—¿Qué le estás diciendo?
Aquello lo preguntó una de las chicas que sujetaba la cuerda pegada a la bolsa.
—Le informo de lo mucho que estoy disfrutando de esto. De lo mucho que disfruto de mi venganza. ¿Te importa?
Thomas jamás había sentido tal arrogancia en ella. O era muy buena actriz o había empezado a volverse loca, puesto que hacía gala de doble personalidad.
—Bueno —respondió la otra chica—, me alegra que te estés divirtiendo tanto, pero tenemos que darnos prisa.
—Lo sé —asintió Teresa. Agarró a Thomas de los laterales de su cabeza con todavía más fuerza y le zarandeó. Después, apretó la boca contra el áspero tejido, empujándola hacia su oreja. Cuando habló, de nuevo con aquel cálido susurro, sintió su aliento caliente a través de la tela del saco—: Aguanta. Acabará pronto.
Aquellas palabras adormecieron el cerebro de Thomas; no tenía ni idea de qué pensar. ¿Estaba siendo sarcástica?
Le soltó y se retiró.
—Vale, salgamos de aquí. Aseguraos de chocar con todas las piedras que podáis por el camino.
Sus captoras empezaron a caminar, arrastrándole tras ellas. Notaba el terreno lleno de baches conforme tiraban de él; el gran saco no le proporcionaba ninguna protección. Dolía. Arqueó la espalda y apoyó todo el peso sobre los pies para que sus zapatos fueran la zona más castigada por los impactos. Pero sabía que no resistiría eternamente.
Teresa caminaba a su lado mientras tiraban de su cuerpo. Podía distinguirla a través de la arpillera.
Entonces Minho empezó a gritar, pero su voz se perdía en la distancia porque el sonido del arrastre sobre la tierra le dificultaba entenderlo. Pero lo que sí oyó Thomas, sin embargo, le dio un poco de esperanza. Entre nombres confusos y no muy halagüeños, Thomas oyó las palabras «os encontraremos», «el momento adecuado» y «armas».
Teresa volvió a darle un puñetazo en el estómago y Minho se calló.
Y avanzaron por el desierto, mientras Thomas rebotaba sobre la tierra como un saco de ropa sucia.
• • •
Thomas se imaginó cosas horribles mientras se desplazaban. Sus piernas se debilitaban a cada segundo y sabía que en cualquier momento tendría que bajar el cuerpo al suelo. Imaginó las heridas sangrantes, las cicatrices permanentes.
Pero quizá no importaba. Planeaban matarle de todas formas.
Teresa le había pedido que confiara en ella. Y aunque le costaba mucho hacerlo, estaba intentando creerla. ¿Acaso todo lo que le había hecho desde que reapareció con las armas y el Grupo B era, en realidad, una actuación? Si ese no era el caso, ¿por qué seguía susurrándole que confiara en ella?
Thomas le dio vueltas en la cabeza al asunto hasta que ya no pudo concentrarse más. Le estaban dejando el cuerpo en carne viva y sabía que debía encontrar el modo de evitar que cada centímetro de su piel quedara arañado.
Las montañas le salvaron.
Cuando empezaron a subir la empinada cuesta, sin duda les resultó difícil arrastrar el cuerpo por el suelo como antes. Intentaron moverlo a tirones, dejándolo caer un par de metros para luego volver a tirar de él. Finalmente, Teresa dijo que sería más fácil llevarlo de los hombros y los tobillos. Y que lo harían por turnos.
A Thomas se le ocurrió una idea tan obvia que pensó que tal vez estaba pasando algo por alto:
—¿Por qué no me dejáis que vaya andando? —preguntó a través de la arpillera con la voz amortiguada y áspera por la sed—. Bueno, tenéis armas. ¿Qué voy a hacer?
Teresa le dio una patada en el costado.
—Cállate, Thomas. No somos idiotas. Estamos esperando a que tus amigos clarianos no nos vean.
