Las memorias de Sherlock Holmes (23 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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¡Válgame el cielo! —exclamó el coronel, riéndose—. ¿Quiere decir que nuestra compasión estaba injustificada y que su ataque fue una impostura?

—Hablando como profesional, debo decir que lo hizo admirablemente —afirmé, mirando con asombro a aquel hombre que siempre sabía confundirme con alguna nueva faceta de su astucia.

—Es un arte que a menudo demuestra su utilidad —comentó él—. Cuando me recuperé, me las arreglé mediante un truco, cuyo ingenio tal vez revistiera escaso mérito, para que el viejo Cunningham escribiese la palabra twelve a fin de que yo pudiera compararla con el twelve escrito en el papel.

—¡Qué borrico fui! —exclamé.

—Pude ver que me estaba compadeciendo a causa de mi debilidad —dijo Holmes, riéndose—, y sentí causarle la pena que me consta que sintió por mí. Después subimos juntos y, al entrar en la habitación y ver la bata colgada detrás de la puerta, volqué una mesa para distraer momentáneamente la atención de ellos y volví sobre mis pasos con la intención de registrar los bolsillos. Sin embargo, apenas tuve en mi poder el papel, que, tal como yo esperaba, se encontraba en uno de ellos, los dos Cunningham se abalanzaron sobre mí y creo que me hubieran asesinado allí mismo de no intervenir la rápida y amistosa ayuda de ustedes. De hecho, todavía siento en mi garganta la presa de aquel joven, y el padre me magulló la muñeca en sus esfuerzos para arrancar el papel de mi mano. Comprendieron que yo debía saber toda la verdad, y el súbito cambio de una seguridad absoluta a la ruina más completa hizo de ellos dos hombres desesperados.

Tuve después una breve charla con el mayor de los Cunningham referente al motivo del crimen. Se mostró bastante tratable, en tanto que su hijo era peor que un demonio dispuesto a volarse los sesos, o los de cualquier otra persona, en caso de haber recuperado su revólver. Cuando Cunningham vio que la acusación contra él era tan sólida, se desfondó y lo explicó todo. Al parecer, William había seguido disimuladamente a sus amos la noche en que efectuaron su incursión en casa del señor Acton y, al tenerles así en sus manos, procedió a extorsionarlos con amenazas de denuncia contra ellos. Sin embargo, el joven Alec era hombre peligroso para quien quisiera practicar con él esta clase de juego. Fue por su parte una ocurrencia genial la de ver en el miedo a los robos, que estaba atenazando a la población rural, una oportunidad para desembarazarse plausiblemente del hombre al que temía. William cayó en la trampa y un balazo lo mató, y sólo con que no hubieran conservado entera aquella nota y prestado un poco más de atención a los detalles accesorios, es muy posible que nunca se hubiesen suscitado sospechas.

—¿Y la nota? —pregunté.

Sherlock Holmes colocó ante nosotros este papel

—Es en gran parte precisamente lo que yo me esperaba —explicó—. Desde luego, desconozco todavía qué relaciones pudo haber entre Alec Cunningham, William Kirwan y Annie Morrison, pero el resultado demuestra que la celada fue tendida con suma habilidad. Estoy seguro de que habrán de encantarles las trazas hereditarias que se revelan en las «p» y en las colas de las «g». La ausencia de puntos sobre las íes en la escritura del anciano es también muy característica. Watson, creo que nuestro apacible reposo en el campo ha sido todo un éxito, y con toda certeza mañana regresará a Baker Street considerablemente revigorizado.

FIN

EL JOROBADO

«Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera

II Samuel 11, 15

Una noche de verano, pocos meses después de casarme, estaba sentado ante mi chimenea, fumando una última pipa y dando cabezadas sobre una novela, pues mi jornada de trabajo había sido agotadora. Mi esposa había subido ya, y el ruido al cerrarse con llave la puerta de entrada, un rato antes, me indicó que también los sirvientes se habían retirado. Había abandonado mi asiento y estaba vaciando la ceniza de mi pipa, cuando oí de pronto un campanillazo.

Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse de un visitante. Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en vela. Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran asombro por mi parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada.

—Vaya, Watson —dijo—, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía levantado.

—Adelante, por favor, mi querido amigo.

