Las pinturas desaparecidas (18 page)

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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

BOOK: Las pinturas desaparecidas
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Por fin descubrí el cuadro en el llamado «Depósito digital». La colección del museo contaba con más de ciento veinte mil piezas de arte, un número inmenso que era imposible mantener expuesto de manera permanente. De esta forma, habían decidido dar a conocer los fondos al público mostrando en una gran sala una selección que cambiaba de continuo mediante técnicas digitales. Era una abigarrada colección de objetos artísticos de todas las épocas: pinturas, esculturas, una televisión de la década de los años sesenta, un enorme espejo con un marco barroco de plata, un aspirador, dibujos. Todos los objetos estaban colgados y en pie al lado, debajo y encima los unos de los otros, yendo desde el suelo hasta el alto techo.

El lienzo que yo quería ver se encontraba colgado en diagonal encima de un cuadro de Rob Schölte. Mediante una gran pantalla táctil transparente se podía acceder a la información sobre cada uno de los objetos. Cuando toqué en la pantalla el contorno de
Los peregrinos de Emaús
, comenzó un relato acerca de la historia de esa falsificación, que utilizaba imágenes antiguas del noticiero cinematográfico. Vi cómo Van Meegeren entraba en la sala de la audiencia, cómo realizaba una nueva pintura en el estilo de Vermeer ante un grupo de especialistas, para demostrar que realmente era capaz de pintarla, y cómo después de su muerte se subastaban los objetos de su casa en el Keizersgracht, incluido el famoso jarrón que había pintado en una de sus falsificaciones y que conservaba sencillamente en su cuarto de estar, encima de la mesa. La gente había hecho largas colas para poder echar un vistazo a la casa de este hombre durante los días de exposición que precedieron a la subasta.

Después de registrar toda esta información, volví a colocarme ante el lienzo, porque al fin y al cabo era lo que me importaba. En la época en que lo compraron había sido elogiado por su belleza para después, cuando se dio a conocer que se trataba de una falsificación, finiquitarlo como un cuadro incapaz de soportar la sombra de un auténtico Vermeer. Me pregunté si hoy en día las miles de falsificaciones de artistas famosos que aún estaban en circulación, algo seguro en opinión de Adriaan Mantingh, podían ser desenmascaradas tan fácilmente por los nuevos entendidos en materia de arte. Según algunos, había muchas más falsificaciones de este hombre recorriendo el mundo, porque Van Meegeren también tenía un especial talento para imitar a Pieter de Hooghs. El lienzo que yo quería hacer público a través del ALR reavivaría sin duda esa discusión.

De regreso a Amsterdam, Jaap Tielemans me llamó por teléfono. El ama de llaves de Van Berkhout le había informado de que acababa de descubrir que sí faltaba algo de la casa de su patrono. Por razones lógicas, en primera instancia se concentró en la valiosa colección, pero de ella por fortuna no había desaparecido nada. Hasta que no se puso a arreglar la mesa del despacho no se dio cuenta de que faltaba un catálogo que había estado allí cuando Van Berkhout aún vivía.

Lo buscó por todas partes y no lo encontró, y puede que ya fuera mayor, pero estaba muy segura de lo que decía. Las semanas anteriores había visto con frecuencia al «señor Victor» estudiando muy concentrado ese catálogo. Según ella, los tratantes de arte y las casas de subastas, que desde luego conocían su incesante afán coleccionista, le enviaban a menudo catálogos. Del catálogo que ahora faltaba recordaba que se lo había entregado Terborgh personalmente, un conocido íntimo de su señor que iba a visitarle con regularidad.

Si no le hubiera hablado a Jaap del asunto que tenía entre manos, sobre todo del hecho de que el catálogo que contenía la colección Lisetsky completa era la base de esa subasta encubierta que se estaba llevando a cabo, probablemente no habría dado mayor importancia a la información del ama de llaves, pero ahora era muy distinto y no le quedaba más remedio que agarrarse de nuevo a la única conexión que tenía: el propio Terborgh. Quería comunicármelo porque le había pedido que le dejara en paz de momento. Para su sorpresa, estuve de acuerdo. Ahora que sabía dónde podía localizar a Paul Vis, me venía incluso muy bien poder tantear a Terborgh.

Cuando le pedí estar presente en el interrogatorio, me dijo que no. Estaban recibiendo muchas presiones en este asunto y se había decidido que lo que menos falta hacía era la injerencia de un detective privado en un caso tan delicado para la policía judicial. Además, trabajaba con Anton de Vilder, un colega suyo que no podía verme ni en pintura. Por lo demás, la mayoría de los colegas de Jaap aborrecían a los detectives privados: la vieja historia del policía que se mata a currar como un esclavo en un trabajo pagado de mierda frente al muchacho que goza de libertad y gana bastante dinero. Siempre que eso fuera verdad, naturalmente, porque la mayoría de esos muchachos libres curraban mucho, casi siempre realizaban el mismo trabajo aburrido y también se pasaban la vida calculando cuándo podrían jubilarse. Yo era una excepción entre ellos y, aunque me daban igual las envidias que pudiera despertar, eso no hacía mi trabajo más fácil.

