Las memorias de Sherlock Holmes (6 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Prestaba cierta verosimilitud a esta teoría el hecho de que uno de estos estudiantes procedía de Irlanda del Norte y, según tenía entendido la señorita Cushing, del propio Belfast. Mientras tanto, se está investigando el asunto diligentemente y se ha encargado el caso al señor Lestrade, uno de los más perspicaces detectives de la policía».

—Dejemos ya este asunto del Daily Chronicle —dijo Holmes cuando yo acabé de leer—. Hablemos ahora de nuestro amigo Lestrade. Esta mañana recibí una nota suya que dice:

«Creo que este caso encaja muy bien en su especialidad. Tenemos muchas esperanzas de aclarar el asunto, pero topamos con la pequeña dificultad de no tener nada en que basarnos. Hemos telegrafiado, por supuesto, a la oficina de correos de Belfast, pero aquel día fueron entregados una gran cantidad de paquetes y no hubo manera de identificar a este en particular, o de acordarse del remitente. La caja, de las de media libra de tabaco negro, tampoco nos facilita nada la identificación. La hipótesis del estudiante de medicina sigue pareciéndome la más plausible, pero si usted dispusiera de unas cuantas horas libres me alegraría mucho verlo por aquí. Estaré en casa todo el día o en la comisaría de policía».

—¿Qué le parece, Watson? ¿Puede usted sobreponerse al calor y venirse conmigo a Croydon ante la remota posibilidad de un nuevo caso para sus anales?

—Estaba impaciente por hacer algo.

—Lo tendrá entonces. Llame a nuestro botones y dígale que pida un coche. Volveré en seguida, cuando me haya quitado el batín y llenado mi petaca.

Mientras íbamos en el tren cayó un aguacero y por tanto en Croydon el calor era mucho menos sofocante que en la ciudad. Holmes había enviado un telegrama, de modo que Lestrade, tan enjuto, tan atildado, y tan husmeador como siempre, nos esperaba en la estación. Un paseo de cinco minutos nos condujo hasta Cross Street, donde residía la señorita Cushing.

Era una calle muy larga con casas de ladrillo de dos pisos, limpias y bien cuidadas, con sus peldaños de piedra blanqueada y en las puertas pequeños grupos de mujeres con delantal cotilleando. A medio camino Lestrade se detuvo y llamó a una de las puertas, que abrió una joven criada. La señorita Cushing estaba sentada en el salón, al que nos hizo pasar. Era una mujer de rostro apacible, ojos grandes y dulces, y pelo entrecano que se curvaba sobre ambas sienes. Un recargado antimacasar yacía sobre su regazo y junto a ella, encima de un taburete, había una cesta de sedas de colores.

—Esas cosas horribles están en la dependencia anexa —dijo ella cuando entró Lestrade—. Me gustaría que se las llevara.

—Eso haré, señorita Cushing. Las guardé ahí hasta que mi amigo, el señor Holmes, las hubiera visto en su presencia.

—¿Por qué en mí presencia, señor?

—Por si deseaba hacerle a usted alguna pregunta.

—¿Para qué iba a hacerme preguntas si le digo que no sé nada en absoluto acerca del asunto?

—En efecto, señora —dijo Holmes con voz tranquilizadora—. No tengo la menor duda de que ya la han molestado bastante acerca de este asunto.

—Ya lo creo, señor. Soy una mujer discreta y llevo una vida retirada. Es algo nuevo para mí el ver mi nombre en los periódicos y a la policía en mi casa. No quiero tener aquí esas cosas, señor Lestrade. Si usted desea verlas tiene que ir a la dependencia anexa.

Era un pequeño cobertizo en el angosto jardín que se extendía por detrás de la casa. Lestrade entró en él y sacó una caja amarilla de cartón, un pedazo de papel de estraza y un cordel. Había un banco al final del sendero y nos sentamos allí mientras Holmes examinaba, uno a uno, los objetos que Lestrade le había entregado.

—El cordel es sumamente interesante —observó, poniéndolo a contraluz y oliéndolo—. ¿Qué le parece, Lestrade?

—Que ha sido embreado.

—Exactamente. Es un trozo de bramante embreado. Sin duda habrá observado que la señorita Cushing ha cortado la cuerda con unas tijeras, como puede conjeturarse por sus dos extremos deshilachados. Eso es importante.

—No veo su importancia —dijo Lestrade.

—La importancia radica en el hecho de que el nudo lo han dejado intacto y que se trata de un nudo de un tipo especial.

—Está hecho muy hábilmente. Ya me había dado cuenta de eso —dijo Lestrade con suficiencia.

