Las siete puertas del infierno (12 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—¿Lleva velo? —inquirió Saladino.

—No, excelencia —balbució uno de los centinelas hincando la rodilla en el suelo.

—¡Entonces es Casiopea! ¡Que venga, por Alá!

Un versículo del Corán más tarde, tío y sobrina caían el uno en brazos del otro.

—¡Has mantenido tu palabra! Has vuelto a buscar a Morgennes —dijo Saladino apretando, emocionado, a su sobrina contra su pecho.

—Y a Taqi, amado tío.

Al oír el nombre de su sobrino, Saladino no puedo evitar que asomara a su rostro una sonrisa de lo más enigmática.

—Estos últimos tiempos —continuó Saladino— he rezado mucho por él. Igual que por Morgennes.

Casiopea se preguntó si debía decirle que Morgennes era su padre, pero prefirió abstenerse de hacerlo por el momento. «Ya encontraré una ocasión más propicia para informarle», pensó mirando a su tío, que parecía muy turbado. Saladino no dejaba de mesarse la barba, prueba de que tenía una importante decisión que tomar o alguna noticia penosa que anunciar.

—¿Sabes?, como se dice en la septuagésimo octava sura del santísimo Corán, los que han ido a parar al infierno «permanecerán siglos en él sin probar frescor ni bebida, fuera de agua muy caliente y hediondo líquido. Esa será una retribución equitativa».

—¡Razón de más para sacarlo de allí cuanto antes!

Saladino meneó la cabeza y se acarició la barba de nuevo.

—¿Realmente tenemos derecho a hacerlo? —preguntó en una mezcla de
lingua franca
y árabe—. ¿No es ese un orgullo excesivo, mi muy querida Casiopea?

Y la miró fijamente con sus ojos grises.

—Se trata de Morgennes —replicó ella con voz temblorosa—. ¡Salvó a vuestro hijo!

—Según el santísimo Corán —prosiguió Saladino—, Morgennes debería encontrarse ante una de las últimas siete puertas del infierno. ¿Será la sexta puerta, la de la hoguera, que Alá destina a los infieles? Es posible.

—¿Qué historia es esa? —preguntó Simón—. La última vez había tres regiones y cinco ríos, ¿y ahora son siete puertas?

Saladino no le dirigió ni una mirada, y continuó como si nadie hubiera hablado.

—Muchas cosas son posibles. Las únicas puertas que, para mí, quedan excluidas son la primera y la última, reservadas a los musulmanes y a los hipócritas. Porque Morgennes solo fue musulmán un tiempo, y ciertamente nunca fue un hipócrita…

—Esto por lo que hace a Morgennes —dijo Casiopea, sintiéndose de pronto muy sola—. Pero ¿qué me decís de Taqi?

—¡Ah, Taqi! —exclamó Saladino con ternura mientras miraba a su hijo con el rabillo del ojo—. Mi querido Taqi… Creo que Alá lo tiene bajo su santísima protección, de modo que alegrémonos por él.

—¿Qué queréis decir?

—Taqi… —prosiguió Saladino mientras se peinaba la barba con los dedos—. Debes saber que no es la primera vez que muere, si es que puedo expresarlo así. Ya hace mucho, mucho tiempo…

Y el sultán explicó a Simón, Rufino y Casiopea cómo, en el mes de diciembre de 1169 —para hablar como los franjis—, Taqi no había vuelto de una misión que debía ejecutar, con las tropas de élite del Yazak, en la tumba de san Jorge.

—Se trataba de impedir que el rey Morri (así llamaban los sarracenos a Amaury I de Jerusalén) pudiera hacerse con la espada de san Jorge —explicó Saladino sin darse cuenta de que la espada que llevaba Casiopea era justamente
Crucífera
—. A la cabeza de una tropa de élite, Taqi se presentó ante la tumba del santo, en los arrabales de Lydda… Fueron aniquilados por soldados llegados del reino de las Sombras.

