No sólo la baja extracción social de Arturo era un grave inconveniente para su unión con Teresa, también estaban sus ideas políticas y religiosas. Arturo era de izquierdas (algo muy mal visto en su casa), manifiestamente republicano y liberal, además de declararse laico, lo que suponía la imposibilidad, por pura coherencia, a pasar por el altar en caso de boda. Consideraba que la religión, y más concretamente la Iglesia, era uno de los frenos de la evolución social debido a su ancestral pretensión de manejar la vida desde la cuna, a través del confesor y la educación. A Teresa no le entusiasmaba demasiado una boda civil, muy alejada de lo que siempre había soñado (su traje de seda, con larga cola, y velo cubriéndola el rostro, las flores, la entrada triunfal en el templo, su posición central en el altar, el repique de campanas anunciando el acontecimiento a todo Madrid), pero lo cierto era que aceptaría casarse en la fría sala de un juzgado si ello le suponía abandonar su casa. Teresa sentía que se ahogaba en aquel piso de la calle del General Martínez Campos, enorme, de techos altos y cargado de cuadros oscuros y rancias antiguallas que nadie podía tocar. Cada vez soportaba menos las constantes impertinencias de su madre, sus desplantes, sus histerias y paranoias que recaían sobre ella porque nadie más, en la casa ni fuera de ella, le hacía caso. Tenía muy claro que no quería acabar como ella: amargada, frustrada, sin amistades, sin vida propia y con futuro de mortecino aburrimiento, mantenida en una urna de cristal por un marido que en nada la apreciaba y que había ascendido en su escala social a costa de hundirla a ella en el pozo del hogar. Su intención era salir de allí, de cualquier forma, y la ocasión se presentaba si se casaba con Arturo. Podría hacerlo, y estaba dispuesta a dar el paso en cuanto cumpliera la mayoría de edad, con o sin el consentimiento paterno.
Una ráfaga de ametralladora demasiado próxima le arrancó de sus pensamientos con brusquedad. El tranvía se detuvo casi en seco, la gente se levantó alterada, encogida, o más bien sobrecogida por el terror a convertirse en destinataria de una bala perdida, murmurando con el susto en el cuerpo, mirando a un lado y a otro para localizar la procedencia de los tiros. Poco antes de llegar a la glorieta de Bilbao, se hallaba apostado un grupo de hombres armados, algunos de los cuales, de vez en cuando, disparaban al aire una ráfaga de tiros, riendo y gritando viva la revolución y muerte al fascismo. Los viajeros empezaron a apearse, asustados; el tranvía se convertía en un blanco demasiado fácil para escabullirse de las bravuconadas de las armas sin control. Teresa dudó un instante, pero al final, también se decidió a abandonarlo. Ya estaba muy cerca, así que echó a andar, con la cabeza baja, y alejándose todo lo que pudo del peligro. Atravesó la glorieta, y al llegar a la altura del café Comercial, vio cómo un coche se detenía con brusquedad cerrando el paso a dos hombres que caminaban con prisa; el más joven llevaba una maleta que soltó al suelo en cuanto les rodearon, alzando y mostrando las palmas de las manos. Teresa, desde el otro lado de la acera, percibió el gesto de terror de los dos detenidos, rodeados de hombres con fusiles en sus manos, vestidos con monos azules y con pañuelos rojos y negros anudados al cuello, que gritando de forma agresiva les preguntaban que adónde se dirigían y les exigían que se identificasen. Ella no se detuvo, siguió caminando atemorizada.
Uno de los milicianos abrió la maleta.
—¡Llevan una Biblia! —gritó como si lo que hubiera encontrado fuera una bomba—, y una sotana.