Aunque estaba claro que Jaap habría preferido que no lo hiciera, insistí, pues me estaba oliendo una oportunidad inesperada de presionar a Terborgh. Interrogarle en casa no era una opción, ya que había que mantenerlos separados a él y a su mujer. Hasta que no sugerí a Jaap que fuéramos a buscar a Terborgh a casa por la noche, no estuvo de acuerdo. Le expliqué que a eso de las nueve ya no habría casi nadie en la comisaría, o al menos De Vilder no estaría, y podría entrar por el aparcamiento para no tener que pasar por la recepción si quería estar seguro de que no nos vieran juntos en una sala de interrogatorios.

Yo tampoco tenía ninguna necesidad de que la policía judicial se inmiscuyera en mi asunto. Confiaba plenamente en Jaap, pero no sucedía lo mismo con la mayoría de sus colegas. Había visto demasiadas veces cómo un caso se había ido al garete por negligencia, desinterés, incompetencia o también sencillamente debido al cansancio o a una excesiva presión laboral.

Después de haber estado escuchando su voz durante tantas horas, esa noche me encontraba por primera vez al lado de Terborgh. Jaap era quien llevaba el peso de la conversación, y yo me mantenía apoyado en la pared detrás de él, para así poder observarle bien. La sala de interrogatorios estaba mal ventilada y olía a sudor y a tabaco. Sobre todo a esto último, porque, desde que entrara en vigor la prohibición de fumar también en este edificio, el personal se había apropiado del cuarto como último reducto para encenderse un cigarrillo, aunque no se estuviera interrogando a nadie.

A pesar del penetrante olor, yo seguía oliendo el perfume o la loción para después del afeitado que llevaba Terborgh. El contraste con esta mugrienta habitación le confería un aspecto aún más pulcro. La fina raya en su cabello, las cejas depiladas y las manos y las uñas bien cuidadas por una manicura: estaba claro que acudía con regularidad a un salón de belleza. La ropa le quedaba que ni pintada y, al entrar, había doblado con esmero su abrigo y lo había dejado sobre una de las sillas. Llevaba una americana bajo la que asomaban los puños almidonados de una camisa de un blanco impoluto. Cuando movía las manos, sus sólidos gemelos de plata golpeaban en el tablero de la mesa.

Con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas descansando sobre la mesa, aguardaba lo que fuera a venir con tranquilidad. Parecía más cauteloso que incómodo y respondía las preguntas de Jaap con mesura y amabilidad, pero a pesar de todo era evidente que, en lo que a él respecta, aquí se hallaban enfrentados dos mundos completamente distintos. Yo no sabía con exactitud cómo definiría él el nuestro, pero seguro que a sus ojos no simbolizábamos el refinamiento y el arte ni tampoco encarnábamos la cultura y el éxito, esos elementos tan importantes para él.

Hasta ahora, Jaap sólo le había preguntado por su relación con Van Berkhout y él le había descrito pacientemente que era una relación normal entre un coleccionista de arte, con un profundo conocimiento de la materia, y un marchante en obras de arte de gran reputación, que le aconsejaba en lo concerniente a las nuevas adquisiciones de su colección. En su boca sonaba como si ambos fueran dos partes que se encontraban a un mismo nivel, y no pude evitar tener la impresión de que eludía a propósito el verbo «vender». Probablemente otros también pudieran vender, pero el asesoramiento experto era algo que le estaba reservado a él, porque eso había que dejarlo bien claro: la empresa Terborgh & Terborgh no era una empresa cualquiera. Si nos veíamos en la necesidad de informarnos al respecto, estaba seguro de que otros lo confirmarían.

Cuando Jaap sacó a colación el catálogo desaparecido, me quedé mirando el rostro de Terborgh con mucha atención, pero no percibí la más mínima reacción. Y eso era extraño, pues por lo menos esperaba que le hubiera causado sorpresa. Algo habría oído que de alguna manera le hubiera preparado para este giro en el interrogatorio.

Jaap también se dio cuenta y dijo:

—¿No le sorprende?

—Pues sí, naturalmente, pero he de decir que su relato me parece bastante extraño. ¿Está usted seguro de que no se equivoca? ¿Ha buscado bien el ama de llaves?

Jaap no siguió por ahí y le preguntó:

—¿Qué clase de catálogo era el que llevó usted personalmente a casa del señor Van Berkhout?

Terborgh pensaba rápido y ya había empleado el poco tiempo transcurrido en inventarse una respuesta:

—Dentro de poco se celebrará en Nueva York una subasta de la colección de un conocido coleccionista norteamericano. Ese caballero ha fallecido no hace mucho y ahora la colección se venderá por encargo de sus herederos. Le enseñé el catálogo a Victor porque suponía que le interesaría.

