escoger. Y si rezara por algo, sería por la gente que no sabe qué camino tomar. El abuelo ya lo tiene fácil. Y ahora cubridle y dejad que comience su tarea —levantó la cabeza—. Amén —dijo Padre. Y los demás murmuraron—: Amén —entonces Padre cogió la pala, la llenó a medias de tierra y esparció esta suavemente por el agujero negro. Le pasó la pala al tío John y John dejó caer una paletada. Luego la pala pasó de mano en mano hasta que todos los hombres hubieran tenido su turno. Cuando ya todos habían cumplido con su deber y ejercido su derecho, Padre atacó el montón de tierra suelta y llenó el hoyo presuroso. Las mujeres volvieron al fuego a vigilar la cena. Ruthie y Winfield observaban absortos.

Ruthie dijo con gran seriedad:

—El abuelo está ahí debajo —y Winfield la miró con ojos llenos de terror. Luego corrió hacia la hoguera, se sentó en el suelo, y comenzó a sollozar. Padre llenó el hoyo hasta la mitad y luego se quedó de pie, jadeando por el esfuerzo, mientra el tío John terminaba. John estaba moldeando la tierra cuando Tom le interrumpió.

—Oye —dijo Tom—, si dejamos la tumba así, dentro de nada ya la habrán abierto. Tenemos que ocultarla. Aplana ya la tierra y la cubriremos con hierba seca. Hay que hacerlo.

Padre dijo:

—No había pensado en ello. No está bien dejar una tumba sin túmulo.

—No hay más remedio —replicó Tom—. Si la descubren, nos la cargamos por haber ido contra la ley. Ya sabes lo que me espera si voy contra la ley.

—Sí —dijo Padre—. Me había olvidado —cogió la pala de las manos del tío John y aplanó la tumba—. Cuando llegue el invierno se hundirá —dijo.

—No se puede evitar —dijo Tom—. Estaremos muy lejos para cuando llegue el invierno. Apisónala bien y nosotros la cubriremos con maleza.

Cuando el cerdo y las patatas estuvieron hechos, las dos familias se sentaron en el suelo y comieron; silenciosos, contemplaban el fuego. Wilson exhaló un suspiro de satisfacción mientras arrancaba una loncha de carne con los dientes.

—Está rico este cerdo —declaró.

—Pues sí —explicó Padre—, teníamos un par de cerdos jóvenes y pensamos que lo mismo daba si nos los comíamos. No nos iban a dar nada por ellos. Cuando nos acostumbremos a ir moviéndonos y Madre pueda hacer pan, será muy agradable, ir viendo el paisaje y dos barriles de cerdo en el camión. ¿Cuánto tiempo llevan ustedes en la carretera?

Wilson se limpió los dientes con la lengua y tragó.

—No hemos tenido suerte —dijo—. Salimos de casa hace tres semanas.

—Pero, ¡Santo Dios!, si nosotros pretendemos llegar a California en diez días o menos.

Al intervino:

—No sé, Padre. Con la carga que llevamos, tal vez no lleguemos nunca. Sobre todo si hay que cruzar montañas.

Permanecieron en silencio alrededor del fuego. Con los rostros inclinados, los cabellos y las frentes brillaban con luz de la hoguera. Sobre la pequeña bóveda de claridad las estrellas del verano refulgían levemente, mientras el calor del día se retiraba poco a poco. La abuela, tumbada en el colchón, apartada del fuego, gimió quedamente como un cachorrillo. Todas las cabezas se volvieron en esa dirección.

—Rosasharn —dijo Madre—, sé una buena chica y ve a tumbarte con la abuela. Ahora necesita a alguien. Ahora se está dando cuenta.

Rose of Sharon se puso en pie y caminó hacia el colchón y se acostó junto a la anciana y el murmullo de sus voces quedas flotó hasta la hoguera. Rose of Sharon y la abuela susurraban juntas en el colchón.

—Lo curioso —dijo Noah— es que… no me siento nada diferente después de haber perdido al abuelo. No estoy más triste de lo que podía estar antes.

—Eran la misma cosa —dijo Casy—. El abuelo y la vieja granja eran una cosa.

—Es una lástima, no hay derecho —opinó Al—. Él hablaba de lo que iba a hacer, cómo iba a estrujarse las uvas sobre la cabeza y dejar que el zumo le corriera por la cara, y todo eso.

—Estaba disimulando —replicó Casy— todo el tiempo. Yo creo que él lo sabía. Y el abuelo no ha muerto esta noche. Murió en el momento que lo sacasteis de su tierra.

—¿Está seguro de eso? —gritó Padre.

—No, no. Quiero decir que claro que respiraba —continuó Casy—, pero estaba ya muerto. Él era aquella tierra y lo sabía.

—¿Supo usted que se estaba muriendo? —preguntó el tío John.

—Sí —respondió Casy—, yo lo sabía.

John fijó en él la vista y el horror inundó su semblante.

—¿Y no nos lo dijo a nadie?

—¿De qué habría servido? —preguntó Casy.

—Nosotros… podíamos haber hecho algo.

—¿Como qué?

—No lo sé, pero…

—No —replicó Casy—, no habrían podido hacer nada. La decisión estaba tomada y el abuelo no podía participar en ella. No sufrió en absoluto, no después de esta mañana a primera hora. Simplemente se quedó en su tierra porque no fue capaz de abandonarla.

El tío John suspiró profundamente. Wilson dijo:

—Nosotros tuvimos que dejar a mi hermano Will —las cabezas se volvieron hacia él—. Teníamos las tierras, unos cuarenta acres cada uno, juntas, las unas al lado de las otras. Él es mayor que yo. Ninguno de los dos sabíamos conducir. Bueno, pues fuimos a la ciudad y lo vendimos todo. Will compró un coche y le dejaron un chiquillo para que le enseñara a conducir. La tarde anterior a marchar, Will y la tía Minnie fueron a hacer prácticas. Y al llegar a una curva de la carretera, Will gritó ¡Whoa!, como un energúmeno, pegó un tirón y se estrelló contra una cerca. Y luego volvió a gritar ¡Whoa, cabrón!, pisó a fondo el acelerador y se cayó por un barranco. Allí se quedó. No le quedaba nada que vender y no tenía coche. Pero todo fue culpa suya, a Dios gracias. Se encolerizó tanto que ni siquiera quiso venir con nosotros; se quedó allí sentado jurando sin parar.

—¿Y qué hará?

—No sé. Estaba demasiado furioso para pensar. Y nosotros no podíamos esperar. No teníamos más que ochenta y cinco dólares y no pudimos quedarnos o dividirlo, y aun así ya los hemos fundido. No habíamos recorrido ni cien millas cuando reventó un diente en el diferencial y nos cobraron treinta dólares por arreglarlo, luego tuvimos que comprar un neumático, luego se rompió una bujía y Sairy se puso enferma. Tuvimos que detenernos diez días. Y ahora el maldito coche se ha vuelto a averiar y nos estamos quedando sin dinero. No sé cuándo lograremos llegar a California. Si yo supiera arreglarlo… pero no sé nada de coches.

Other books

The Silk Factory by Judith Allnatt
A Fair Fight by Perkins, Katherine, Cook, Jeffrey
Black Locust Letters by Nicolette Jinks
10 Things to Do Before I Die by Daniel Ehrenhaft
The Siege Scare by Frances Watts
The Boss's Baby Affair by Tessa Radley
Unlucky For Some by Jill McGown
Iron Hearted Violet by Kelly Barnhill