Teresa miró de reojo y vio cómo sacaban la sotana de la maleta y la alzaban a lo alto con gesto de triunfo. Acto seguido, sin mediar palabra, resonaron dos disparos secos, seguidos, casi simultáneos. Los dos hombres, el viejo primero, y el más joven un instante después, cayeron desplomados al suelo. Teresa, quedó clavada en el sitio y se tuvo que poner la mano en la boca para retener un chillido que se le ahogó dolorosamente en la garganta; por un momento, fue incapaz de reaccionar, allí, frente al espectáculo de muerte más cruel, incomprensible y fría que nunca hubiera podido imaginar, quieta como una estatua de mármol, aterrorizada. El corazón le latía con fuerza, le costaba respirar, pero seguía allí, mirando aquel horror que estaba a pocos metros de ella.
Uno de los milicianos la miró, y gritó:
—Eh, tú, ¿qué miras?
Teresa no respondió, se volvió con los hombros encogidos y echó a andar calle abajo, temblando de forma incontrolable, a pesar de que sentía la espalda empapada y las gotas de sudor resbalar por sus sienes. En ningún momento echó la vista a tras. Avanzaba deprisa, estremeciéndose con el estallido de los cañonazos y los tiros procedentes del centro, cada vez más cercanos, hasta que llegó al número 1 de la calle Hortaleza. Miró hacia arriba y vio en el balcón el cartel conocido: PENSIÓN LA DISTINGUIDA. PRIMERO IZQUIERDA. COMODIDAD, LIMPIEZA Y BUEN TRATO. Se precipitó al interior del portal y, sólo entonces, se detuvo aturdida. Cuando se vio a salvo, apoyada la espalda contra la pared, se abandonó al llanto, un llanto descontrolado, sonoro, que la rompía por dentro.
La portera la oyó y se asomó.
—¿Te ocurre algo, chica?
Teresa no respondió, se lanzó escaleras arriba y no se detuvo hasta que llegó al primer piso. Llamó al timbre. El llanto la ahogaba, apenas podía respirar.
Cándida le abrió.
—Pero señorita Teresa, ¿qué le ocurre?
—¿Está… Arturo? —preguntó con la voz entrecortada y entre hipos.
—Sí, sí, pase, por Dios, pase. ¡Señorito Arturo! —llamó, sin apenas alzar la voz, seguramente para no despertar al resto de los inquilinos—, señorito Arturo —repitió cerrando la puerta—. Pase, pase, está en el saloncito, con doña Matilde, aquí apenas se ha dormido esta noche, con tanto jaleo…
En ese momento, la criada se calló porque por el pasillo apareció Arturo, que en cuanto vio a Teresa se lanzó hacia ella. Le seguía doña Matilde, la dueña de la pensión, alarmada por las voces de la criada.
—¿Qué te ha pasado, te han hecho algo?
La miró la cara, le tocó el pelo, la cabeza, los hombros y la revisó de arriba abajo, buscando algún daño en su cuerpo. Teresa, entre hipos y con un llanto irreprimible, le intentaba decir que estaba bien, que no tenía ningún daño. Sólo cuando Arturo se convenció de que Teresa no estaba herida, la abrazó dulcemente, y dejó que derramase todo lo que llevaba dentro.
Cándida y doña Matilde contemplaban la escena con preocupación. No les extrañaba el estado en el que llegaba Teresa, eran conscientes de la gravedad de lo que estaba ocurriendo en las calles, y, desde la madrugada, en el cuartel de la Montaña. Llevaban despiertas desde las cinco de la mañana oyendo los bombazos y los tiros. Desde los ventanales del salón se podía ver la Gran Vía, y hacía horas que hombres y mujeres (jóvenes y más mayores), metidos a milicianos, empuñando viejas pistolas o armados con fusiles, mosquetones y hasta con palos y cuchillos, pasaban en dirección a la calle Bailén, dispuestos a asumir una lucha que no les correspondía. Había pasado un tanque que había hecho retumbar los adoquines recientemente colocados, incluso un cañón tirado por una camioneta de cerveza como si se tratase de un extraño esperpento. Todo ello entre gritos y consignas para liberar el cuartel de la Montaña.