Era muy probable que existiera ese catálogo, pero yo estaba casi seguro de que no era el que le había llevado a Van Berkhout. Me separé de la pared y me senté junto a Jaap.

—Lo que no nos cabe en la cabeza es para qué demonios quiere alguien ese catálogo. ¿A quién le da por llevarse algo así? ¿Usted lo entiende?

Lo dije con amabilidad, invitándole a que se pusiera a pensar con nosotros y nos ayudara a comprenderlo. Por primera vez Terborgh me miró con mayor interés. Todavía no parecía preocupado porque ¿qué teníamos en realidad contra él? Se había perdido un catálogo, ¿y qué?

—No, por supuesto que no. Pero se lo digo una vez más: debe de haber otra explicación. Perdonen, pero no comprendo muy bien adonde quieren ir a parar. No les puedo decir más de lo que ya les he dicho. —Sonaba como si pudiéramos tener plena confianza en él y se hubiera esforzado al máximo por complacernos.

—¿Está usted seguro?

Se lo pregunté con el mismo tono amable, pero Terborgh reaccionó como si le hubiera picado una avispa. Sin responderme, se dirigió a Jaap:

—Le he acompañado suponiendo que podía ayudarle, pero desde luego no con la idea de que iba a ser considerado un sospechoso. Me parece escandaloso el modo como estoy siendo tratado por su colega. Y con esto termina esta conversación. —Se levantó y se dispuso a salir.

Yo me había quedado sentado, ligeramente sorprendido por verle perder los papeles tan rápido. Esa era una ventaja inesperada y decidí aprovecharla en seguida:

—¿Le dice algo el nombre de Lisetsky?

Él ya estaba de espaldas a mí, de manera que no pude captar la primera reacción de su rostro. Sin embargo, cuando se volvió había cambiado por completo. Ahora, por primera vez, se había puesto claramente alerta y respondió:

—¿Perdón?

Le repetí la pregunta y le sugerí que haría mejor volviéndose a sentar. Titubeó por un instante, pero luego tomó asiento.

—Responda la pregunta, por favor.

—Como especialista en arte, desde luego que conozco el nombre de Lisetsky. ¿Por qué me lo pregunta?

—Tenemos razones para creer que usted está involucrado en la venta de la colección Lisetsky. En nuestra opinión, el catálogo que usted entregó en casa del señor Van Berkhout también guarda relación con el asunto.

—¡Dios mío!, ¿de dónde se ha sacado eso? —Tenía que sonar como si hubiera oído algo ridículo, pero a su voz le faltaba ese convencimiento y se quedó mirándome expectante.

—Eso me gustaría tratarlo más tarde —respondí—, pero puede estar seguro de que sabemos que usted está haciendo de intermediario en la venta. Por tanto, está implicado en la venta de una colección de arte muy valiosa que fue robada a la familia Lisetsky durante la Segunda Guerra Mundial. Esas personas fueron gaseadas y de la colección nunca más se supo, hasta que apareció usted en escena.

Hasta aquí podía demostrarse todo, en efecto, pero no sucedía lo mismo con la continuación.

—Tenemos razones para pensar que usted ofreció el catálogo de la colección también al señor Van Berkhout. Ese catálogo ha desaparecido y Van Berkhout ha sido asesinado, lo cual nos parece motivo suficiente para considerarle sospechoso en este caso de asesinato. Para ser más exacto, principal sospechoso.

Como Jaap ya había observado, era bastante pintoresco que, gracias a las conversaciones que teníamos grabadas, supiéramos que no podía ser sospechoso del asesinato, pero eso no lo sabía Terborgh, y nosotros habíamos quedado en sacarle el máximo provecho.

—Ya es suficiente —me gruñó Terborgh—, esta conversación ha terminado. No tiene ninguna prueba que demuestre esas tonterías que está diciendo. Mañana por la mañana tendrá noticias de mi abogado. —Y sin aguardar a nuestra reacción, se dispuso a levantarse.

Este hombre ya había agotado mi paciencia. Tras su fachada de educación y arrogancia contenida, pensaba enriquecerse con la venta de una colección de arte que perteneció a personas que fueron gaseadas como animales y además era un fanfarrón. Le cogí por los hombros y le senté de nuevo en la silla. De mi voz había desaparecido todo signo de amabilidad cuando le espeté:

—¡Siéntese y escuche! Si se niega, ya me encargaré yo personalmente de arruinar su reputación. Imagíneselo: la histórica empresa dedicada al arte Terborgh & Terborgh se enriquece con obras de arte robadas por los nazis a judíos gaseados. Tenemos pruebas más que suficientes de que usted está involucrado en esa venta.

Había tocado una fibra sensible que le hizo perder el control por completo. La conversación derivaba por un derrotero muy distinto del que habría podido suponer. Le estaban acusando de asesinato y, para colmo de desdichas, le amenazábamos con arruinar su reputación. Era más de lo que podía soportar.

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