Aunque el comportamiento de estas personas en el aspecto moral fuera censurable, sabía que desde el punto de vista jurídico no podía hacerse nada. Antes al contrario: si sus nombres salían a la luz, probablemente no dudarían ni un segundo en contratar caros abogados para exigir satisfacciones y compensaciones económicas por acusaciones infundadas —ya que no podían demostrarse— y difamación. Tenía algo en mi poder, pero aún no sabía cuál era la mejor manera de usarlo.
Jaap me llamó para decirme que lo que había averiguado confirmaba mis sospechas. Paul Vis había estado trabajando sobre todo con dos bancos ingleses. Basándose en una serie de garantías presentadas, le habían concedido unos topes comerciales y podía hacer negocios dentro de esos márgenes. Cuando las llamadas «posiciones abiertas» que él había ocupado se movieron en la dirección equivocada, con el consiguiente aumento de pérdidas, que se produciría en el caso de que se cerraran en ese momento, sus proveedores de fondos le pidieron garantías adicionales. Al no poder ofrecérselas, le bloquearon todos los negocios que tenía en marcha y en un instante pasó de ser un comerciante activo a ser un espectador impotente que ya no podía ni actuar ni intervenir en su propio nombre para mejorar su posición.
El hombre que nos había recibido en su lujoso apartamento, dándonos la impresión de tener todo bajo control, en ese momento ya ni siquiera era capaz de dirigir sus propios negocios. El dinero de la venta de los cuadros de su padre tendría que haber puesto fin a esta situación, tendría que haber vuelto a colocarle en el asiento del conductor. Hasta que llegara ese día, debería mantener contentos a los bancos y a su novia, y luego también a nosotros, haciéndonos creer que no pasaba nada.
Cuando ya había transcurrido más de una semana desde la muerte de Paul Vis y su novia, decidí que ya había llegado la hora de visitar a los padres.
Aunque salí temprano, me topé con varias retenciones. Di gracias por no tener que recorrer este camino todos los días y, en lugar de enfadarme, empleé el tiempo en relajarme para preparar el importante encuentro que me estaba esperando. Escuché música clásica en la radio y bebí café del termo que me había preparado.
Poco después de pasar Amberes, salí de la autopista y continué el viaje por un paisaje ligeramente ondulado. Las aldeas, las granjas y los campos agrícolas transmitían paz. Apenas encontré tráfico, y la vida parecía desarrollarse de puertas adentro tras los postigos cerrados de las casas por las que pasaba con el coche.
Para evitar, en la medida de lo posible, sorpresas, había adquirido la costumbre de recabar información sobre las personas con quienes debía tratar. La casualidad quiso que lo que había conseguido averiguar sobre Johan Vis fuera la consecuencia de mi búsqueda en el pasado de Van Berkhout. La mañana después de haber dormido tan mal, preguntándome por la razón de que Van Berkhout hubiera reaccionado de manera tan inesperada cuando Terborgh le ofreció la colección Lisetsky, decidí profundizar en su pasado. Tenía una ventaja: mi instinto me decía por dónde empezar. De todo lo que había leído sobre él en los periódicos se deducía que sólo tenía una mácula en su impresionante hoja de servicios: sus actividades durante la guerra.
Llamé a la redacción del diario
NRC Handelsblad
para preguntar en qué fuentes se había basado el artículo sobre la supuesta colaboración de Van Berkhout con los alemanes. La respuesta era evidente: el NIOD, el Instituto Neerlandés de Documentación sobre la Guerra.
No tuve que ir muy lejos, porque su sede se encontraba en un monumental edificio del Herengracht, en Amsterdam. Allí podía entrar en la mayor biblioteca y consultar los archivos más completos sobre la historia neerlandesa durante la Segunda Guerra Mundial. Ya había pasado por delante del inmueble más veces y nunca habría pensado que llegaría el día en que tuviera un motivo concreto para entrar.
En el NIOD, en efecto, tenían un
dossier
sobre Van Berkhout, pero no podía consultarlo sin más, ya que estaba siendo objeto de una investigación judicial. Una llamada telefónica de Jaap Tielemans fue suficiente para que esto cambiara, pues a fin de cuentas Van Berkhout acababa de ser asesinado y la investigación todavía estaba en marcha. Al final, antes de acceder a los archivos, me recibió el director y me prometió toda su colaboración, intentando sonsacarme de manera educada la razón de mi interés por las actividades de Van Berkhout durante la guerra. ¿Esperaba encontrar algo que pudiera arrojar luz sobre su muerte violenta? Aunque estaba seguro, respondí que no podía excluirse esa posibilidad. Entre tanto, Jaap y yo ya habíamos llegado a la conclusión de que, por lo que nos había contado Terborgh, Paul Vis era en este momento el sospechoso más evidente, pero éste ni siquiera había nacido cuando acusaron a Van Berkhout de colaboracionismo —tanto tendría yo ahora que retroceder en el tiempo— y, como es lógico, tampoco encontraría su nombre en el
dossier
que ahora sí me permitían consultar.
