Las palabras y las cosas (62 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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Vemos, pues, que este "retorno" del lenguaje no tiene, en nuestra cultura, el valor de una interrupción súbita; no es en modo alguno el descubrimiento irruptivo de una evidencia desaparecida desde hace tiempo; no es la marca de un repliegue del pensamiento sobre sí mismo en el movimiento por el cual se libera de todo contenido, ni de un narcisismo de la literatura que se liberara al fin de lo que tendría que decir, para no hablar más que del hecho de que es lenguaje puesto al desnudo. En realidad, se trata del despliegue riguroso de la cultura occidental de acuerdo con la necesidad que se dio a sí misma a principios del siglo XIX. Sería falso ver en este índice general de nuestra experiencia, al que podemos llamar "formalismo", el signo de un desecamiento, de una rarefacción del pensamiento incapaz de reprehender la plenitud de los contenidos; no sería menos falso el colocarlo de golpe sobre el horizonte de un nuevo pensamiento y de un nuevo saber. En el interior del dibujo muy cerrado, muy coherente de la
episteme
moderna encuentra su posibilidad esta experiencia contemporánea; es ella misma la que, por su lógica, la ha suscitado, la ha constituido de un cabo a otro y ha hecho imposible que no exista. Lo que pasó en la época de Ricardo, de Cuvier y de Bopp, esta forma de saber que se instauró con la economía, con la biología y con la filología, el pensamiento de la finitud que la crítica kantiana prescribiera como tarea de la filosofía, todo esto forma aún el espacio inmediato de nuestra reflexión. Pensamos en ese lugar.

Y, sin embargo, la impresión de acabamiento y de fin, el sordo sentimiento que implica, anima nuestro pensamiento, lo adormece quizá con la facilidad de sus promesas y nos hace creer que algo nuevo está en vías de empezar, algo de lo que no vemos más que un ligero trazo de luz en el bajo horizonte —este sentimiento y esta impresión no están quizá mal fundados. Se dirá que existen, que no han dejado de formularse siempre de nuevo desde principios del siglo XIX; se dirá que Hölderlin, Hegel, Feuerbach y Marx tenían ya esta certeza de que en ellos terminaba un pensamiento y, quizá, una cultura y que, desde el fondo de una distancia que quizá no fuera invencible, se aproximaba otra —en la reserva del alba, en el estallido del mediodía o en la disensión del día que termina. Pero esta inminencia cercana, peligrosa, de cuya promesa dudamos hoy en día, cuyo peligro acogemos, no es sin duda del mismo orden. Entonces, lo que este anuncio prescribía al pensamiento era el establecer una morada estable para el hombre sobre esta tierra de la que los dioses se habían ido o borrado. En nuestros días —y Nietzsche señala aquí también el punto de inflexión—, lo que se afirma no es tanto la ausencia o la muerte de Dios, sino el fin del hombre (este desplazamiento mínimo, imperceptible, este retroceso hacia la forma de la identidad que hacen que la finitud del hombre se haya convertido en su fin); se descubre entonces que la muerte de Dios y el último hombre han partido unidos: ¿acaso no es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios, colocando así su lenguaje, su pensamiento, su risa en el espacio del Dios ya muerto, pero dándose también como aquel que ha matado a Dios y cuya existencia implica la libertad y la decisión de este asesinato? Así, el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte de Dios; dado que ha matado a Dios, es él mismo quien debe responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su asesino está avocado él mismo a morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan ya el Océano futuro; el hombre va a desaparecer. Más que la muerte de Dios —o más bien, en el surco de esta muerte y de acuerdo con una profunda correlación con ella—, lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; es el estallido del rostro del hombre en la risa y el retorno de las máscaras; es la dispersión de la profunda corriente del tiempo por la que se sentía llevado y cuya presión presuponía en el ser mismo de las cosas; es la identidad del Retorno de lo Mismo y de la dispersión absoluta del hombre. Durante todo el siglo XIX, el fin de la filosofía y la promesa de una próxima cultura no fueron sin duda sino una sola y única cosa con el pensamiento de la finitud y la aparición del hombre en el saber; en nuestros días, el hecho de que la filosofía esté siempre y todavía en vías de terminar y el hecho de que en ella, pero más aún fuera de ella y contra ella, tanto en la literatura como en la reflexión formal, se plantee la cuestión del lenguaje, prueban sin duda que el hombre está en vías de desaparecer.