—¡Parece sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diría yo! ¡Hum! ¿O sea que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta ceniza esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que estaba usted acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar por un paisano de pura raza mientras conserve el hábito de guardar el pañuelo en su manga. ¿Puede darme alojamiento por esta noche?

—Con mucho gusto.

—Me dijo que tenía una habitación individual para soltero, y veo que en este momento no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para sombreros en su perchero.

—Me complacerá mucho que se quede.

—Gracias. Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un operario británico en casa. Los envía el demonio. ¿No sería un problema de desagües, espero?

—No, el gas.

—¡Ah! Ha dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente fumaré una pipa con usted.

Le ofrecí mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía haberle traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia que decidiera abordarlo.

—Veo que en estos momentos está muy ocupado profesionalmente —comentó, dirigiéndome una mirada penetrante.

—Sí, he tenido un día atareado —contesté—. Tal vez a usted le parezca una necedad —añadí—, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir.

Holmes se rió para sus adentros.

—Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson —dijo—. Cuando su ronda es breve va usted a pie, y cuando es larga toma un coche de alquiler. Ya que percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche.

—¡Excelente! —exclame.

—Elemental, querido Watson —dijo él—. Es uno de aquellos casos en los que quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su interlocutor, porque a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la base de la deducción. Lo mismo cabe decir, mi buen amigo, sobre el efecto de algunos de esos pequeños relatos suyos, que es totalmente el de un espejismo, puesto que depende del hecho de que usted retiene entre sus manos ciertos factores del problema que nunca le son impartidos al lector. Ahora bien, en este momento me encuentro en la misma situación de estos lectores, pues tengo en esta mano varios cabos de uno de los casos más extraños que nunca hayan llenado de perplejidad el cerebro de un hombre, y sin embargo me faltan uno o dos que son necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré!

Sus ojos centellearon y un leve rubor se extendió por sus flacas mejillas. Por un instante, se alzó el velo ante su naturaleza viva y entusiasta, pero sólo por un instante. Cuando le miré de nuevo, su cara había adoptado otra vez aquella impasibilidad de indio piel roja que había movido a tantos a mirarle como una máquina y no como un hombre.

—El problema presenta rasgos interesantes —dijo—; puedo decir que incluso características excepcionales muy interesantes. Ya he examinado el asunto y he llegado, según creo, cerca de la solución. Si pudiera usted acompañarme en esta última etapa, me prestaría un servicio más que considerable.

—Me encantaría.

—¿Podría ir mañana a Aldershot?

—No dudo de que Jackson me sustituirá en mi consulta.

—Muy bien. Deseo salir de Waterloo en el tren de las once diez.

—Lo cual me da tiempo de sobra.

—Pues entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un esbozo de lo que ha ocurrido y de lo que queda por hacer.

—Tenía sueño antes de llegar usted. Ahora estoy perfectamente despejado.

—Resumiré la historia tanto como sea posible sin omitir nada que pueda ser vital para el caso. Es concebible que usted haya leído incluso alguna referencia al mismo. Es el supuesto asesinato del coronel Barclay, de los Royal Mallows, en Aldershot, lo que estoy investigando.

—No he oído nada al respecto.

—Es que todavía no ha despertado una gran atención, excepto localmente. Son hechos que sólo cuentan con un par de días. Brevemente, son los siguientes:

Como usted sabe, el Royal Mallows es uno de los regimientos irlandeses más famosos en el ejército británico. Hizo proezas tanto en Crimea como durante el motín de los cipayos y, desde entonces, se ha distinguido en todas las ocasiones posibles. Hasta el lunes por la noche lo mandaba James Barclay, un valiente veterano que comenzó como soldado raso y fue ascendido a suboficial por su bravura en tiempos del motín. Llegaría a mandar el mismo regimiento en el que en otro tiempo él había llevado un mosquete.

El coronel Barclay se casó en la época en que era sargento, y su esposa, cuyo nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del mismo regimiento. Hubo por tanto, como puede imaginar, alguna leve fricción social cuando la joven pareja, pues jóvenes eran aún, se encontró en su nuevo ambiente. No obstante, parece ser que se adaptaron con rapidez y, según tengo entendido, la señora Barclay siempre fue tan popular entre las damas del regimiento como lo era su marido entre sus colegas oficiales. Añadiré que era una mujer de gran belleza y que incluso ahora, cuando lleva más de treinta años casada, todavía presenta una espléndida apariencia.

