Las siete puertas del infierno (33 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
4.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Al menos nosotros peleamos —murmuró Ridefort.

—¡Si el reino cayó, fue por vuestra causa! —tronó Kunar Sell.

El antiguo templario blanco con la frente tatuada con una cruz rememoró las circunstancias que les habían llevado allí. Ridefort había sido capturado por los sarracenos mientras trataba de huir de Jerusalén en el momento en que Saladino se apoderaba de la ciudad. En cuanto a él, que había acabado por ponerse del lado de Morgennes en el combate que le había enfrentado con Sohrawardi y sus esbirros, había aceptado depositar sus armas a los pies de Saladino, reconociendo su derrota.

—El conde Raimundo de Trípoli era un sabio —prosiguió Kunar Sell mientras un mameluco le despojaba de sus cadenas—. Hubieras debido escucharle, templario.

—Era un traidor —espetó Ridefort sin volverse.

—Que valía más que tú.

El danés se levantó, se frotó las muñecas, dio las gracias al mameluco que le había liberado y se unió al maestre de los templarios, que, para desentumecer los músculos, pateaba el suelo al pie de la escalera que conducía fuera de los calabozos.

—Me das lástima —continuó Ridefort dirigiéndole una mirada llena de altivez—. Como ese Morgennes al que decidiste apoyar.

—¡Porque combatía a los asesinos!

—También él era un traidor. ¡Y de la peor especie! Y un traidor es siempre un cerdo, aunque haya traicionado al diablo. Y cuando además traiciona a Dios…

—Nadie puede traicionar a Dios —replicó Kunar Sell.

El antiguo maestre de los templarios le dirigió una mirada amenazadora. Vano esfuerzo, porque el danés le sacaba dos cabezas y no era un hombre que se dejara intimidar.

—Me gustaría saber por qué me colocaron en tu calabozo —se preguntó Ridefort en voz alta.

—Sin duda porque su religión les prohíbe tener pocilgas —replicó Kunar Sell.

Ridefort quiso lanzarle un puñetazo a la cara, pero el danés le sujetó el brazo y se lo retorció, abortando de entrada cualquier veleidad belicosa de parte del templario.

—Ya lo arreglaremos fuera —repuso Ridefort.

—En lo que a mí respecta, ya está arreglado —dijo Kunar Sell.

Los mamelucos les empujaron escaleras arriba dándoles golpecitos con el asta de sus lanzas, y los dos antiguos prisioneros se encontraron finalmente al aire libre.

—Y bien —dijo Ridefort—, ¿conoceremos alguna vez la identidad de nuestro benefactor? ¿Le habrán autorizado siquiera esos cerdos musulmanes a entrar en la ciudad, o tal vez le han obligado a esperarnos en otro lugar?

—Ridefort, a «esos cerdos musulmanes», como vos decís, debéis vuestra libertad —tronó una voz.

El cadí Ibn Abi Asrun —jefe de asuntos judiciales, civiles y religiosos del reino— se encontraba ante ellos en una pequeña plaza rodeada de casas de tejados planos, a los que habían subido algunos damascenos para observar a los infieles. Un cordón de mamelucos impedía que los curiosos se acercaran demasiado a los franjis, por miedo a un ataque.

Gerardo de Ridefort hizo como que no había oído. Otros cristianos, otros prisioneros, se encontraban igualmente presentes. Entre ellos, Ridefort y Kunar Sell reconocieron al viejo marqués Guillermo de Montferrat, al que Saladino finalmente había aceptado liberar.

—Si estáis aquí —le dijo Ridefort—, supongo que Tiro ha caído, ¿no es así?

—De ningún modo —respondió Montferrat—. Saladino, en su magnanimidad, ha decidido liberarme a pesar de que no ha recibido ni una moneda de mi rescate. ¡Ya veis qué gran sultán es!

—Que la paz sea con él —murmuró el cadí.

—Que la paz sea con él —repitió Montferrat.

—Esta magnanimidad, sin duda, oculta alguna argucia —dijo Ridefort.

