Las palabras y las cosas (55 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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8. EL SUEÑO ANTROPOLÓGICO

La antropología como analítica del hombre ha tenido, con certeza, un papel constitutivo en el pensamiento moderno, ya que en buena parte no nos hemos separado aún de ella. Se convirtió en necesaria a partir del momento en que la representación perdió el poder de determinar por sí sola y en un movimiento único el juego de sus síntesis y de sus análisis. Era necesario que las síntesis empíricas quedaran aseguradas fuera de la soberanía del "pienso". Debían ser requeridas justo allí donde esta soberanía encuentra su límite, es decir, en la finitud del hombre —finitud que es también la de la conciencia y la del individuo que vive, habla y trabaja. Esto había sido formulado ya por Kant en la Lógica al agregar una última interrogación a su trilogía tradicional: las tres preguntas críticas (¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me es permitido esperar?) están relacionadas, pues, con una cuarta y, en cierta forma, "dependen" de ella:
Was
¿sí
der Mensch
?
377

Hemos visto ya que esta pregunta recorre el pensamiento desde principios del siglo XIX: es ella la que efectúa, bajo cuerda y de antemano, la confusión de lo empírico y lo trascendental cuya partición había mostrado, sin embargo, Kant. Por ella, se ha constituido una reflexión de nivel mixto que caracteriza la filosofía moderna. La preocupación que tiene por el hombre y que reivindica no sólo en sus discursos sino en su
pathos
, el cuidado con el que trata de definirlo como ser vivo, individuo que trabaja o sujeto parlante, señalan sólo para las almas buenas el año, al fin llegado, de un reino humano; de hecho, se trata —lo que es más prosaico y menos moral— de una duplicación empírico-crítica por la cual se trata de hacer valer al hombre de la naturaleza, del cambio o del discurso como fundamento de su propia finitud. En este Pliegue, la función trascendental viene a recubrir con su red imperiosa el espacio inerte y gris de la empiricidad; a la inversa, los contenidos empíricos se animan, se levantan poco a poco, se ponen de pie y son subsumidos de inmediato en un discurso que lleva lejos su supuesto trascendental. Y he aquí que en este Pliegue se adormece de nuevo la filosofía en un sueño nuevo; no ya el del Dogmatismo, sino el de la Antropología. Todo conocimiento empírico, siempre y cuando concierna al hombre, vale como posible campo filosófico, en el que debe descubrirse el fundamento del conocimiento, la definición de sus límites y, por último, la verdad de toda verdad. La configuración antropológica de la filosofía moderna consiste en desdoblar el dogmatismo, repartirlo en dos niveles diferentes que se apoyan uno en otro y se limitan uno a otro: el análisis precrítico de lo que el hombre es en su esencia se convierte en la analítica de todo aquello que puede darse en general a la experiencia del hombre.

Para despertar al pensamiento de un sueño tal —tan profundo que lo experimenta, paradójicamente, como vigilia, a tal grado confunde la circularidad de un dogmatismo que se duplica para encontrar en sí mismo su propio apoyo con la agilidad e inquietud de un pensamiento radicalmente filosófico—, para llamarlo a sus posibilidades más tempranas, no hay otro medio que destruir hasta sus fundamentos mismos el "cuadrilátero" antropológico. En todo caso, es bien sabido que todos los esfuerzos para pensar de nuevo se toman precisamente de él: sea que se trate de atravesar el campo antropológico y, arrancando de él a partir de lo que enuncia, reencontrar una ontología purificada o un pensamiento radical del ser; sea también que, poniendo fuera del circuito, además del psicologismo y del his- toricismo, todas las formas concretas del prejuicio antropológico, se trate de volver a interrogar a los límites del pensamiento y de reanudar así el proyecto de una crítica general de la razón. Quizá habría que ver el primer esfuerzo por lograr este desarraigo de la antropología, al que sin duda está consagrado el pensamiento contemporáneo, en la experiencia de Nietzsche: a través de una crítica filológica, a través de cierta forma de biologismo, Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, en el que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la promesa del superhombre significa primero y antes que nada la inminencia de la muerte del hombre.
Con
lo cual Nietzsche, al proponernos este futuro a la vez como vencimiento y como tarea, señala el umbral a partir del cual la filosofía contemporánea pudo empezar de nuevo a pensar; continuará sin duda por mucho tiempo dominando su camino. Si el descubrimiento del Retorno es muy bien el fin de la filosofía, el fin del hombre es el retorno al comienzo de la filosofía. Actualmente sólo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido. Pues este vacío no profundiza una carencia; no prescribe una laguna que haya que llenar. No es nada más, ni nada menos, que el despliegue de un espacio en el que por fin es posible pensar de nuevo.