Hizo lo que pudo por reprimir su quejido cuando le asestó una patada en la caja torácica.
—¿Eh? ¿Por qué?
—Porque eso es lo que nos han ordenado. ¡Ahora cállate!
—¿Por qué le cuentas eso? —susurró una de las otras chicas con dureza.
—¿Qué importa? —respondió Teresa, sin ni siquiera tratar de ocultar lo que estaba diciendo—. Vamos a matarle de todos modos. ¿A quién le importa si sabe que es lo que nos dijeron que hiciéramos?
«Nos dijeron que hiciéramos —pensó Thomas—. CRUEL».
Una chica distinta intervino:
—Bueno, ya apenas puedo verlos. En cuanto lleguemos a esa grieta de ahí, estaremos fuera de su vista y nunca nos encontrarán. Incluso aunque nos sigan.
—Muy bien —contestó Teresa—, llevémosle hasta ahí.
Unas manos agarraron a Thomas y le izaron al aire. Por lo que veía a través del saco, Teresa y tres de sus nuevas amigas le estaban llevando. Caminaron con cuidado entre las rocas, rodeando árboles muertos, sin dejar de subir. Las oía respirar con dificultad, olía su sudor y las odiaba cada vez más a cada nueva sacudida que daban. Incluso a Teresa. Intentó de nuevo llegar hasta su mente, para salvar su confianza en ella, pero no estaba allí.
La caminata montaña arriba continuó por lo menos una hora, con algunas paradas aquí y allá para que las chicas cambiaran de sitio. Como mínimo, habían doblado la distancia desde que dejaron a los clarianos. El sol estaba alcanzando un punto en el que resultaría peligroso, el calor era sofocante. Pero entonces rodearon una enorme pared, el suelo se aplanó un poco y hubo sombra. El aire más fresco era un alivio.
—Muy bien —dijo Teresa—, soltadlo.
Sin más ceremonia, la obedecieron y Thomas se golpeó contra el suelo con un fuerte gruñido. Aquello le dejó sin respiración y se quedó allí, intentando recuperar el aliento mientras comenzaban a desatar las cuerdas. Cuando consiguió respirar con normalidad, ya le habían quitado el saco.
Parpadeó, mirando a Teresa y sus amigas. Todas le apuntaban con sus armas, lo que parecía ridículo. De algún rincón, sacó un poco de valentía:
—Chicas, debéis de tener un alto concepto de mí, las veinte con cuchillos y machetes y yo sin nada; me siento muy especial.
Teresa retrocedió con su lanza.
—¡Espera! —gritó Thomas, y ella se detuvo. Alzó las manos para defenderse y, despacio, se puso de pie—. Mira, no voy a intentar nada. Llevadme a donde sea que vayamos y entonces dejaré que me matéis como un chico bueno. De todos modos, no tengo una fuca cosa por la que vivir.
Miró directamente a Teresa al decir aquello y trató de poner el máximo rencor posible en sus palabras. Todavía se aferraba a la pequeña esperanza de que aquello terminara teniendo sentido, pero, fuera como fuera, después de cómo le habían tratado, no estaba de muy buen humor.
—Vamos —replicó Teresa—, estoy harta. Entremos en el Paso para poder dormir lo que queda de día. Esta noche empezaremos a cruzarlo.
La chica de piel oscura que había ayudado a meterlo en el saco fue la siguiente en hablar:
—¿Y qué hacemos con este tío, al que hemos estado arrastrando las últimas horas?
—No te preocupes, le mataremos —contestó Teresa—. Le mataremos tal y como nos dijeron que hiciéramos. Es su castigo por lo que me hizo.
Thomas no podía imaginarse lo que Teresa pretendía decir con su última afirmación. ¿Qué le había hecho? Pero su mente se entumeció mientras caminaban y caminaban y caminaban, por lo visto de vuelta al campamento del Grupo B. Un ascenso continuo cuesta arriba, el esfuerzo le quemaba las piernas. Un risco escarpado a la izquierda les mantenía a la sombra mientras avanzaban, pero todo seguía siendo rojo, marrón y caliente. Seco. Polvoriento. Las chicas le dieron unos sorbos de agua, pero estaba seguro de que cada gota se evaporaba antes de llegarle al estómago.