El sultán tomó un trago de agua de un simple vaso de estaño y miró a lo lejos, con los ojos empañados en lágrimas. Sin embargo, hubiera sido difícil afirmar que evocaba recuerdos penosos. Sus relaciones con Amaury y luego con Balduino IV de Jerusalén, su juventud, la de Taqi, los últimos días de su tío Shirkuh el Voluntarioso, la conquista de Egipto…, toda esa época tal vez había sido, en el fondo, la mejor de su vida. Los franjis iban a ser expulsados de Tierra Santa. Y con todo, sin que supiera explicar por qué, Saladino ya los añoraba. «Qué lástima que no supiéramos tejer lazos de amistad…»

Vació su vaso y continuó su historia.

—Yo estaba en El Cairo, tratando de consolidar mi poder, cuando oí aullidos de dolor. Gritos de mujeres, sobre todo, porque todas las mujeres amaban a Taqi. Y luego también gritos de hombres, porque muchos hombres le apreciaban. ¿Sabes que fue tu primo quien frustró la tentativa de tomar el poder fomentada por los hombres de Morri y los coptos, poco después de que yo fuera nombrado visir de Egipto?

Esta última pregunta en realidad no era tal, de modo que Casiopea no respondió. Por otra parte, no tenía ninguna gana de confesar a Saladino que sabía más o menos todo lo que se podía saber —desde el bando de los insurgentes— de esta tentativa de golpe de Estado, ya que su madre había participado en ella.

—Lo recuerdo… Su cuerpo en brazos de Tughril, mi más fiel guardia de corps. ¡Cuánto lloré! ¡Cuánto grité! Y luego, cuando lamentablemente, en mi dolor, había dejado pasar la hora de la oración, oí latir su corazón… Ahí, bajo mi oreja, en su pecho… ¡Su corazón palpitaba! Taqi estaba vivo. ¡Oh, mi querido Taqi! ¡Alá, gloria a El, no había permitido que murieras!

Saladino hablaba ahora con emoción, sin darse cuenta de que su hijo le escuchaba con un punto de tristeza, y tal vez también de celos.

—Yo te sostenía la mano, roja por la sangre de tus enemigos. La cubrí de besos, la besé con fervor como si mis labios pudieran transmitirte las fuerzas que te faltaban para levantarte… Y en verdad, eso fue lo que ocurrió. Mientras le besaba las manos, Taqi volvió a abrir los ojos y me preguntó: «¿Dónde estoy, tío? ¿He fracasado?».

Saladino se sirvió otro vaso de agua clara, tan fresca que no tuvo necesidad de añadirle una cucharada de nieve del Hermón.

—Todo esto para decirte, mi queridísima sobrina, que Taqi es más de lo que parece. Su viaje al más allá lo ha metamorfoseado en ángel, pondría la mano en el fuego. En fin, no —rectificó Saladino—. No en el fuego. ¡Es demasiado peligroso ahora que Sohrawardi me ha traicionado y ha invocado a los
djinns
!

Casiopea esbozó una sonrisa un poco triste al oír el nombre de ese nigromante. A él debía Rufino haber sobrevivido a su decapitación. Y a él debía también Casiopea la muerte de su padre, pues en el combate que había enfrentado a Morgennes con Reinaldo de Châtillon por la posesión de la Vera Cruz, Sohrawardi había invocado a los
djinns
, lo que había conducido a que el Pozo de las Almas, donde ambos habían caído, se inflamara. Luego recordó su viaje al fondo del Vesubio, y cómo allí había creído ver a Taqi entre las llamas… Pero decidió no hablar de aquello por el momento.

—¿Habéis visto a Guyana de Saint-Pierre? —prefirió preguntarle a Saladino—. ¿Esa a la que franjis y mahometanos llamaban «la mujer que no existe»? ¿Vuestra prima?