—Tal vez —prosiguió Montferrat—, pero, por el momento, ¿no estáis contentos de poder aprovecharos de ella?

—La aprovecharé, sí —dijo Ridefort—, como Morgennes en otro tiempo…

—Dicho de otro modo, ¿cometiendo traición? —preguntó Kunar Sell.

—Siento interrumpiros, caballeros —intervino el cadí Ibn Abi Asrun—, pero confío, igual que el sultán, en que nadie aquí cometerá traición. Porque si bien Saladino acepta devolveros la libertad y haceros escoltar hasta la ciudad de vuestra elección, lo hace solo a cambio de la promesa de que no volveréis a empuñar las armas jamás.

—Prometido —respondió un poco demasiado rápidamente Ridefort—. Pero ¿a qué debemos este repentino acceso de «magnanimidad»?

—Saladino no ha sido insensible a los numerosos requerimientos realizados por Guido de Lusignan, vuestro rey, que al encontrarse aislado, e incluso amenazado, por Conrado de Montferrat, suplicó a Saladino que liberara a sus aliados. Y le juró que atravesaría el mar.

—¿Atravesar el mar? ¡Diantre!

—Si vuestros reyes son como nuestros sultanes, deben ser dignos de crédito —dijo el cadí—. Un rey nunca faltaría a un juramento.

—Entre nosotros, nunca nadie, súbdito o rey, lo haría —dijo Gerardo de Ridefort, indignado.

—Muy bien, entonces, ¿estáis dispuestos a jurar?

—Desde luego —confirmó Ridefort.

—En ese caso, repetid después de mí —empezó el cadí dirigiéndose a Gerardo de Ridefort y a Kunar Sell—:Juramos…

—¿Y ellos no juran? —le interrumpió Gerardo de Ridefort, señalando a Montferrat y a los otros prisioneros francos.

—Ellos ya han jurado —explicó el cadí—. Empecemos de nuevo: Juramos, por lo que es más sagrado para nosotros, cruzar el mar y no volver a empuñar jamás las armas contra los musulmanes bajo ningún pretexto. Juramos igualmente no financiar combates contra ellos ni incitar a la revuelta, sino, al contrario, hacer todo lo que esté en nuestra mano para contribuir a la paz entre cristianos y musulmanes.

Kunar Sell y Ridefort repitieron las palabras del cadí y juraron respetar este trato por lo que era más sagrado para ellos.

—En verdad que es un juramento extraño —señaló Gerardo de Ridefort a Ibn Abi Asrun—. Entre nosotros, los templarios, un juramento comprende siempre una parte en la que se expone el tipo de castigo a que se haría acreedora una persona que rompiera dicho juramento.

—Entre nosotros, los musulmanes —explicó el cadí—, eso no puede plantearse siquiera.

Gerardo de Ridefort puso cara de sorpresa. El caballero empezaba a pensar que todos los musulmanes eran unos imbéciles.

—¿Y eso por qué?

—Porque a ninguno de nosotros se le ocurriría romper un juramento…

Ansioso por cambiar de tema, Ridefort preguntó:

—¿Y dónde está, pues, nuestra escolta?

—Aquí mismo —contestó el cadí, mostrándole a un centenar de jinetes que se apelotonaban en el centro de la calle principal.

Vestidos de oro y blanco, los guerreros resplandecían al sol. Formaban una magnífica escolta, y Yahyah la encabezaba, acompañado de Babucha. La perrita pelirroja movía la cola, impaciente por salir a pasear.

—Muy bien —asintió Ridefort en tono impaciente—. Estoy ansioso por volver a ver a mi rey… Vamos —dijo dirigiéndose a los jinetes.

Pero ni el cadí ni Kunar Sell ni los otros prisioneros se movieron de donde estaban.

—¿A qué esperamos para partir? —se impacientó Gerardo de Ridefort.

—A que una hija y una madre puedan despedirse como es debido —respondió el cadí.

Capítulo 46

Es malo alimentar el duelo, porque es estéril.