—Dejemos ya el cordel, entonces —dijo Holmes, sonriendo—, y pasemos a la envoltura de la caja. Papel de estraza, con un inconfundible olor a café. ¿Cómo, no lo notó usted? Creo que no puede haber la menor duda al respecto. La dirección está escrita con letra bastante descuidada: «Señorita S. Cushing, Cross Street, Croydon». Está hecha con una pluma de punta gruesa, probablemente una J, y con tinta de muy escasa calidad. La palabra «Croydon» fue escrita al principio con «i», que luego se transformó en «y». El paquete fue enviado, pues, por un hombre —la tipografía es claramente masculina— de escasa educación y que no conoce la ciudad de Croydon. ¡Hasta aquí, todo bien! La caja es amarilla, de las de media libra de tabaco negro, sin nada característico salvo las huellas de dos pulgares en la esquina izquierda del fondo. Está llena de ese tipo de sal gruesa que se utiliza para preservar el cuero y para otros usos comerciales más ordinarios. Y en ella están incrustados esos objetos tan singulares.

Mientras hablaba sacó las dos orejas y, poniendo una tabla sobre sus rodillas, las examinó minuciosamente, mientras Lestrade y yo, inclinados hacia delante uno a cada lado de él, mirábamos alternativamente a esos espantosos restos y al rostro pensativo y anhelante de nuestro compañero. Por fin las devolvió otra vez a la caja y se sentó un rato, absorto en profunda meditación.

—Habrá observado usted, naturalmente —dijo por fin—, que las orejas no forman pareja.

—Sí, me he dado cuenta de eso. Pero si fuera una broma hecha por algunos estudiantes con acceso a las salas de disección, igual de fácil les habría sido enviar un par de orejas de una misma persona que dos orejas desparejadas.

—Exactamente. Pero no se trata de una broma.

—¿Está usted seguro de eso?

—La presunción en contra es muy sólida. En las salas de disección se inyecta a los cadáveres un fluido conservante. Estas orejas no muestran ni rastro de ese fluido. Son recientes además. Han sido cortadas con un instrumento embotado, lo que difícilmente habría ocurrido si lo hubiera hecho un estudiante. Además, a cualquier mentalidad médica se le habría ocurrido utilizar ácido fénico o alcohol rectificado como conservante y de ninguna manera sal gruesa. Repito que este caso no se trata de una broma, sino que estamos investigando un grave crimen.

Un impreciso escalofrío me corrió por el cuerpo al escuchar las palabras de mi compañero y comprobar la sombría circunspección que había endurecido su semblante. Este brutal preliminar parecía anunciar la proximidad de algún extraño e inexplicable horror. Lestrade, sin embargo, dio muestras de desaprobación como si no estuviera convencido del todo.

—Sin duda se pueden poner reparos a la hipótesis de la broma —dijo—, pero existen razones todavía más fuertes en contra de la otra teoría. Sabemos que esta mujer ha llevado una vida discreta y respetable en Penge y aquí durante los últimos veinte años. Apenas ha estado ausente de su casa un solo día en todo ese tiempo. ¿Por qué demonios, por tanto, iba a enviarle ningún criminal las pruebas de su delito, sobre todo si como parece, a menos que sea una consumada actriz, sabe tan poco como nosotros del asunto?

—Ese es el problema que tenemos que resolver —respondió Holmes—, y por lo que a mí se refiere, me pondré manos a la obra, con la presunción de que mi razonamiento es correcto y que se ha cometido un doble asesinato. Una de estas orejas es de mujer, pequeña, delicadamente modelada, y perforada para llevar un pendiente. La otra es de hombre, bronceada, amarillenta y perforada también para llevar un pendiente. Supongo que estas dos personas han muerto, pues en caso contrario ya hace tiempo que nos habríamos enterado de lo que les sucedió. Hoy es viernes. El paquete fue echado al correo el jueves por la mañana. La tragedia ocurrió, por lo tanto, el martes o el miércoles, o incluso antes. Si las dos personas fueron asesinadas, ¿quién sino su asesino pudo enviar esa muestra de su delito a la señorita Cushing? Podemos suponer que el remitente del paquete es el hombre que buscamos. Pero debió de tener algún motivo poderoso para enviar este paquete a la señorita Cushing. ¿Cuál fue, pues, ese motivo? Debe de haber sido para comunicarle ¡qué se había cometido dicho delito!, o tal vez para hacerla sufrir. Mas en ese caso ella debía saber de quién se trataba. ¿Lo sabía, realmente? Lo dudo. Si lo hubiera sabido, ¿por qué iba a llamar a la policía? Podría haber enterrado las orejas, y nadie se hubiera enterado. Eso es lo que habría hecho si hubiese querido proteger al criminal. Pero si no quería protegerlo, habría comunicado su nombre. He aquí un enredo que es preciso resolver.

Se había expresado en voz alta, con suma rapidez, mirando al vacío por encima de la valla del jardín, pero inmediatamente se puso en pie de un enérgico salto y echó a andar en dirección a la casa.

—Tengo que hacerle algunas preguntas a la señorita Cushing —dijo.

—En tal caso, si me lo permite, yo me marcho —dijo Lestrade—, pues tengo entre manos otro asuntillo. Creo que no hay nada más que la señorita Cushing pueda contarme. Me encontrarán en la comisaría de policía.

—Pasaremos a verle de camino a la estación —respondió Holmes.

Poco después él y yo regresamos al salón, donde la impasible dama seguía trabajando tranquilamente en su antimacasar. Al entrar nosotros lo puso encima de su regazo y nos miró con sus ojos azules, de mirada franca y penetrante.