La razón es que toda la
episteme
moderna —la que se formó hacia fines del siglo XVIII y sirve aún de suelo positivo a nuestro saber, la que constituyó el modo de ser singular del hombre y la posibilidad de conocerlo empíricamente—, toda esta
episteme
estaba ligada a la desaparición del Discurso y de su monótono reinado, al deslizamiento del lenguaje hacia el lado de la objetividad y a su reaparición múltiple. Si ahora este mismo lenguaje surge con una insistencia cada vez mayor en una unidad que debemos pero que aún no podemos pensar, ¿rio es esto el signo de que toda esta configuración va a oscilar ahora y que el hombre está en peligro de perecer a medida que brilla más fuertemente el ser del lenguaje en nuestro horizonte? El hombre, constituido cuando el lenguaje estaba avocado a la dispersión, ¿no se dispersará acaso cuando el lenguaje se recomponga? Y si esto fuera cierto, ¿no sería un error —un error profundo ya que nos ocultaría lo que se necesita pensar ahora— el interpretar la experiencia actual como una aplicación de las formas del lenguaje al orden de lo humano? ¿No sería necesario más bien el renunciar a pensar el hombre o, para ser más rigurosos, pensar lo más de cerca esta desaparición del hombre —y el suelo de posibilidad de todas las ciencias del hombre— en su correlación con nuestra preocupación por el lenguaje? ¿No sería necesario admitir que, dado que el lenguaje está de nuevo allí, el hombre ha de volver a esta inexistencia serena en la que lo mantuvo en otro tiempo la unidad imperiosa del Discurso? El hombre había sido una figura entre dos modos de ser del lenguaje; o por mejor decir, no se constituyó sino por el tiempo en que el lenguaje, después de haber estado alojado en el interior de la representación y como disuelto en ella, se liberó fragmentándose: el hombre ha compuesto su propia figura en los intersticios de un lenguaje fragmentado. Con certeza, no son éstas afirmaciones, cuando más son cuestiones a las que no es posible responder; es necesario dejarlas en suspenso allí donde se plantean, sabiendo tan sólo que la posibilidad de plantearlas se abre sin duda a un pensamiento futuro.

6.

En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. Al tomar una cronología relativamente breve y un corte geográfico restringido —la cultura europea a partir del siglo XVI— puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha rondado durante largo tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos. De hecho, entre todas las mutaciones que han afectado al saber de las cosas y de su orden, el saber de las identidades, las diferencias, los caracteres, los equivalentes, las palabras —en breve, en medio de todos los episodios de esta profunda historia de lo Mismo— una sola, la que se inició hace un siglo y medio y que quizá está en vías de cerrarse, dejó aparecer la figura del hombre. Y no se trató de la liberación de una vieja inquietud, del paso a la conciencia luminosa de una preocupación milenaria, del acceso a la objetividad de lo que desde hacía mucho tiempo permanecía preso en las creencias o en las filosofías: fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin.

Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena.

NOTAS

1
"El idioma analítico de John Wilkins",
Otras inquisiciones
, Emecé Editores, Buenos Aires, 1960, p. 142. [T.]