Saladino sonrió, como si Casiopea le hubiera preguntado si había visto un fantasma. En realidad, si la madre de Casiopea había recibido ese sobrenombre, había sido porque era el fruto de la unión ilícita de Leonor de Aquitania y Shirkuh el Voluntarioso. Furiosos, Luis VII y Nur al-Din habían llegado entonces a un acuerdo que estipulaba que su existencia no sería reconocida oficialmente hasta que hubiera elegido su religión: musulmana, como su padre, o cristiana, como su madre. Así, mientras llegaba el momento, la niña no era más que un rumor, condenada a habitar en una especie de prisión situada en El Cairo de los fatimidas. Allí había encontrado a Morgennes, al que había ayudado a escapar de sus carceleros mientras seguía aún sin haber elegido su fe.

—No he tenido ese honor —confesó Saladino—. ¿La estás buscando?

—Sí y no. Para no ocultaros nada, es ella quien me busca a mí.

—Si nuestros caminos se cruzan, le diré que te he visto. ¿Quieres que le transmita un mensaje de tu parte?

—Decidle que busco a Morgennes. Y que voy a Jerusalén. Que interrogue allí a Masada, el antiguo comerciante de reliquias judío. Creo que se ha establecido en la leprosería, donde se ocupa de los enfermos. Le dejaré instrucciones.

—Muy bien.

—¿Y los muhalliq? ¿Aún forman parte de vuestros ejércitos?

—No. Al ver que llegaba el invierno, prefirieron volver a su desierto. Sin duda estarán en alguna parte del lado de Damasco. Es una verdadera lástima, porque necesito guerreros…

Hubo un breve silencio, durante el cual Casiopea se dijo que había llegado el momento de confesar a Saladino el verdadero objeto de su visita. Tosió, detrás del puño cerrado, para disimular su embarazo, y luego se lanzó.

—Excelencia, a decir verdad, independientemente del inmenso placer que siento al veros de nuevo, no he venido solo para hablar de Taqi. Ni tampoco de Morgennes; aunque uno y otro constituyan la razón de mi vuelta a Tierra Santa.

—Entonces, ¿a qué debo el honor de tu visita?

—Quisiera que liberarais a Guillermo de Montferrat.

—¿Al viejo marqués? ¿Al padre de Conrado?

—Sí.

—Su hijo me está causando muchos problemas —dijo Saladino después de tragar un pistacho—. Parece haber recuperado el mando, y no quiere devolverme Tiro.

—Me ha jurado que está dispuesto a disparar contra su padre y a demoler la ciudad piedra a piedra antes que aceptar vuestro trato.

—¡Qué triste!

—Os lo ruego, liberad a su padre. Es un hombre de bien, y os estará agradecido por ello. Conrado nunca olvida una ofensa, pero tampoco un favor. ¿Quién sabe? Tal vez tengáis necesidad de él en el futuro.

—¡Lanzó mis banderas a las fosas de Tiro!

—Exacto. El no espera nada de vos. Un gesto generoso de vuestra parte tendrá, por tanto, aún más peso. ¡Os lo suplico!

Simón y Rufino permanecían en silencio, pero no apartaban los ojos de Casiopea y, a través de la oración, se unían a sus esfuerzos.

Después de haber reflexionado largo rato, Saladino sacudió la cabeza.

—No…

Casiopea abrió la boca, pero él la conminó a guardar silencio.

—No ordenaré que den muerte a Guillermo de Montferrat —prosiguió—, pero tampoco le devolveré su libertad. En todo caso, no enseguida…

Saladino dio unas palmadas para llamar a un mameluco.

—Tráeme a Guillermo de Montferrat —ordenó.

Un puñado de pistachos más tarde, dos guardias entraron en la tienda del sultán escoltando al viejo marqués de Montferrat, que seguía con los pies y las manos encadenados.

—Desatadle —dijo Saladino.

Los guardias liberaron al prisionero, que se frotó las pantorrillas y las muñecas sin apartar la vista de Casiopea.

—Gracias —murmuró dirigiéndose a Saladino—. ¿Debo entender que soy libre?

—Libre de moverte a tu gusto bajo mi tienda —replicó el sultán—. Pero no de salir de ella. En cuanto franquees su umbral, recuperarás tus cadenas.