El
dossier
Van Berkhout constaba de diversas carpetas gruesas en las que difícilmente pude descubrir orden alguno. Todo parecía allí archivado de manera arbitraria y con prisas, y me pregunté cuándo lo habría visto alguien por última vez. Era un revoltijo confuso de los artículos más dispares. Documentos oficiales mecanografiados, la mayoría ya caducados, escritos por numerosos funcionarios públicos, entre los que se hallaban juristas y funcionarios de la Dirección General de la Administración Especial de Justicia. Gracias a la proverbial meticulosidad alemana, se habían conservado también muchos contratos redactados en alemán, lo cual dificultaba su lectura, en los que se concedían encargos de construcción. Y repartidas de forma arbitraria por el
dossier
, había toda clase de cartas y notas breves escritas a mano sobre todo tipo de cuestiones y a menudo casi todas ilegibles, y unos cuantos artículos de periódico que trataban del caso Van Berkhout, pero también en un sentido más general de la implicación del ramo de la construcción en la realización de diversas obras para el invasor alemán.
Pronto tuve una cosa clara: la construcción de obras de defensa para el invasor alemán había resultado un gran negocio, y muchos contratistas neerlandeses habían ganado con estas obras mucho dinero. Probablemente nunca antes habrían tenido tanto trabajo, y leí que en no pocos casos llegaron a formar consorcios para poder llevar a cabo conjuntamente las obras de más envergadura que les encargaban los alemanes. ¿Dispondrían ya por entonces de hormigoneras, o se realizaría a mano la mezcla de esos innumerables metros cúbicos de hormigón? Los almacenes para la munición, las casamatas de ametralladoras, los fosos contra tanques, las fortificaciones completas con comedores y dormitorios, las redes de galerías subterráneas... en algún lugar leí que se estimaba en más de veintitrés mil las obras de defensa de este tipo. La mayor de todas fue el Muro Atlántico, levantado kilómetro a kilómetro en las dunas contra una posible invasión por mar de los aliados.
Mientras iban pasando las horas, de los documentos con un contenido más jurídico iba surgiendo la imagen de que se había intentado formular una acusación fundada contra Van Berkhout, pero poco a poco habían comprendido que sería difícil condenarle. Había sido uno de tantos, y cogerlos a todos era una tarea que excedía con mucho las posibilidades de la Dirección General de la Administración Especial de Justicia. Los ánimos parecían ir perdiéndose de forma paulatina, y además cada vez había más presiones de otros departamentos del Estado por hacer que prevaleciera el interés de la reconstrucción.
Al final no se llegó a juicio. A pesar de todo, me imaginé que Van Berkhout no estaría contento, por no decir algo peor, con la publicidad negativa que recibía en muchos artículos periodísticos. Quizá eso contribuyera también a que tomase la decisión de trabajar el resto de su vida en el anonimato con la mayor discreción posible.
Pasó mucho tiempo, ya era bien entrada la tarde, antes de poder encontrar algo que me diera un punto de referencia, pero cuando llegó resultó muy atinado. En un documento mecanografiado que constaba de decenas de páginas repletas de jerga jurídica se hacía recuento del material probatorio disponible y se estimaba su validez en el caso de que llegara a presentarse ante el juez. En medio de un sinfín de pruebas, consistentes sobre todo en contratos que Van Berkhout había firmado con los alemanes, aparecía un asunto que desentonaba. Para evitar su propio procesamiento, un antiguo socio de Van Berkhout había prestado una declaración que le inculpaba bastante.
Casi me quedé sin aliento cuando leí el nombre: «J. M. Vis», y apreté los puños de pura excitación. En el escrito se mencionaba un número del documento en el que había sido registrado este testimonio. Después de buscar un poco, encontré también esos papeles. El 25 de agosto de 1945 Johannes Marinus Vis, que había sido también arrestado y detenido por colaboracionismo con los alemanes, para salvar su propio pellejo había prestado una declaración aniquiladora contra Van Berkhout, con el que había trabajado en el pasado pero con quien tuvo desavenencias tras grandes discrepancias en los negocios. Se habían conocido a temprana edad, cuando ambos acababan de empezar en el mundo laboral, y habían trabajado juntos durante casi diez años. El testimonio de Vis contenía, por tanto, información muy detallada.
La razón de esa disputa, en cualquier caso, no era que Vis hubiera puesto reparos por cuestiones de principios al método de trabajo de Van Berkhout, porque, después de que sus caminos se separaran, Vis había trabajado por su cuenta en varias ocasiones para los alemanes. Los dos eran colaboracionistas, aunque Van Berkhout lo fuera a mayor escala que Vis. Por los escritos, no pude averiguar las causas de la disputa. Lo que estaba claro era que las autoridades que se ocupaban del asunto habían considerado a Vis el pez pequeño y estaban dispuestas a dejarle marchar en aras de una presa mucho mayor: Van Berkhout.