—Estoy convencida, señor —dijo—, de que en todo este asunto hay algún error, que el paquete no iba dirigido a mí. Se lo he dicho varias veces a este caballero de Scotland Yard, pero él se ríe de mí. No tengo ningún enemigo en el mundo, que yo sepa, de modo que ¿por qué iba a gastarme nadie semejante broma?

—Empiezo a ser de la misma opinión, señorita Cushing —dijo Holmes, tomando asiento a su lado—. Creo que es más que probable...

Hizo una pausa y, al mirar a mi alrededor, me sorprendió ver que tenía los ojos clavados con singular atención en el perfil de la dama. Por un instante pudo leerse en su rostro anhelante sorpresa y satisfacción al mismo tiempo, aunque cuando ella miró en torno para averiguar el motivo de su silencio, Holmes estaba de nuevo tan serio como siempre. Yo miré fijamente sus lisos cabellos entrecanos, su elegante tocado, sus pequeños pendientes de oro, sus plácidas facciones; pero no pude ver nada que justificara la evidente agitación de mi compañero.

—Quedan una o dos preguntas...

—¡Estoy harta de preguntas! —gritó la señorita Cushing con impaciencia.

—Usted tiene dos hermanas, según creo.

—¿Cómo puede saber eso?

—Nada más entrar en la habitación observé que tiene encima de la repisa de la chimenea una fotografía de un grupo de tres damas, una de las cuales es usted misma indudablemente, mientras que las otras dos se le parecen tanto que no es posible dudar del parentesco.

—Sí, lleva usted razón. Esas son mis hermanas Sarah y Mary.

—Y aquí, al alcance de la mano, hay otro retrato, tomado en Liverpool, de su hermana pequeña, en compañía de un hombre que parece un camarero de barco, a juzgar por su uniforme. Observo que entonces todavía no se había casado.

—Es usted un observador muy rápido.

—Es mi oficio.

—Bueno, una vez más lleva usted razón. Pero se casó con el señor Browner unos días después. Cuando fue tomada la fotografía él trabajaba en la compañía South América, pero quería tanto a mi hermana que no pudo soportar el tener que abandonarla por tanto tiempo y se enroló en la línea que cubría Londres y Liverpool.

—¿Tal vez en el
Conqueror
?

—No, en el
May Day
, según mis últimas noticias. Jim vino a verme una vez. Eso fue antes de romper las relaciones; pero después, siempre que desembarcaba se daba a la bebida, y bastaba que bebiese un poco para volverse loco de atar. ¡Ay, aciago día aquel en que volvió a tomar una copa! En primer lugar se olvidó de mí, luego se peleó con Sarah, y ahora que Mary ha dejado de escribirnos no sabemos cómo les van las cosas.

Era evidente que la señorita Cushing había tocado un tema que la afectaba profundamente. Como la mayoría de la gente que lleva una vida solitaria, al principio se mostraba tímida, pero con el tiempo llegaba a ser extremadamente comunicativa.

Nos contó muchos detalles de su cuñado el camarero de barco, y luego, desviándose hacia el tema de sus antiguos huéspedes, los estudiantes de medicina, nos hizo un extenso relato de sus fechorías y nos dio sus nombres y apellidos así como los hospitales en donde trabajaban. Holmes escuchó con atención, terciando de vez en cuando con alguna pregunta.

—Con respecto a su segunda hermana, Sarah —dijo él—, me sorprende que, siendo las dos solteras, no vivan juntas.

—¡Ay!, si usted conociera el mal genio de Sarah dejaría de sorprenderse. Lo intenté cuando vine a Croydon, y vivimos juntas hasta hace dos meses, en que tuvimos que separarnos. No quiero decir nada en contra de mi propia hermana, pero lo cierto es que Sarah siempre ha sido una entrometida y muy difícil de complacer.

—Dice usted que ella se peleó con sus parientes de Liverpool.

—Sí, aunque hubo un tiempo en que fueron los mejores amigos. Con decirle que se fue a vivir allí para estar cerca de ellos. Y ahora, cuando habla de Jim Browner, no encuentra palabras lo bastante duras. Los últimos seis meses que pasó allí no hablaba de otra cosa que de lo mucho que él bebía y de sus modales. Tengo la impresión de que debió de sorprender alguna intromisión suya, y le dijo cuatro verdades. Así fue como empezó la cosa.

—Gracias, señorita Cushing —dijo Holmes, levantándose y haciendo una reverencia—. Creo que me dijo usted que su hermana Sarah vive en New Street, Wallington, ¿no es cierto? Adiós, y siento mucho que la hayan molestado por un caso con el que, como usted dice, no tiene absolutamente nada que ver.

Cuando salíamos pasó un coche y Holmes lo llamó.

—¿A qué distancia está Wallington?

—Más o menos a una milla, señor.

—Muy bien. Suba, Watson. A hierro caliente, batir de repente. Aunque el caso es sencillo, hay uno o dos detalles muy instructivos relacionados con él. Cochero, deténgase cuando pase por delante de una oficina de telégrafos.

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