Alcanzaron una gran hendidura en la pared este justo cuando el sol del mediodía estallaba sobre sus cabezas, una gran bola de fuego dorada que se cernía sobre ellos, abrasándolos hasta casi convertirlos en cenizas. La cueva, poco profunda, entraba unos doce metros en la pared de la montaña; aquel era obviamente su campamento y parecía como si llevaran allí uno o dos días. Había mantas esparcidas, los restos de un fuego y algo de basura amontonada en un rincón. Tan sólo había tres personas —chicas, como el resto— cuando llegaron, lo que significaba que habían creído que necesitaban a casi todo el grupo para secuestrar a Thomas.
¿Con sus arcos y flechas, sus cuchillos y machetes? Menuda tontería. Con tan sólo unas cuantas se hubieran apañado.
Por el camino, Thomas se había enterado de algunas cosas. La chica de piel oscura se llamaba Harriet, y la que siempre la acompañaba, de pelo rubio rojizo y una piel muy blanca, era Sonya. Aunque no estaba seguro, supuso que aquellas dos habían estado al mando la mayor parte del tiempo hasta que llegó Teresa. Actuaban con cierta autoridad, pero al final siempre la respetaban a ella.
—Vale —dijo Teresa—, atémosle a ese árbol feo —señaló el esqueleto, blanco como un hueso, de un roble cuyas raíces aún se aferraban al suelo rocoso aunque, debía de llevar muerto años y años—. Y podríamos también darle de comer para que no proteste y se queje durante todo el día, manteniéndonos despiertas.
«Está pasándose un poco, ¿no?», pensó Thomas. Fueran cuales fueran sus auténticas razones, sus palabras comenzaban a resultarle un poco ridículas. Ya no podía negarlo más: estaba empezando a odiarla de verdad, sin importar lo que hubiera dicho al principio.
No se resistió mientras le ataban el torso al tronco y le dejaban las manos libres. En cuanto lo tuvieron bien atado, le dieron algunas barras de cereales y una botella de agua. Nadie le hablaba ni le miraba a los ojos. Y, por extraño que parezca, le dio la impresión, de que todas se sentían un poco culpables. Empezó a comer y, mientras lo hacía, se fijó en lo que le rodeaba. Sus pensamientos vagaron por todo aquel lugar mientras las demás empezaban a prepararse para dormir durante el resto del día. Algo no estaba bien en todo aquello.
La actitud de Teresa no le parecía teatral. Nunca se lo había parecido. ¿Sería posible que estuviese haciendo exactamente lo contrario de lo que había dicho? ¿Pretendía hacerle creer que podía confiar en ella cuando su verdadero plan había sido y era…?
Sobresaltado, recordó el cartel que había en la puerta del dormitorio de la chica. La Traidora. Se había olvidado completamente hasta aquel momento. Las cosas empezaban a tener más sentido.
CRUEL era quien mandaba. Ellos eran los supervivientes de ambos grupos. Si le ordenaran que le matase, ¿lo haría? ¿Para salvarse a sí misma? ¿Y qué era aquella frase que había soltado sobre que Thomas le había hecho algo? ¿Estaban manipulando sus pensamientos? ¿Estaban acaso haciendo que ya no le gustara?
Además estaban su tatuaje y los letreros de la ciudad. El tatuaje le había avisado; los carteles proclamaban que él era el auténtico líder. La etiqueta junto a la puerta de Teresa había sido otro aviso. Aun así, no tenía armas y estaba atado a un árbol. El Grupo B le superaba en número, eran más de veinte y todas tenían armas. Era facilísimo.