La búsqueda posterior no me proporcionó más datos y, después de haber hecho fotocopias de los escritos correspondientes, regresé a casa paseando y sumido en mis pensamientos.
Van Berkhout y Vis se habían conocido, habían hecho negocios juntos para, finalmente, acabar mal y separarse. Sin embargo, había otra cosa que tenían en común: la compra de arte. Al contrario que Van Berkhout, Vis no se había convertido en un reputado coleccionista, pero sí que se había lanzado una vez cuando compró la colección Lisetsky. Van Berkhout había ido prosperando tras la guerra hasta llegar a ser un ejemplo de la exitosa iniciativa empresarial neerlandesa. ¿Y Vis? Lo único que Jaap había podido averiguar era que en 1948 había abandonado los Países Bajos de manera definitiva y había adquirido la nacionalidad belga.
Así pues, había hecho mutis, pero Van Berkhout no le había olvidado. Después de casi sesenta años, le habían ofrecido la colección Lisetsky y pensé que debía de haberse enterado de que su dueño era el hombre con quien aún tenía una cuenta pendiente. Probablemente Van Berkhout también comprara obras de arte durante esos años de guerra y tal vez habrían competido en ese mercado. Al cabo de tantos años, a Van Berkhout se le presentaba de manera totalmente inesperada la ocasión de castigar a Vis, y se aferró bien a esa oportunidad.
La muerte de Van Berkhout, el suicidio del hijo de su enemigo Johan Vis y la muerte de una chica que tuvo la mala fortuna de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado... todas esas muertes debían imputarse a un incidente ocurrido hacía más de medio siglo que se había reanudado por pura casualidad. La incredulidad me llevó a sacudir la cabeza.
No tenía pruebas sólidas para mi teoría y tampoco podía exponérselas al único hombre que podía responder mis preguntas. Me dirigía a casa de Vis para ocuparme de otro asunto. Lo último que quería era turbarle aún más con la noticia de que el suicidio de su hijo probablemente fuera consecuencia directa de la traición que había cometido hacía tanto tiempo contra su antiguo socio en su mezquino intento de eludir la justicia.
Me desperté completamente descansado, sin ninguna molestia por la comida y bebida tan copiosas. Era como si todo se hubiera transformado en combustible puro, reportándome nuevas energías. Me duché con calma y bebí un par de vasos de agua seguidos. Como de momento había comido más que suficiente, desayuné una macedonia de frutas y un zumo de naranja natural. En el camino me detuve en una gasolinera y compré un café para bebérmelo en el coche mientras conducía.
Junto a las oficinas del ALR me recogió en seguida la corpulenta secretaria que ya había visto otras veces. Me llevó en silencio hasta el piso superior mientras respiraba con dificultad al subir por las empinadas escaleras. Preguntándome si con este ejercicio podría combinar la charla y la respiración, decidí no entablar ninguna conversación. Una vez llegados arriba, primero tomó aliento, luego me abrió una puerta y me invitó a entrar con un gesto del brazo para, a continuación, volver a cerrarla a mis espaldas sin hacer ruido.
El resto de la oficina había sido modernizado, pero este espacio era todavía de la década de los años cincuenta. El suelo estaba cubierto por un linóleo marrón tan desgastado en algunos lugares que podía verse la madera de debajo. En las paredes había un papel pintado amarillento que, debido a las goteras, en ciertos lugares aparecía oscurecido y estaba despegado. En lo alto, había pequeñas ventanas por las que entraba una luz escasa. Incluso ahora, cuando fuera hacía un tiempo claro y estupendo, había que encender los tubos fluorescentes. Lo único atractivo de esta habitación eran sus dimensiones. La sala ocupaba toda la planta, y aunque claramente hacía las veces de almacén para toda clase de material de oficina, sillas viejas, mesas y enormes pilas de libros y catálogos, aún quedaba espacio más que suficiente. Con un poco de buena voluntad podía llegar a convertirse en un ático con vistas a la catedral, porque a través de las altas ventanas vi los extremos de esa magnífica fachada descollando hacia el cielo.
Sólo cuando me di la vuelta me percaté de que en la pared, junto a la puerta, a la altura de los ojos, estaba colgada la pintura de Van Meegeren. Era evidente que alguien había estado trabajando con ella, aunque para mí resultaba un misterio lo que podían haber estado haciendo. Ofrecía un aspecto extraño: a derecha e izquierda del lienzo, a la misma altura, habían clavado en la pared dos clavos a una distancia de aproximadamente un metro de los laterales. Entre esos clavos se había tendido una pequeña cuerda que cruzaba el lienzo y lo dividía más o menos en una tercera parte que se encontraba arriba y dos terceras partes abajo. A continuación, de la cuerda tendida en horizontal colgaban a su vez más cuerdas sueltas en diferentes lugares y con diferentes colores.