Chrétien de Troyes,

Cligès

—Toma mis botas —dijo Guyana—. Te serán útiles.

Y tendió a Casiopea el par de botas que le había legado Poucet. Pero Casiopea las rechazó.

—He vivido muy bien sin ellas hasta el presente —le explicó—, mientras que a ti te han permitido venir hasta aquí e incluso encontrar a tu gentil amigo. Guárdalas.

Guyana de Saint-Pierre pareció dudar, pero un intercambio de miradas con Casiopea le hizo ver que era inútil insistir.

—En todo caso, querida hija —prosiguió—, hay una cosa que no me impedirás que te ofrezca; es esto.

Guyana sacó de una limosnera una piedra en la que se entremezclaban el negro y el blanco.

—¿Qué es? —preguntó Casiopea sintiendo como un hormigueo en el pecho.

—Esto hizo posible tu nacimiento, y el de tu padre —murmuró Guyana con una voz cargada de emoción—. Sin esta piedra nunca me hubiera quedado embarazada.

—¿Y hasta ahora no me habías hablado de ella?

—¿Debería haberlo hecho antes, cuando no eras más que una niña inocente?

—¿Y después?

—¿Después? ¿Debo recordarte que partiste, apenas adolescente, a la academia militar de Constantino Colomán?

—Porque tú me enviaste allí.

—Siguiendo los consejos de Chrétien de Troyes, y también porque…

Guyana tragó saliva, como si lo que iba a explicar a su hija fuera algo doloroso.

—Porque tu padre también había estado en la academia. He ahí el motivo —declaró en el tono de alguien que está pasando por una prueba difícil.

Se levantó, retorciéndose las manos, y empezó a caminar arriba y abajo entre la cama de su hija y la ventana. Una brisa ligera entraba en la habitación, moviendo las finas cortinas de algodón blanco.

—A pesar de todo, deseaba que te acercaras a tu padre. Aunque no quisiera hablarte de él, siempre consideré que había muerto, es cierto; pero también pensé siempre que es mala cosa alimentar el duelo. Porque es estéril. Por eso no me deshice en lágrimas cuando Alexis de Beaujeu me anunció la muerte de tu padre. En primer lugar, sobre todo, pensé en ti. Que nunca le habías conocido…

Casiopea se acercó a su madre.

—Mamá, te lo ruego, no nos peleemos ahora —imploró—. Pronto nos habremos separado, probablemente para siempre.

—Entonces toma esta piedra.

—Me niego a ser madre —replicó Casiopea, rechazando la piedra.

—Ahora tal vez. Pero ¿y mañana? Quién sabe lo que querrás dentro de seis meses, dentro de un año…

Casiopea se atrincheró en un silencio del que nada parecía poder sacarla.

—Soy una mujer, sé de qué hablo —prosiguió Guyana.

—Nunca.

—Ese joven, Emmanuel…, algo me dice que no le eres indiferente.

—Es un hospitalario, y se debe a su Señora.

—Que menciones eso me mueve a pensar que ha llamado tu atención.

—¡Mamá! Déjame tranquila. Todo lo que quiero es acabar mi obra.

—La terminarás, estoy segura. Para alguien como tú, que ha salido airosa de tantas pruebas, ¿qué puede haber más sencillo que acabar un cuento de aventuras?

Casiopea esbozó una sonrisa. Sí, algo le decía que lo conseguiría. Lo presentía.

—Creo saber por qué Simón ha perdido los estribos de repente —dijo súbitamente a su madre.

Esta la miró con expresión grave. ¿Qué iría a comunicarle ahora?

—Es a causa de
Crucífera
. Creo que Simón hubiera querido la espada para él. Era la de papá, de acuerdo. Pero él cree que debería corresponderle. Se consideraba el escudero de Morgennes, el que debía tomar el relevo. Ver a
Crucífera
entre las manos de una mujer, aunque sea la hija de Morgennes, le resultaba demasiado insoportable. Lo comprendí en Tartaria, y creo que él también lo comprendió, cuando la espada se puso a brillar…

Casiopea hizo una pausa. Necesitaba beber. Pero, por desgracia, adelantándose a su partida, los esclavos del hospital habían recogido la vajilla de la habitación. Lo único que podía refrescarla un poco eran unas magníficas naranjas, colocadas en una ensaladera decorada con versículos del Corán. Casiopea se acercó, tomó una y empezó a pelarla.

