Las siete puertas del infierno (11 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Bien observaaado —susurró Rufino.

Los tres amigos y la cabeza cortada intercambiaron una larga mirada en silencio, silencio que pronto interrumpió Simón.

—¿No podrías hacer un esfuerzo y aprender a hablar normalmente? —le preguntó a Rufino.

—Pues claaaro —mugió este—. Desde lueeego…

Simón le dirigió una mirada sombría, y entonces Rufino cerró la boca y bajó los ojos. Casiopea, por su parte, se había vuelto hacia Montferrat.

—¿Puedo llevarme el cuadro? —le preguntó—. Quisiera encontrar al artista que lo pintó para interrogarlo. Tal vez él haya visto a Taqi.

—Mi queridísima amiga, justamente pensaba ofrecéroslo. Ya no me es de ninguna utilidad. Y como ese Taqi es, si no he entendido mal, vuestro primo, supuse que os agradaría tenerlo.

Casiopea miró una vez más la pintura de donde había escapado Taqi.

—Os lo agradezco —declaró.

En ese mismo instante sintió una punzada en la quemadura de su brazo derecho que la hizo palidecer, y colocó su mano izquierda sobre la zona dolorida.

—¿Os ocurre algo? —le preguntaron al unísono Simón y Montferrat.

—No es nada. Solo un pequeño recuerdo de mi expedición al Vesubio, que ha tenido a bien manifestarse por una razón que se me escapa.

—Humm… —reflexionó Montferrat—. Habría que pensar en mostrárselo a un verdadero médico. A bordo de
La Stella di Dio
no teníamos ninguno…

—No pasa nada —dijo Casiopea metiendo el cuadro en su alforja—; además, no tengo tiempo de ir a ver a un médico.

Ya se disponían a salir de la cabina cuando oyeron un ruido de pasos precipitados y el grumete apareció para avisar a Montferrat.

—¡Un sarraceno quiere hablaros!

—¿Dónde está?

—En la entrada de la ciudad.

Al ver que Montferrat salía corriendo, seguido por Simón, Casiopea sacó de su limosnera las bolsas de oro y de diamantes ofrecidas por Saladino y, después de asegurarse de que nadie la veía, las deslizó en el cofrecillo de Montferrat y bajó la tapa. «Para ayudaros en vuestra misión, mi muy querido marqués. Espero que Simón no me lo tenga en cuenta…», pensó. Esbozó una sonrisa, y luego salió también.

Montferrat subió por la escalera que conducía al camino de ronda y se inclinó por encima de las almenas. Vio a un sarraceno equipado con una bandera blanca.

—¿Otra bandera para enfangar? —le gritó.

El emisario de Saladino no se inmutó por estas palabras.

—¡Salud, noble y buen señor! —exclamó—. Saladino, el Auxiliar de la Doctrina, la Grandeza de la Nación, el Honor de los Reyes y el Jefe de los Ejércitos del Islam, tiene un trato que proponeros.

—¡Salud también para vos! Pero no estoy interesado, gracias.

El marqués hizo el gesto de alejarse, pero el mensajero continuó:

—¡Mi señor, no os vayáis, y venid a admirar lo que su excelencia está dispuesto a ofreceros a cambio de vuestra rendición!

Intrigado, Conrado de Montferrat volvió a asomar la cabeza por encima de las almenas y distinguió a dos mamelucos que conducían a una forma encapuchada, con los pies y las manos encadenados. Cuando los soldados estuvieron a solo unos pasos del foso, levantaron la capucha, y Montferrat vio lo que más temía ver: a su padre.

El viejo marqués Guillermo de Montferrat, con la barba y los cabellos blancos como la nieve, tenía aspecto de sufrir terriblemente; pero la causa de su dolor no se encontraba en sus cadenas, que estaban bastante flojas para no estorbarle al caminar. De todos modos, tampoco tenía adonde ir, si no era al foso o a los brazos de sus secuestradores.

—¡Conrado! —gritó el anciano Guillermo de Montferrat con una voz que se esforzaba en ser lo más firme posible—. ¡No cedas!

Conrado no respondió nada, y se ocultó detrás de una almena. Con un gesto furtivo, se secó con la punta del dedo la lágrima que había asomado a sus ojos, mientras Casiopea le ponía la mano en el hombro para reconfortarle.

—Padre… —murmuró el marqués—, ¿en qué mal paso os encontráis metido?

Luego, recuperando el coraje, aulló en dirección al enviado de Saladino:

—¡Escúchame bien, hijo de perra! ¡Si no os marcháis inmediatamente, ordenaré a todos los arqueros y ballesteros con que cuenta esta ciudad que os transformen en puercoespines!

Sin esperar su respuesta, abandonó las almenas mascullando maldiciones.

—¡Que hagan venir a la gran sala del palacio a todos los caballeros y monjes soldado que han tenido el valor de quedarse! —tronó.

Mientras bajaba de dos zancadas un tramo de escalones, pensó: «A fe mía que deben de ser al menos varias decenas, después de que Saladino haya dejado venir a Tiro a todos los francos deseosos de abandonar Tierra Santa o de proseguir el combate en ella…».