Suspiró al terminar su comida y se sintió un poco mejor físicamente. Y aunque no sabía muy bien de qué iba todo aquello, confiaba en estar a punto de comprenderlo. No podía abandonar.
Harriet y Sonya tenían sus camastros cerca, no dejaban de mirarle con disimulo mientras se preparaban para dormir. De nuevo, Thomas se percató de las expresiones de vergüenza o culpa y lo consideró una oportunidad para luchar por su vida mediante palabras.
—Vosotras en realidad no queréis matarme, ¿verdad? —preguntó en un tono que insinuaba que las había pillado mintiendo—. ¿Alguna vez habéis matado a alguien?
Harriet le lanzó una mirada asesina justo cuando iba apoyar la cabeza sobre un montón de mantas. Se incorporó sobre un hombro.
—Según lo que nos contó Teresa, escapamos de nuestro Laberinto tres días antes que tu grupo. Hemos perdido menos gente y matado más laceradores para conseguirlo. Creo que acabar con un adolescente del montón no nos costará demasiado.
—Piensa en la culpa que sentirás.
Tan sólo le quedaba esperar que aquella idea profundizara en ellas.
—Lo superaremos.
Le sacó la lengua —¡sí, le sacó la lengua!—, luego recostó la cabeza y cerró los ojos.
Sonya se sentó con las piernas cruzadas; no parecía que fuera a dormirse pronto.
—No nos queda más remedio. CRUEL nos dijo que ese era nuestro único cometido. Si no lo hacemos, no nos dejarán entrar en el refugio seguro. Moriremos aquí, en la Quemadura.
Thomas se encogió de hombros.
—Eh, lo entiendo. Me sacrificáis por vosotras. Muy noble.
Se lo quedó mirando un buen rato y él tuvo que luchar por no bajar la mirada. Al final, ella apartó la suya y se tumbó de espaldas a Thomas.
Teresa se acercó con el ceño fruncido por el enfado.
—¿De qué estáis hablando?
—De nada —masculló Harriet—. Le he dicho que se calle.
—Cállate —ordenó Teresa.
Thomas soltó una risotada sarcástica.
—¿Qué vas a hacer si no lo hago, matarme?
No dijo nada, se limitó a mirarle con el rostro inexpresivo.
—¿Por qué me odias de repente? —preguntó Thomas—. ¿Qué es lo que te he hecho?
Sonya y Harriet se dieron la vuelta para escuchar mientras miraban a uno y a otro.
—Ya sabes lo que hiciste —espetó Teresa—. Igual que todas aquí. Se lo he contado. Pero aun así, no me rebajaría a tu nivel para intentar matarte. Tan sólo lo hacemos porque no nos queda más remedio. Lo siento, la vida es dura.
¿Había visto algo en sus ojos?, se preguntó Thomas. ¿Qué trataba de decirle?
—¿De qué estás hablando, rebajarte a mi nivel? Nunca he matado a un amigo para salvarme el culo. Nunca.
—Ni yo tampoco. Por eso me alegro de que no seamos amigos —empezó a darse la vuelta.
—¿Y qué es lo que te he hecho? —preguntó Thomas enseguida—. Perdona, creo que tengo un lapsus mental. Bueno, ya sabes que tenemos muchos problemas de memoria por aquí. Recuérdamelo.
Teresa se dio la vuelta y le fulminó con la mirada.
—No me insultes. No te atrevas a sentarte ahí y hacer como que no ha pasado nada. Ahora cállate o te partiré esa bonita cara tuya.
Se fue a zancadas y Thomas se quedó callado. Después se movió hasta que estuvo cómodo, con la cabeza apoyada en la madera muerta del árbol. La situación actual apestaba, pero estaba decidido a resolverla y sobrevivir.
Al final se durmió.
Thomas durmió de manera irregular, dando vueltas de un lado a otro, intentando encontrar una postura cómoda sobre la dura roca. Finalmente, cayó en un profundo letargo y entonces vino el sueño.