Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Por su parte, la teoría de la moneda y del comercio explica cómo una materia cualquiera puede asumir una función significativa al relacionarse con un objeto y servirle de signo permanente; explica también (por el juego del comercio, del aumento y de la disminución del numerario) cómo esta relación del signo con lo significado puede alterarse sin desaparecer jamás, cómo un mismo elemento monetario puede significar más o menos riquezas, cómo puede realizarse, extenderse y restringirse con relación a los valores que está encargado de representar. La teoría del precio monetario corresponde, pues, a lo que en la
gramática general
aparece bajo la forma de un análisis de las raíces y del lenguaje de acción (función de
designación
) y a lo que aparece bajo la forma de tropos y de deslizamiento del sentido (función de
derivación
). La moneda, como las palabras, tiene el papel de designar, pero no deja de oscilar en torno a este eje vertical: las variaciones de precio son, con respecto a la primera instauración de la relación entre el metal y las riquezas, lo que los desplazamientos retóricos son con respecto al valor primitivo de los signos verbales. Pero hay algo más: al asegurar a partir de sus propias posibilidades la designación de las riquezas, el establecimiento de los precios, la modificación de los valores nominales, el empobrecimiento y el enriquecimiento de las naciones, la moneda funciona con relación a las riquezas como el
carácter
con relación a los seres naturales: permite a la vez imponerles una marca particular e indicarles un lugar, provisional sin duda, en el espacio realmente definido por el conjunto de las cosas y de los signos de que se dispone. La teoría de la moneda y de los precios ocupa en el análisis de las riquezas la misma posición que la teoría del carácter en la historia natural. Como esta última, junta en una sola y misma función la posibilidad de dar un signo a las cosas, de hacer representar una cosa por otra y la posibilidad de hacer deslizar un signo con relación a lo que designa.
Las cuatro funciones que definen en sus propiedades singulares el signo verbal y lo distinguen de todos los otros signos que la representación puede darse a sí misma, reaparecen, pues, en la signalización teórica de la historia natural y en la utilización práctica de los signos monetarios. El orden de las riquezas, el orden de los seres naturales se instauran y descubren en la medida en que se establecen entre los objetos de la necesidad, entre los individuos visibles, sistemas de signos que permiten la designación de las representaciones entre sí, la derivación de las representaciones significativas con relación a las significadas, la articulación de lo representado, la atribución de ciertas representaciones a ciertas otras. En este sentido, puede decirse que, para el pensamiento clásico, los sistemas de la historia natural y las teorías de la moneda y del comercio tienen las mismas condiciones de posibilidad que el lenguaje mismo. Esto quiere decir dos cosas: primero, que el orden en la naturaleza y el orden en las riquezas tienen, para la experiencia clásica, el mismo modo de ser que el orden de las representaciones tal como es manifestado por las palabras; en seguida, que las palabras forman un sistema de signos suficientemente privilegiado, cuando se trata de hacer aparecer el orden de las cosas, para que la historia natural, si está bien hecha, y para que la moneda, si está bien regulada, funcionen a la manera del lenguaje. Lo que el álgebra es con respecto a la
mathesis
, lo son los signos y, en particular, las palabras con respecto a la
taxinomia
: constitución y manifestación evidente del orden de las cosas.
Sin embargo, existe una diferencia mayor que impide que la clasificación sea el lenguaje espontáneo de la naturaleza y que los precios sean el discurso natural de las riquezas. O, más bien, existen dos diferencias, una de las cuales permite distinguir los dominios de los signos verbales de los de las riquezas o de los seres naturales, y la otra permite distinguir la teoría de la historia natural de la del valor o de los precios.