Seguido de Casiopea y Simón, el marqués pasó bajo un porche y entró en el palacio con la mente todavía en ebullición: «Ese cerdo de sultán sin duda no lo sabe aún, pero me está prestando un gran servicio. Al anunciar públicamente los términos de este odioso trato, refuerza mi autoridad ante los habitantes de Tiro, que ahora saben lo que sacrifico por salvaguardar sus libertades…».

A pesar de todo, esta «buena noticia» no le devolvió la sonrisa, y entró en la sala sintiendo un gran peso en el corazón. Bajo las banderas de diversos países europeos, más de una treintena de caballeros le esperaban. Entre ellos, Conrado distinguió a una decena larga de monjes soldado, con el manto adornado con una cruz roja y blanca, así como a un auténtico coloso vestido con una magnífica armadura verde finamente cincelada.

—Caballeros, estoy encantado de encontraros aquí en tan gran número —declaró Montferrat.

A continuación, el marqués pasó revista a los cruzados, deteniéndose ante algunos de ellos para saludarles con una inclinación de cabeza o un abrazo.

Al llegar a la altura del caballero de la armadura verde, le preguntó:

—¿Vuestro nombre, caballero?

Por toda respuesta, el misterioso caballero —que, al contrario que sus compañeros, no se había quitado el yelmo— se inclinó, con una mano sobre el pecho.

—Y bien, ¿acaso un sarraceno os ha cortado la lengua? ¿Y por qué conserváis el yelmo puesto? ¿Un golpe de maza os lo ha hundido en la cabeza?

Una voz aguda se elevó en el otro extremo de la gran sala.

—¡Señor —chilló un espantoso enano vestido con un jubón amarillo y un gorro con campanillas—, ha hecho voto de silencio!

—¿Por qué razón? —inquirió Montferrat.

El enano se aproximó cojeando, y se acercó tanto a Montferrat que este tuvo que inclinarse para mirarlo. El extraño individuo, jorobado y esmirriado, llevaba unas calzas adornadas con cascabeles en las puntas que habrían provocado risa si no hubiera agitado al mismo tiempo un látigo cuyas triples correas de cuero acababan en un nudo. Este látigo era el que utilizaban los
orsalhers
—los domadores de osos— para amaestrar a sus bestias.

—Ha jurado guardar silencio mientras el enemigo no sea erradicado de este mundo y enviado a los infiernos.

Montferrat esbozó una mueca admirativa.

—¿Puedo saber cómo os llamáis? —preguntó.

—Mi nombre es Billis —respondió la criatura inclinándose, con una mano sobre el pecho—. Y mi señor no tiene más nombre que el de Caballero Verde.

—Pues bien, Caballero Verde, Billis y todos vosotros, venidos de toda Tierra Santa…

—Perdonadme, noble y buen señor —le interrumpió Billis—, pero nosotros venimos de Sicilia. Hemos sido enviados aquí por su majestad Guillermo II…

—Ah, bien, muy bien… —replicó Conrado, ligeramente irritado.

Cuando se restableció el silencio, se volvió de nuevo hacia los caballeros de la asamblea.

—Todos vosotros, pues, nobles caballeros venidos de Tierra Santa y de Sicilia —continuó solemnemente—, debéis saber que vuestros antiguos jefes, que se encontraban a la cabeza de los ejércitos cristianos, han pactado con el enemigo. Alegando la derrota de nuestros ejércitos, se han puesto de acuerdo con Saladino para detener el combate. Y es verdad que nos hemos visto desbordados por las fuerzas del sultán. Pero lo que nos hace retroceder, más allá y muy por encima de su número, son sus estrategias, su magia negra, sus
djinns
y sus demonios. Son las estrategias, la magia negra, los
djinns
y los demonios de los infieles los que han sorprendido a vuestros antiguos jefes hasta el extremo de conducirles al punto en que hoy se encuentran.

Tras aspirar profundamente, y sintiendo a su lado la presencia reconfortante de Casiopea y de Simón, Montferrat añadió:

—Yo no soy un hombre de ese temple. Sabed que me comprometo a defender Tiro aunque deba perder en el intento lo que me es más querido. Quiero que ahora mismo embarquéis en
La Stella di Dio
y los diferentes barcos que han permanecido en el puerto. Llevad a bordo a todos los hombres que podáis encontrar y equipadlos con arcos y ballestas. Ya dominamos el mar. ¡No nos queda sino transformar el istmo en un infierno de flechas y proyectiles! ¡Sé que la victoria será vuestra!

Entre un entrechocar de metales, los caballeros se dirigieron hacia las puertas de la gran sala para reunir con la máxima rapidez a sus hombres. Muchos de ellos, que habían estado presentes en el desastre de Hattin, solo tenían un deseo: tomarse la revancha.

—Mi señor —dijo Casiopea al marqués—, tal vez deberíais esperar un poco… Atacar ahora es condenar a vuestro padre a una muerte segura.

—Que muera por mi mano antes que por la de los sarracenos.