Es posible que la Antropología constituya la disposición fundamental que ha ordenado y conducido al pensamiento filosófico desde Kant hasta nosotros. Esta disposición es esencial ya que forma parte de nuestra historia; pero está en vías de disociarse ante nuestros ojos puesto que comenzamos a reconocer, a denunciar de un modo crítico, a la vez el olvido de la apertura que la hizo posible y el obstáculo testarudo que se opone obstinadamente a un pensamiento próximo. A todos aquellos que quieren hablar aún del hombre, de su reino o de su liberación, a todos aquellos que plantean aún preguntas sobre lo que es el hombre en su esencia, a todos aquellos que quieren partir de él para tener acceso a la verdad, a todos aquellos que en cambio conducen de nuevo todo conocimiento a las verdades del hombre mismo, a todos aquellos que no quieren formalizar sin antropologizar, que no quieren mitologizar sin desmistificar, que no quieren pensar sin pensar también que es el hombre el que piensa, a todas estas formas de reflexión torpes y desviadas no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica —es decir, en cierta forma, silenciosa.

CAPÍTULO DÉCIMO. LAS CIENCIAS HUMANAS
1. EL TRIEDRO DE LOS SABERES

El modo de ser del hombre tal como se ha constituido en el pensamiento moderno le permite representar dos papeles; está a la vez en el fundamento de todas las positividades y presente, de una manera que no puede llamarse privilegiada, en el elemento de las cosas empíricas. Este hecho —no se trata para nada allí de la esencia general del hombre, sino pura y simplemente de este
apriorí
histórico que, desde el siglo XIX, sirve de suelo casi evidente a nuestro pensamiento—, este hecho es sin duda decisivo para la posición que debe darse a las "ciencias humanas", a este cuerpo de conocimientos (pero quizá esta palabra misma sea demasiado fuerte: digamos, para ser aún más neutros, a este conjunto de discursos) que toma por objeto al hombre en lo que tiene de empírico.

La primera cosa que ha de comprobarse es que las ciencias humanas no han recibido como herencia un cierto dominio ya dibujado, medido quizá en su conjunto, pero que se ha dejado sin cultivo, y que tendrían la tarea de trabajar con conceptos científicos al fin y con métodos positivos; el siglo XVIII no les ha trasmitido bajo el nombre de hombre o de naturaleza humana un espacio circunscrito desde el exterior pero aún vacío, que tendrían el deber de cubrir y analizar en seguida. El campo epistemológico que recorren las ciencias humanas no ha sido prescrito de antemano: ninguna filosofía, ninguna opción política o moral, ninguna ciencia empírica sea la que fuere, ninguna observación del cuerpo humano, ningún análisis de la sensación, de la imaginación o de las pasiones ha encontrado jamás, en los siglos XVII y XVIII, algo así como el hombre, pues el hombre no existía (como tampoco la vida, el lenguaje y el trabajo); y las ciencias humanas no aparecieron hasta que, bajo el efecto de algún racionalismo presionante, de algún problema científico no resuelto, de algún interés práctico, se decidió hacer pasar al hombre (a querer o no y con un éxito mayor o menor) al lado de los objetos científicos —en cuyo número no se ha probado aún de manera absoluta que pueda incluírsele; aparecieron el día en que el hombre se constituyó en la cultura occidental a la vez como aquello que hay que pensar y aquello que hay que saber. No hay duda alguna, ciertamente, de que el surgimiento histórico de cada una de las ciencias humanas aconteció en ocasión de un problema, de una exigencia, de un obstáculo teórico o práctico; ciertamente han sido necesarias las nuevas normas que la sociedad industrial impuso a los individuos para que, lentamente, en el curso del siglo XIX, se constituyera la psicología como ciencia; también fueron necesarias sin duda las amenazas que después de la Revolución han pesado sobre los equilibrios sociales y sobre aquello mismo que había instaurado la burguesía, para que apareciera una reflexión de tipo sociológico. Pero si bien estas referencias pueden explicar perfectamente por qué en tal circunstancia determinada y para responder a cuál cuestión precisa se han articulado estas ciencias, su posibilidad intrínseca, el hecho desnudo de que, por primera vez desde que existen seres humanos y viven en sociedad, el hombre aislado o en grupo se haya convertido en objeto de la ciencia —esto no puede ser considerado ni tratado como un fenómeno de opinión: es un acontecimiento en el orden del saber.