—Ah, era eso, pues —dijo Guyana—. Cuando Emmanuel y Gargano te trajeron de Tartaria, me hablaste de la espada…

—Si su hoja brillaba, no era a causa de los tártaros. Era a causa de Simón. El peligro era él.

Guyana la observó sin decir nada, y le colocó un mechón de cabellos en su sitio.

—También era lo que pensaba Emmanuel —corroboró.

Casiopea extrajo un gajo de naranja y se lo tragó.

—Está deliciosa. ¿Quieres? —ofreció a su madre, tendiéndole otro gajo.

Guyana lo aceptó y se deleitó paladeando la naranja, que era particularmente refrescante.

Había llegado el momento de separarse. Guyana se calzó las botas de Poucet y se cargó su equipaje a la espalda. Sobre la mesa de la habitación del
himaristan
dejó la extraña piedra que su hija había rechazado, así como un pequeño paquete.

—Aquí encontrarás el retrato que Pixel hizo del padre de Morgennes y de Azyme. Este cuadro te pertenece.

Luego miró por la ventana como si estuviera impaciente por echarse a volar.

—Aunque tu abuelo se haya borrado de él, siempre será un recuerdo —añadió.

Lanzó un profundo suspiro, se acercó a Casiopea y la estrechó entre sus brazos.

—Te lo ruego, toma esta piedra. Ahora es tuya, y nadie que no seas tú podrá tocarla. Ni siquiera yo… Si alguna vez deseas tener un hijo, esta draconita podrá ayudarte. Ya comprenderás por qué.

Casiopea asintió silenciosamente con la cabeza. No quería disgustar a su madre. Por otra parte, Guyana tenía razón: «No se puede saber lo que los próximos meses, los próximos años, nos depararán. De modo que es mejor que no cerremos el campo de lo posible».

Guyana apretó a su hija hasta casi ahogarla, en un último abrazo que valía por mil.

—Adiós, hija queridísima.

—Adiós, queridísima madre.

—Y si un día vas a la India, no dejes de visitarme.

—Te lo prometo.

Guyana se ajustó las correas de su costal y saltó por la ventana. Casiopea corrió hacia ella para ver si había aterrizado en el jardín, pero el lugar estaba vacío; solo vio a unos pájaros jugando en la fuente.

—Adiós, mamá —dijo Casiopea levantando los ojos hacia los cielos.

Capítulo 47

Soy el lugarteniente de los reyes de Ultramar, que no me autorizan a abandonarte la ciudad.

Conrado de Montferrat, citado por Abu Shama,

El libro de los dos jardines

De pie sobre las almenas de Tiro, Conrado de Montferrat veía cómo se acercaba el largo convoy de prisioneros que los mahometanos acababan de liberar. Cuando la escolta que los acompañaba hubo partido, levantó la mano para indicar a sus hombres que no bajaran el puente levadizo. —Primero quiero hablar con ellos.

Entre las numerosas banderas que daban colorido al cortejo de los que deseaban entrar en su ciudad, había reconocido la del antiguo rey de Jerusalén: Guido de Lusignan. Ahora bien, para él, este estandarte ya no significaba nada. Con el desastre de Hattin, Guido había perdido todo su prestigio, toda legitimidad para gobernar. Sin embargo, eso no fue obstáculo para que el antiguo monarca de Jerusalén se pusiera a aullar, desde lo alto de su caballo lleno de costras.

Other books

Men of War by William R. Forstchen
El juego de los Vor by Lois McMaster Bujold
A Death in the Asylum by Caroline Dunford
The Key by Whitley Strieber
Margo Maguire by Saxon Lady
The English Boys by Julia Thomas