Los cuatro momentos que definen las funciones esenciales del lenguaje (atribución, articulación, designación y derivación) están sólidamente ligadas entre sí, ya que son exigidas unas por otras a partir del momento en que se ha franqueado, con el verbo, el umbral de existencia del lenguaje. Pero en la génesis real de las lenguas, el recorrido no se hace en el mismo sentido ni con el mismo rigor: a partir de las designaciones primitivas, la imaginación de los hombres (de acuerdo con los climas en los que viven, las condiciones de su existencia, sus sentimientos y sus pasiones, las experiencias por las que pasan) suscita derivaciones que son diferentes según los pueblos y que explican, sin duda, además de la diversidad de las lenguas, la relativa inestabilidad de cada una de ellas. En un momento dado de esta derivación, y en el interior de una lengua particular, los hombres tienen a su disposición un conjunto de palabras, de nombres que se articulan unos en otros y recortan sus representaciones; pero este análisis es tan imperfecto, permite que subsistan tantas imprecisiones y tantos entrecruzamientos que, con las mismas representaciones, los hombres utilizan palabras diversas y formulan proposiciones diferentes: su reflexión no está a salvo del error. Entre la designación y la derivación, los deslizamientos de la imaginación se multiplican; entre la articulación y la atribución, prolifera el error de la reflexión. Por ello, en el horizonte quizá indefinidamente distante del lenguaje, se proyecta la idea de una lengua universal en la que el valor representativo de las palabras estaría muy netamente fijado, muy bien fundado, muy evidentemente reconocido para que la reflexión pudiese decidir con toda claridad acerca de la verdad de una proposición cualquiera —por medio de este lenguaje "
los
campesinos podrían juzgar la verdad de las cosas mejor de lo que lo hacen ahora los filósofos";
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un lenguaje perfectamente claro y distinto permitiría un discurso enteramente claro: esta lengua sería, en sí misma, un Ars
combinatoria
. Por ello también, el ejercicio de toda lengua real debe ser duplicado por una Enciclopedia que defina el recorrido de las palabras, prescriba las vías más naturales, esboce los deslizamientos legítimos del saber, codifique las relaciones de vecindad y de semejanza. El Diccionario está hecho para controlar el juego de las derivaciones a partir de la primera designación de las palabras, así como la Lengua universal está hecha para controlar, a partir de una articulación bien establecida, los errores de la reflexión cuando formula un juicio. El Ars
combinatoria
y la Enciclopedia responden, de una y otra parte, de la imperfección de las lenguas reales.
La historia natural, dado que es muy necesario que sea una ciencia, la circulación de las riquezas, dado que es una institución creada y controlada por los hombres, deben escapar a estos peligros inherentes a los lenguajes espontáneos. Nada de posibles errores entre la articulación y la atribución en el orden de la historia natural, ya que la estructura se da en una visibilidad inmediata; nada de deslizamientos imaginarios, nada de falsas semejanzas, de vecindades incongruentes que colocarían a un ser natural correctamente dibujado en un espacio que no sería el suyo, ya que el carácter es establecido o por la coherencia del sistema o por la exactitud del método. La estructura y el carácter aseguran, en la historia natural, la clausura teórica de lo que permanece abierto en el lenguaje y da nacimiento, en sus fronteras, a los proyectos de artes esencialmente inacabadas. Así el valor que de estimativo se convierte automáticamente en apreciativo, la moneda que por su creciente o decreciente cantidad provoca pero limita siempre la oscilación de los precios, garantizan en el orden de las riquezas el ajuste de la atribución y de la articulación, el de la designación y de la derivación. El valor y los precios aseguran la clausura práctica de los segmentos que permanecían abiertos en el lenguaje. La estructura permite a la historia natural encontrarse de pronto en el elemento de un arte combinatoria, y el carácter le permite establecer, a propósito de los seres y de sus semejanzas, una poética exacta y definitiva. El valor combina las riquezas entre sí, la moneda permite su cambio real. Allí donde el orden desordenado del lenguaje implica la relación continua con un arte y con sus tareas infinitas, el orden de la naturaleza y el de las riquezas se manifiestan en la existencia pura y simple de la estructura y del carácter, del valor y de la moneda.
Sin embargo, es necesario hacer notar que el orden natural se formula en una teoría que vale como lectura justa de una serie o de un cuadro real: así como la estructura de los seres es en sí a la vez la forma inmediata de lo visible y su articulación; así el carácter designa y localiza con un solo movimiento. En cambio, el valor estimativo no se convierte en apreciativo sino por una transformación; y la relación inicial entre el metal y la mercancía sólo se convierte poco a poco en un precio sujeto a variaciones. En el primer caso, se trata de una superposición exacta de la atribución y de la articulación, de la designación y de la derivación; en el otro, de un paso que está ligado a la naturaleza de las cosas y a la actividad de los hombres. Con el lenguaje, el sistema de signos se recibe pasivamente en su imperfección y sólo un arte puede rectificarlo: la teoría del lenguaje es inmediatamente prescriptiva. La historia natural instaura de suyo, para designar a los seres, un sistema de signos y, por ello, es una teoría. Las riquezas son signos que se producen, multiplican y modifican gracias a los hombres; la teoría de las riquezas está ligada de un cabo a otro con una política.