Todo indica que la vida familiar del coronel Barclay fue tan feliz como regular. El mayor Murphy, al que debo la mayor parte de mis datos, me asegura que nunca oyó que existiera la menor diferencia entre la pareja. En conjunto, él piensa que la devoción de Barclay a su esposa era mayor que la que su esposa sintiera por él. Barclay se sentía muy intranquilo si se apartaba del lado de ella por un día. Ella, en cambio, aunque afectuosa y fiel, no revelaba un cariño tan avasallador. Pero los dos eran considerados en el regimiento como el mejor modelo de una pareja de mediana edad. No había absolutamente nada en sus relaciones mutuas que anunciara a la gente la tragedia que iba a producirse más tarde.

Al parecer, el coronel Barclay presentaba algunos rasgos singulares en su carácter. En su talante usual, era un viejo soldado animoso y jovial, pero había ocasiones en que daba la impresión de ser capaz de mostrarse considerablemente violento y vindicativo. Sin embargo, por lo que parece, este aspecto de su naturaleza jamás se había vuelto contra su esposa. Otro hecho que había llamado la atención del mayor Murphy, así como de tres de los otros cinco oficiales con los que hablé, era el singular tipo de depresión que a veces le acometía. Tal como lo expresó el mayor, a menudo la sonrisa se borraba de sus labios, como si lo hiciera una mano invisible, cuando se estaba sumando a las bromas y el regocijo en la mesa de los oficiales. Durante varios días, cuando este humor se apoderaba de él, permanecía sumido en el más profundo abatimiento. Esto y un cierto toque de superstición eran los únicos rasgos inusuales que, en su manera de ser, habían observado sus hermanos de armas. Esta última peculiaridad asumía la forma de una repugnancia respecto a quedarse solo, especialmente después de oscurecido, y este detalle pueril en una personalidad tan conspicuamente varonil había suscitado comentarios y conjeturas.

El primer batallón de los Royal Mallows, el antiguo 117, lleva varios años estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven fuera de los cuarteles y, durante todo este tiempo, el coronel había ocupado una villa llamada Lachine, a cosa de media milla del Campamento Norte. La casa se alza en terreno propio, pero su ala oeste no se halla a más de treinta yardas de la carretera principal. Un lacayo y dos camareras constituyen la servidumbre. Ellos, junto con sus señores, eran los únicos ocupantes de Lachine, ya que los Barclay no tenían hijos, y no era usual en ellos tener visitantes instalados. Pasemos ahora a lo sucedido en Lachine entre las nueve y las diez del pasado lunes.

Al parecer, la señora Barclay pertenecía a la iglesia católica romana y se había interesado vivamente por la creación del Gremio de San Jorge, formado en conexión con la capilla de Watt Street, con la finalidad de suministrar ropas usadas a los pobres. Aquella noche, a las ocho, había tenido lugar una reunión del Gremio, y la señora Barclay había cenado apresuradamente a fin de llegar puntual a la misma. Al salir de su casa, el cochero la oyó dirigir una observación de tipo corriente a su marido, y asegurarle que no tardaría en volver. Llamó después a la señorita Mornison, una joven que vive en la villa contigua, y fueron las dos juntas a la reunión. Ésta duró cuarenta minutos y, a las nueve y cuarto, la señora Barclay regresó a su casa, después de dejar a la señorita Mornison ante la puerta de la suya, al pasar.

Hay en Lachine una habitación que se utiliza como sala de estar por la mañana. Da a la carretera, y una gran puerta cristalera de hojas plegables se abre desde ella sobre el césped. Este se extiende a lo largo de unas treinta yardas, y sólo lo separa de la carretera un muro bajo rematado por una barandilla de hierro. En esta habitación entró la señora Barclay al regresar. Las cortinas no estaban corridas, ya que rara vez se utilizaba aquella sala por la noche, pero la propia señora Barclay encendió la lámpara y después tocó la campanilla, para pedir a Jane Stewart, la primera camarera, que le sirviera una taza de té, cosa que era más bien contraria a sus hábitos usuales. El coronel había estado sentado en el comedor, pero al oír que su esposa ya había regresado, se reunió con ella en la sala mencionada. El cochero le vio atravesar el vestíbulo y entrar en ella. Nunca más se le volvería a ver con vida.

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