Y este acontecimiento se produjo él mismo en una redistribución general de la
episteme
: cuando, al dejar el espacio de la representación, los seres vivos se alojaron en la profundidad específica de la vida, las riquezas en la presión progresiva de las formas de la producción, las palabras en el devenir de los lenguajes. Era muy necesario en estas condiciones que el conocimiento del hombre apareciera, en su dirección científica, como contemporáneo y del mismo género que la biología, la economía y la filología, a tal grado que se vio en él, muy naturalmente, uno de los progresos decisivos hechos, en la historia de la cultura europea, por la racionalidad empírica. Pero, dado que al mismo tiempo la teoría general de la representación desapareció y se impuso la necesidad, en cambio, de interrogar al ser del hombre como fundamento de todas las positividades, no podía faltar un desequilibrio: el hombre se convirtió en aquello a partir de lo cual todo conocimiento podía constituirse en su evidencia inmediata y no problemática;
a fortiori
, se convirtió en aquello que autoriza el poner en duda todo el conocimiento del hombre. De allí esa doble e inevitable disputa: la que forma el perpetuo debate entre las ciencias del hombre y las ciencias sin más, teniendo las primeras la pretensión invencible de fundamentar a las segundas que, sin cesar, se ven obligadas a buscar su propio fundamento, la justificación de su método y la purificación de su historia, contra el "psicologismo", contra el "sociologismo", contra el "historicismo"; y aquella que forma el perpetuo debate entre la filosofía que objeta a las ciencias humanas la ingenuidad con la que intentan fundamentarse a sí mismas, y esas ciencias humanas que reivindican como su objeto propio lo que en otro tiempo constituyó el dominio de la filosofía.

Pero el que todas estas comprobaciones sean necesarias no quiere decir que se desarrollen en el elemento de la pura contradicción; su existencia, su incansable repetición desde hace más de un siglo no indican la permanencia de un problema indefinidamente abierto; remiten a una disposición epistemológica precisa y muy bien determinada en la historia. En la época clásica, desde el proyecto de un análisis de la representación hasta el tema de la
mathesis universalis
, el campo del saber era perfectamente homogéneo: todo conocimiento, fuera el que fuera, procedía al ordenamiento por el establecimiento de las diferencias y definía las diferencias por la instauración de un orden: esto era verdad tanto para las matemáticas, para las
taxinomias
(en el sentido amplio del término) y las ciencias de la naturaleza, como también para todos esos conocimientos aproximati- vos, imperfectos y en gran parte espontáneos que trabajan en la construcción del menor discurso o en esos procesos cotidianos del cambio; por último, era verdad con respecto al pensamiento filosófico y a esas largas cadenas ordenadas que los Ideólogos, no menos que Descartes o Spinoza, pero de modo distinto, quisieron establecer a fin de llevar necesariamente las ideas más simples y más evidentes hasta las verdades más complejas. Pero, a partir del siglo XIX, el campo epistemológico se fracciona, o más bien estalla en direcciones diferentes. Sólo difícilmente se escapa al prestigio de las clasificaciones y de las jerarquías lineales a la manera de Comte; pero el tratar de alinear todos los saberes modernos a partir de las matemáticas es someter al único punto de vista de la objetividad del conocimiento la cuestión de la positividad de los saberes, de su modo de ser, de su enraizamiento en esas condiciones de posibilidad que les dan, en la historia, a la vez su objeto y su forma.

Interrogado en este nivel arqueológico, el campo de la
episteme
moderna no se ordena según el ideal de una matematización perfecta y no desarrolla a partir de la pureza formal una larga serie de conocimientos descendientes más y más cargados de empiricidad. Es necesario representarse más bien el dominio de la
episteme
moderna como un espacio voluminoso y abierto de acuerdo con tres dimensiones. Sobre una de ellas se colocarían las ciencias matemáticas y físicas, para las cuales el orden es siempre un encadenamiento deductivo y lineal de proposiciones evidentes o comprobadas; en otra dimensión, estarían las ciencias (como las del lenguaje, de la vida, de la producción y de la distribución de las riquezas) que proceden a poner en relación elementos discontinuos pero análogos, de tal modo que pueden establecer entre ellos relaciones causales y constantes de estructura. Estas dos primeras dimensiones definen entre sí un plan común: aquel que puede aparecer, según el sentido en el que se le recorra, como campo de aplicación de las matemáticas a esas ciencias empíricas o como dominio de lo matematizable en la lingüística, la biología y la economía. En cuanto a la tercera dimensión, se trataría de la reflexión filosófica que se desarrolla como pensamiento de lo Mismo; con la dimensión de la lingüística, de la biología y de la economía dibuja un plan común: allí pueden aparecer y, de hecho, aparecieron las diversas filosofías de la vida, del hombre enajenado, de las formas simbólicas (cuando se trasponen a la filosofía los conceptos y los problemas nacidos en diferentes dominios empíricos); pero allí aparecieron también, si se interroga desde un punto de vista radicalmente filosófico el fundamento de estas empiricidades, las ontologías regionales que trataron de definir lo que son, en su ser propio, la vida, el trabajo y el lenguaje; por último, la dimensión filosófica definió con la de las disciplinas matemáticas un plan común: el de la formalización del pensamiento.

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