2
Los problemas de método que plantea tal "arqueología" serán examinados en una obra próxima.

3
P. Grégoire,
Syntaxeon artis mirabilis
, Colonia, 1610, p. 28.

4
G. Porta, De humanaphysiognomia, 1583; trad. francesa, La Physionomie humaine, 1655, p. 1.

5
U. Aldrovandi,
Monstrorum historia
, Bolonia, 1647, p. 663.

6
G. Porta,
Magiae naturalis
, 1589, trad. francesa,
Magie naturelle
. Ruán, 1650, p. 22.

7
U. Aldrovandi,
Monstrorum historia
, p. 3.

8
Paracelso,
LiberParamirum
, 1559; trad. francesa de Grillot de Givry, París, 1913. p. 3.

9
Paracelso,
loc. cit.

10
Cesalpino,
De plantis libri
xvi, 1583.

11
Crollius,
Tractatus de signaturis
, trad. francesa cit., p. 88.

12
P. Belon, Histoire de la nature des oiseaux, París, 1555, p. 37.

13
Aldrovandi, Monstrorum historia, p. 4.

14
Crollius,
Tractatus de signaturis
, trad. francesa cit., p. 87.

15
C. Porta,
Magiae naturalis
, trad. francesa cit., p. 72.

16
Id.,
ibid.
, p. 72.

17
J. Cardano,
De subtilitate rerum
, 1552; trad. francesa,
De la subtilité
, París, 1656, p. 154.

18
S. G. S., Annotations au Grand Miroir du Monde de Duchesne, p. 498.

19
Paracelso.
Die
9
Bücher der Natura
Rerum, Oeuvres, ed. Suhdorff, … ix p 393.

20
Crollius Tractatus de signaturis, trad. francesa cit., p. 4. 21

21
Id., ibid, p.

22
Id.,
ibid., p
. 6

23
Id.,
ibid.
, p. 33.

24
Id.,
ibid.
, pp. 33-4.

25
J. Cardano,
Metoposcopia
, ed. de 1658, pp. iii-viii.

26
Bacon, Historia naturalis, trad. francesa, Histoire naturelle, 1631, p. 221.

27
Paracelso,
Archidoxis magica
, 1559; trad. francesa, 1909, pp. 21-3.

28
T. Campanella,
De sensu rerum el magia
, Frankfurt, 1620.

29
P. Ramus ,
Grammaire,
París, 1572, p. 3 y pp. 125-6.

30
Claude Duret,
Trésor de l'histoire des langues
, Colonia, 1613, p. 40.

31
Duret,
loc., cit.

32
Gesner, en
Mithridates
, cita evidentemente, pero a título de excepción, las onomatopeyas; 2a ed., Tiguri, 1610, pp. 3-4.

33
Salvo para los lenguajes, ya que el alfabeto es materia del lenguaje. Cf. el capítulo II del
Mithridates
de Gesner. La primera enciclopedia alfabética es el
Grand Dictionnaire Historique
de Moreri, 1674.

34
La Croix du Maine,
Les cent Buffets pour dresser une bibliothèque parfaite
, 1583.

35
Blaise de Vigenére,
Traité des chtffres
,
París
, 1587, pp. 1-2; Claude Duret,
Tresor de l'histoire des longues
, pp. 19 y 20.

36
Montaigne,
Essais
, libro III, capitulo XIII.

37
Descartes,
Oeuvresphilosophiques
, París, 1963, t. i, p. 77.

38
F.
Bacon, Novum organum
, 1620, trad. francesa, París, 1847, lib. i, pp. 111 y 119, ss 45 y 55.

39
Descartes,
Regulae
, xiv, p. 168.

40
Ibid.

41
Ibid.,
p. 182.

42
Ibid.
, vi, p. 102; vii, p. 109.

43
Regulae
, xiv, p. 182.

44
Ibid.
, vi, p. 103.

45
Regulae
, vii, p. 110.

46
Regulae, iii, p. 86.

47
Logique de Port-Royal
, 1a parte, cap. iv.

48
Berkeley,
Essay towards a New Theory of Vision
, 1709; trad. francesa,
Essai d'une nouvelle théorie de la visión, Oeuvres choistes
, traducidas por Leroy, París, 1944, t. i, pp. 163-4.

49
Berkeley,
Treatise on the Principles of Human Knowledge
, 1710; trad. francesa,
Príncipes de la connaissance humane, Oeuvres choisies
, t. i, p. 267.

50
Condillac,
Essai sur l"origine des connaissances humanes, Oeuvres, París
, 1789, t. i, pp. 188-208.

51
Condillac,
Essai sur l'origine des connaissances humaines, p
. 75.

52
Logique de Port-Royal, 1a parte, cap. iv.

53
Ibid.

54
Destutt de Tracy,
Éléments d' Idéologie
, Paris, año xi, t. ii, p. 1.

55
Hume, A
Treatise of Human Nature
, 1739-40; trad. francesa de Leroy,
Essai sur la nature humaine
, París, 1946, t. i, pp. 75-80.

56
Merian,
Réflexions philosophiques
sur
la ressemblance
, 1767, pp. 3 y 4.

57
Linneo,
Philosophie botanique
,
ss
155 y 256.

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