—Escuchad, vuestro padre ayudó en otro tiempo al mío a salir de un mal paso…

Ante la sorpresa del marqués, Casiopea le explicó cómo Morgennes había conseguido escapar de los mamelucos encargados de custodiarle gracias a Guillermo de Montferrat y a dos valerosos francos.

—Dadme una hora o dos, el tiempo de ir a hablar con Saladino.

—¿Y cómo cruzaréis sus líneas?

—Tengo un salvoconducto que lleva la firma y el sello del sultán.

El marqués se mordió los labios. Aquello podía funcionar. Pero ¿tenía derecho a cambiar de estrategia cuando acababa de decir a los habitantes de Tiro que estaba dispuesto a arriesgarlo todo por salvar su ciudad?

—Escuchad —añadió Casiopea—, solo necesito unas pocas horas, el tiempo suficiente para encontrarme con Saladino. El me escuchará. Y si Dios quiere, indultará a vuestro padre…

—Sin duda os escuchará, dada la naturaleza de los lazos que os unen, pero ¿por qué iba a concederos la vida de mi padre?

Casiopea miró alrededor. No quería que lo que iba a decir pudiera ser captado por oídos malévolos.

—Yo salvé a su hijo. Durante el asedio de Jerusalén.

—¿Vos? ¿Así que sois responsable de la caída de nuestra santa ciudad?

—Yo no he dicho eso.

—Pero, en fin, ¿en qué bando estáis en realidad?

—En ninguno en particular, me temo. O, en todo caso, en el de mi padre. Pero dejemos estos asuntos de familia y dadme hasta completas. Si de aquí a entonces no tenéis noticias mías, atacad y rezad por mí.

—¿Cómo sabré que habéis tenido éxito?

—Hallaré un modo de avisaros. En el mejor de los casos, será vuestro padre quien os lo haga saber. En el peor, será mi halcón.

Montferrat parecía a punto de aceptar, pero el ruido de los hombres preparándose para el combate le hacía dudar.

—Os lo ruego, aunque solo sea por una vez, conceded una oportunidad a la vía diplomática. ¡Dadme un voto de confianza! —prosiguió Casiopea, agarrándole de las manos y dirigiéndole una mirada suplicante.

—Solo por esta vez, pues —concedió Montferrat.

—No tenéis nada que perder —concluyó ella.

Y luego, volviéndose hacia Simón, dijo:

—¿Vienes?

—Evidentemente.

—¡Y yooo tambiéeen! —gritó Rufino, pero rectificó enseguida—: ¡Yo también!

Casiopea, Simón y Rufino saludaron a Montferrat, sin saber si volverían a verle, y luego se mezclaron entre la masa de soldados que salían. Nadie se había fijado en que Billis y el Caballero Verde no habían apartado la vista de Casiopea durante toda la conversación con el marqués de Montferrat. Y cuando los tres hubieron abandonado la gran sala, Billis dijo en voz muy baja:

—Es su espada, es
Crucífera…

Por toda respuesta, el extraño caballero se contentó con inclinar la cabeza, como si reaccionara a las órdenes de un invisible titiritero.

Capítulo 14

A menudo no puede reconocerse en el heredero quién fue su padre.

Chrétien de Troyes,

Guillermo de Inglaterra

Casiopea y Simón solicitaron dos caballos equipados con talegos de silla y dos ballestas con sus carcajs de virotes, y luego pidieron que les abrieran las puertas de la ciudad. Después de haber franqueado el puente levadizo entre un atronador repicar de cascos, avanzaron por una vasta extensión de arena donde sus monturas pudieron trotar a placer.

Casiopea estaba encantada con la idea de volver a ver a su tío, Saladino. Estaba tan contenta que al principio no oyó las quejas de Simón. Pero pronto se dio cuenta de que este no dejaba de moverse en todos los sentidos en su silla.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó.

—¡Me han dado una yegua!

Casiopea contuvo la risa. Encontraba divertido que solo estuviera preocupado por el sexo de su montura cuando iban derechos hacia el enemigo.

—Deberías alegrarte, al menos no vas a pie.

—Siempre he montado sementales. ¿Quién sabe cómo se comportará esta potranca en el momento del combate?

—Hubieran podido darte una mula, o nada. Piensa en su situación. Necesitan todos los caballos de que puedan disponer.

Simón puso mala cara y bajó la vista.

—Cuidado —murmuró Casiopea.

Con las manos en alto para indicar que iban en son de paz, Casiopea explicó en árabe a los mamelucos que les amenazaban con sus lanzas que tenía un salvoconducto con el sello del propio Saladino.

—Muéstramelo —exigió uno de ellos.

Lentamente, bajó la mano derecha hacia su limosnera y sacó el famoso sésamo.

—Ve a decir a tu sultán que su sobrina está ansiosa por abrazarle —dijo al mameluco mientras este lo examinaba.

Viendo que el mameluco no se mostraba muy dispuesto a obedecer, Rufino —al que Casiopea había introducido parcialmente en uno de los talegos— le espetó:

—¡Apresúuurate o acabarás como yooo!

Los centinelas salieron a escape y corrieron a anunciar a los mamelucos apostados ante la tienda de Saladino que una joven que afirmaba ser sobrina del sultán deseaba saludarle.

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