No obstante, los otros dos lados del cuadrilátero fundamental permanecen abiertos. ¿Cómo es posible hacer que la designación (acto singular y puntual) permita una articulación de la naturaleza, de las riquezas y de las representaciones? ¿Cómo puede hacerse, de manera general, que los dos segmentos opuestos (del juicio y de la significación para el lenguaje, de la estructura y del carácter para la historia natural, del valor y de los precios para la teoría de las riquezas) se relacionen entre sí y autoricen de este modo un lenguaje, un sistema de la naturaleza y el movimiento ininterrumpido de las riquezas? Es allí donde hace falta suponer que las representaciones se asemejan entre sí y se llaman unas a otras en la imaginación; que los seres naturales tienen una relación de vecindad y de semejanza, que las necesidades de los hombres se corresponden y encuentran cómo satisfacerse. El encadenamiento de las representaciones, la capa ininterrumpida de los seres, la proliferación de la naturaleza son siempre necesarias para que haya un lenguaje, para que haya una historia natural y para que pueda haber riquezas y práctica de ellas. El continuo de la representación y del ser, una ontología definida negativamente como ausencia de nada, una representabilidad general del ser y el ser manifestado por la presencia de la representación —todo esto forma parte de la configuración del conjunto de la
episteme
clásica. Se podrá reconocer, en este principio del continuo, el momento meta- físicamente fuerte del pensamiento de los siglos XVII y XVIII (lo que permite que la forma de la proposición tenga un sentido efectivo, que la estructura se ordene en caracteres, que el valor de las cosas se calcule en precios); mientras que las relaciones entre articulación y atribución, designación y derivación (lo que por una parte funda el juicio y por la otra el sentido, la estructura y el carácter, el valor y los precios) definen para este pensamiento el momento científicamente fuerte (lo que hace posible la gramática, la historia natural, la ciencia de las riquezas). El poner en orden la empiricidad se encuentra ligado así a la ontología que caracteriza al pensamiento clásico; en efecto, éste se encuentra, desde el principio del juego, en el interior de una ontología a la que hace transparente el hecho de que el ser se dé sin ruptura a la representación; y en el interior de una representación iluminada por el hecho que entrega el continuo del ser.
En cuanto a la mutación que se produjo hacia fines del siglo XVIII en toda la
episteme
occidental, es posible caracterizarla desde ahora de lejos diciendo que se constituyó un momento científicamente fuerte allí donde la
episteme
clásica conocía un tiempo metafísicamente fuerte; y que, a la inversa, se recorta un espacio filosófico donde el clasicismo había establecido cerraduras epistemológicas solidísimas. En efecto, el análisis de la producción, en cuanto proyecto nuevo de la nueva "economía política'', tiene como papel esencial el analizar la relación entre el valor y los precios; los conceptos de organismos y de organización, los métodos de la anatomía comparada, en breve, todos los temas de la "biología" naciente explican cómo estructuras observables en los individuos pueden valer a título de caracteres generales para los géneros, las familias, las ramificaciones; por último, para unificar las disposiciones formales de un lenguaje (su capacidad para constituir proposiciones) y el sentido que pertenece a sus palabras, la "filología" estudiará no ya las funciones representativas del discurso, sino un conjunto de constantes morfológicas sometidas a una historia. Filología, biología y economía política se constituyen no en el lugar de la
gramática general
, de la
historia natural
y del
análisis de las riquezas
, sino allí donde estos saberes no existían, sino en el espacio que dejaban en blanco, en la profundidad del surco que separaba los grandes segmentos teóricos y que completaba el rumor del continuo ontológico. El objeto del saber del siglo XVII se forma justo allí donde se acalla la plenitud clásica del ser.