Cuando Teresa se calmó un poco, Arturo la llevó cogida de los hombros hasta el salón.
—Anda, Candidita —instó doña Matilde a la muchacha—, calienta el chocolate que sobró de ayer, seguro que a todos nos sentará bien, y saca los picatostes.
Cándida hizo una mueca de fastidio porque quería enterarse de lo que había pasado. Rondaba los treinta años, y ayudaba en las tareas de la pensión; lavaba la ropa, planchaba, cocinaba y limpiaba los retretes. La limpieza de las habitaciones era cosa de cada inquilino. A cambio, doña Matilde le pagaba doscientas pesetas al mes, y le daba cama y comida. Llevaba con ella desde que doña Matilde puso en marcha la pensión, y estaba contenta con el trato de la dueña, a la que consideraba como la madre a la que nunca conoció.
Teresa y Arturo se sentaron en el sillón. El estruendo de las bombas estremecía la casa cada vez que estallaban.
—Dime, ¿qué ha ocurrido?
—Han matado a dos hombres delante de mí. Les han pegado un tiro, y los han matado, sólo porque llevaban una Biblia y una sotana en una maleta…, no habían hecho nada, y los han matado, sin mediar palabra… les han pegado un tiro en plena calle… y nadie ha hecho nada… nadie ha hecho nada…
De nuevo el llanto se tragó sus palabras.
Arturo y doña Matilde se miraron, preocupados.
—No sé adónde vamos a llegar —murmuró doña Matilde, dando un suspiro afligido.
—Bueno, ya pasó, tranquilízate, ya pasó.
Cándida se dio mucha prisa en hacer su mandado. Puso a calentar el chocolate y colocó en una bandeja las tazas, las cucharillas, unos picatostes y una jarra de agua.
Cuando estuvo todo preparado, salió pitando al salón.
—Arturo, no sabemos nada de Mario desde ayer. Se marchó por la mañana a la piscina de El Pardo, con Fidel y Alberto.
Arturo sonrió, para intentar disimular su preocupación.
—Seguro que andan de juerga, ya sabes cómo son.
Teresa negó con la cabeza.
—No, no lo creo. Mario es un botarate cuando se junta con los amigos, pero con todo lo que está pasando en Madrid, habría llamado a casa. Algo malo les ha pasado.
Arturo sabía que Teresa no iba desencaminada en sus temores. Las cosas se estaban saliendo de madre, y él lo sabía. Pero intentó restarle importancia.
—Dices que se fueron a la piscina de El Pardo, ¿sabes si lo hicieron en coche o en autobús?
—En coche.
—Intentaré llegar hasta allí, a ver si averiguo algo.
—¿Lo harías?
—Claro, no te preocupes, ya verás como aparecen.
En ese momento, entró Manuela, una niña de doce años que vivía en la pensión con su abuela desde hacía dos meses. Se sentó en un sillón frente a Teresa, sin decir nada.
—Tú tampoco puedes dormir, ¿verdad, pequeña? —le preguntó doña Matilde, mientras la muchacha servía el chocolate—. Anda, Cándida, trae una taza para la niña.
Cándida salió como alma que lleva el diablo en busca de la dichosa taza.
—¿Qué te pasa? —preguntó la niña, al ver a Teresa tan abatida.
Ella, con una voz apenas perceptible, esbozó una sonrisa, y le contestó que nada. Conocía a la niña de verla en la pensión. Arturo decía de ella que era algo extraña y que le hacía preguntas muy raras para su edad, sin embargo, mantenían una gran empatía, y pasaban mucho tiempo hablando sobre temas de lo más variopinto; a Teresa también le gustaba aquella niña de ojos grandes, de piel delicada y una extraña serenidad reflejada en su semblante.
—¿Por qué lloras? —insistió.
—Porque no sabe dónde está su hermano —le contestó Arturo—, y está preocupada por él.