—Entonces, con vuestro permiso, me quedaré un poco… Pero ¿con quién tengo el honor de tratar? —preguntó mirando a Casiopea, Rufino y Simón.

Saladino presentó a Casiopea como su sobrina, y a Rufino y a Simón como dos amigos de esta.

—Nos conociiimos en otro tiempo —chilló Rufino, tratando de refrenar su torturador fraseado—. Yo era obispo de Acre. Mi padre se llama Heraclio, y era el patriaaarca de Jerusalén.

—Ah, sí. Os recuerdo —dijo Guillermo de Montferrat—. Habéis… humm… cambiado mucho.

—Oh sí, por desgracia —dijo Rufino bajando los ojos.

—En cuanto a mí —intervino Simón—, soy el nuevo conde de Roquefeuille.

—¿El emblema de vuestra familia no es un oso enhiesto? —preguntó Guillermo de Montferrat inclinándose hacia él.

—Gules, sembrado de granos de sal de plata, con oso de sable.

—Entonces conocí a vuestros hermanos. Valerosos muchachos… Uno de ellos era templario, si no recuerdo mal.

—Yo también lo era —dijo Simón.

—Ah. ¿Y ya no lo sois?

—Os lo he dicho. Soy el nuevo conde de Roquefeuille. Todos mis hermanos han muerto, y mi padre también. Alguien tiene que ocuparse de nuestros dominios, motivo por el cual dejé la orden…

Finalmente Guillermo de Montferrat se dirigió a Casiopea.

—¿No fuisteis vos quien danzasteis, bajo esta misma tienda, poco después de la batalla de Hattin?

—Era yo, en efecto.

—Pues debéis saber que desde la pérdida de la Vera Cruz, solo vuestra danza ha conseguido aplacar mis sufrimientos. Mi corazón no ha encontrado ningún recuerdo más hermoso al que aferrarse para tratar de no hundirse… Pero, ya que tenéis aspecto de ser tan franca como musulmana, ¿puedo preguntaros por qué milagro os encontrabais bajo esta tienda bailando para Saladino?

—Tenéis razón, tengo orígenes mezclados —repuso Casiopea, sin precisar cuáles—. Y si dancé bajo esta tienda fue porque había hecho una apuesta…

—¿Cuál? —inquirió Saladino.

—Había apostado con Taqi que los francos ganarían.

—Y por desgracia perdisteis —dijo Guillermo de Montferrat.

—Por desgracia para vos —le corrigió Saladino.

—Para pagar mi apuesta, Taqi me pidió que distrajera a los prisioneros con una danza.

—Y vos realizasteis una proeza —admitió Guillermo de Montferrat—. Porque, mientras la danza duró, olvidé la pérdida de la Vera Cruz…

Bajo la tienda se creó un ambiente de cierto malestar, que Saladino disipó.

—Noble y buen señor —le dijo a Guillermo—, no puedo permanecer insensible a vuestra nobleza y a la intrepidez de Conrado. Debéis de haber sido un padre excepcional para tener semejante hijo. Por eso tengo una oferta que haceros…

Al ver que Guillermo no preguntaba cuál, Saladino prosiguió: —Os propongo que fijéis vos mismo el importe de vuestro rescate.

—¿Que lo fije yo mismo? Pero, diablos, ¿y qué cifra se supone que debo dar?

—¿Cuánto valéis?

—¿Para mi hijo? Mucho, supongo.

—Decid una cifra.

—No quisiera abusar…

—Concededme ese gusto —dijo Saladino levantando la mano—. Confío en vuestro criterio.

Guillermo de Montferrat cerró los ojos y se concentró un instante.

—Doscientos mil besantes de oro —dijo finalmente.

—¡Increíble! —exclamó Simón.

Saladino y Guillermo de Montferrat le miraron sin comprender.

—Me parece una estimación justa —declaró el sultán—. Muy bien, que informen a Conrado del importe del rescate pedido por su padre —dijo volviéndose hacia el cadí Ibn Abi Asrun.

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