Ella se quedó mirando muy fijamente a Teresa, tanto y de forma tan intensa que se sintió incómoda.
—Tu hermano está vivo, pero no está bien.
Todos se quedaron atónitos. Cándida, entró con la taza y la sirvió el chocolate. Se dio cuenta del silencio que las palabras de Manuela habían causado.
—Háganle caso, se lo digo yo, que esta niña tiene un don.
—Vamos, Cándida —terció doña Matilde—. No juguemos con estas cosas, que es un asunto muy serio.
Cándida se calló, pero en ese instante entró Maura, la abuela de Manuela. Se saludaron con cordialidad y hablaron de lo poco que habían descansado y lo preocupados que estaban por cómo se estaban torciendo las cosas.
Cándida miraba a todos a la espera de algo interesante que escuchar y que le diera vida para el resto del día, pero bastó un gesto de doña Matilde para que saliera corriendo hacia la cocina a por una taza para la recién llegada.
Maura se sentó junto a su nieta y le dedicó un gesto cariñoso. Miró a Teresa.
—¿Qué te pasa, niña? Estás llorando.
Su voz era dulce y delicada, igual que su rostro, arrugado y frágil como ella.
—Está preocupada por su hermano —le dijo su nieta—, pero ya le he dicho que está vivo, aunque no está bien.
Maura acarició el pelo oscuro de la niña, le retiró el mechón que le caía sobre la frente, y le sonrió complaciente.
—¿Tú lo has visto?
La niña miró a su abuela y asintió.
—Lo tiene en sus ojos —añadió la niña, haciendo un gesto hacia Teresa.
En ese momento entró Cándida con la taza.
—Ya les he dicho, señora Maura, que hicieran caso a la niña. Pero no se lo creen.
La criada se calló al sentir la mirada recriminatoria de doña Matilde. Se apartó de la mesita del centro, y se sentó en una silla.
Maura miró a Teresa, que con la cabeza baja y el rostro abotargado por el llanto, estrujaba en su mano un pañuelo.
—¿Qué crees que le ha podido pasar?
—No lo sé, señora Maura. Se marchó ayer por la mañana con dos amigos, y no sabemos nada de ellos.
—No podrá volver a casa en mucho tiempo —sentenció la niña—. Pero regresará vivo.
Un silencio tenso ensombreció el ambiente. Doña Matilde se quedó con la taza en los labios, mirando por encima de ella a Manuela, y después a Teresa, de reojo, expectante a su reacción. Conocía aquella habilidad de la niña, un don, como lo llamaba Cándida. En varias ocasiones había acertado hechos imposibles de saber con antelación. Incluso la noche anterior, durante la cena, había dicho que esa noche Madrid despertaría con el ruido de las bombas. Cuando a las cinco de la mañana le sobresaltó el primer estallido, en lo primero que pensó fue en Manuela.
Teresa seguía retorciendo su pañuelo, y Arturo continuaba pendiente de ella, consciente, asimismo, de las predicciones de la niña.
—Ten confianza —le dijo Maura con serenidad y sin borrar la sonrisa—. Si mi nieta dice que tu hermano está vivo, te puedo asegurar que lo está.
—Tengo que pensar así, porque si le ha pasado algo… yo…
Sus palabras quedaron ahogadas de nuevo por el sollozo incontrolado. Arturo la abrazó.
La niña miraba la escena con sus ojos profundos, azules como el mar, porque, según decía su abuela, lo primero que vio la niña nada más nacer fue el mar, y ese reflejo del inmenso océano se le había grabado en la mirada de la nieta.
—Ya verás cómo aparece —la consoló Arturo—. Mario tiene muchos recursos, ya lo sabes.
Se oyó la puerta de la entrada y luego unos pasos lentos avanzar por el pasillo. Cándida, sentada junto a la puerta del pasillo, se asomó extrañada.