Las huellas imborrables (34 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
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–¿Podría tomarle las huellas dactilares?

Una vez más, los padres intercambiaron una mirada inquisitiva. Y, una vez más, el padre de Mattias tomó la palabra:

–Sí, supongo que no hay problema. Siempre que sea necesario para… –No concluyó la frase, sino que miró a su hijo con los ojos nuevamente anegados en lágrimas.

–Tardaré apenas un minuto –dijo Gösta sacando el material necesario.

Poco después, se hallaba de nuevo en el coche, aún en el aparcamiento, mirando la caja con las huellas de Mattias. Quizá no tuviese ninguna importancia para la investigación. Pero él había hecho su trabajo. Por fin. Era un flaco consuelo.

–Última parada por hoy, ¿no? –comentó Martin mientras se bajaban del coche ante la redacción del
Bohusläningen
.

–Sí, dentro de poco tendríamos que ir volviendo –convino Paula, mirando el reloj. Había recorrido en silencio todo el trayecto desde la oficina de los Amigos de Suecia, y Martin la dejó reflexionar tranquilamente. Comprendía que debía de ser difícil para ella verse frente a ese tipo de personas. Gente que la condenaba antes de que hubiese dicho «hola», y que sólo veía el color de su piel, nada más. También a él le resultaba desagradable, pero con su piel blanquísima llena de pecas y el pelo de un rojo encendido, no pertenecía al grupo de los que se veían expuestos a las miradas que sí le dedicaban a Paula. Cierto que, durante sus años escolares, había sufrido alguna que otra cancioncilla vejatoria por el color del pelo, pero de eso hacía ya mucho tiempo y no era lo mismo.

–Hola, buscamos a Kjell Ringholm –dijo Paula apoyándose en el mostrador de recepción.

–Un momento, le aviso enseguida. –La recepcionista cogió un auricular y anunció a Kjell Ringholm que tenía visita–. Pueden sentarse, no tardará en bajar a buscarlos.

–Gracias. –Ambos se sentaron a esperar en unos sillones que había dispuestos en torno a una mesa baja. Transcurridos unos minutos, vieron acercarse a un hombre con barriga incipiente y cabello oscuro y una barba muy poblada. Paula pensó que se parecía mucho a Björn
*
. O a Benny
*
. Nunca atinaba a distinguirlos.

–Kjell Ringholm –se presentó estrechándoles la mano con un apretón firme, casi doloroso, y Martin no pudo evitar un mohín–. Vengan, iremos a mi mesa. –El hombre los precedió y los fue guiando por la redacción, hasta que llegaron a su despacho.

–Por favor, tomen asiento. Creía que conocía a todos los policías de Uddevalla, pero debo confesar que ustedes son caras nuevas para mí. ¿Para quién trabajan? –Kjell se sentó detrás del escritorio, que tenía atestado de papeles.

–No somos de la policía de Uddevalla, sino de la comisaría de Tanumshede.

–Ajá, ¿no me diga? –preguntó Kjell sorprendido. Pero Paula tuvo la fugaz impresión de haber atisbado algo más que asombro, aunque desapareció como había venido–. ¿Y qué es lo que quieren? –Quiso saber Kjell, retrepado en la silla y con las manos cruzadas sobre la barriga.

–Ante todo veníamos a comunicarle que hoy hemos llevado a su hijo a comisaría porque ha agredido a un compañero de clase –comenzó Martin.

El hombre se irguió en la silla.

–¿Qué demonios están diciendo? ¿Han llevado a Per a comisaría? ¿A quién…? ¿Y cómo está…? –Se le entrecortaban las palabras, que le surgían de la garganta a borbotones, y Paula aguardó serena a que hiciera una pausa para despejar sus incógnitas.

–Golpeó a Mattias Larsson, un compañero de clase, en el patio del instituto. El chico está en el hospital de Strömstad y, según el último informe, se encuentra estable, aunque ha sufrido lesiones graves.

–¿Qué…? –A Kjell parecía costarle asimilar lo que le decían–. Pero ¿por qué no me ha llamado nadie antes? Me da la impresión de que ha sucedido hace tan sólo un par de horas.

–Per prefirió que llamáramos a su madre. Así que ella acudió a la comisaría y acompañó a Per durante el interrogatorio. Luego, lo dejamos ir a casa con ella.

–Sí, bueno, no es la situación ideal, como quizá hayan comprobado. –Kjell miraba con atención a Paula y a Martin.

–No, ya comprendimos durante el interrogatorio que había ciertos… problemas –Martin vaciló un instante–. De modo que le hemos pedido a los servicios sociales que vigile el tema.

Kjell dejó escapar un suspiro.

–Ya, tendría que haber tomado cartas en el asunto mucho antes… Pero siempre había algo que se interponía… No sé… –Hablaba con la vista fija en la foto de una mujer rubia con dos niños de algo menos de diez años. Durante unos instantes, reinó el silencio.

–¿Y qué pasará ahora?

–El juez estudiará el caso y emitirá una resolución sobre cómo debemos proceder. Pero el asunto es grave…

Kjell hizo un gesto con la mano.

–Lo sé, lo comprendo. Créanme si les digo que no me lo tomo a la ligera. Soy plenamente consciente de la gravedad. Pero, me gustaría saber de forma más concreta qué piensan que… –Volvió a mirar la foto, pero enseguida dirigió la vista de nuevo a los policías.

Fue Paula quien respondió.

–Es difícil decirlo. Pero supongo que tendrá que ir a un centro de rehabilitación para jóvenes.

Kjell asintió con gesto cansino.

–Sí, en cierto modo quizá sea lo mejor. Per lleva tiempo siendo… difícil, y quizá esto le haga comprender la gravedad de sus actos. Aunque no lo ha tenido fácil. Yo no siempre he estado ahí, como debía, y su madre… Bueno, ya vieron cuál es la situación. Claro que ella no siempre ha sido así, fue a raíz de la separación cuando… –Se le murió la voz y sus ojos buscaron de nuevo la instantánea–. Le afectó muchísimo.

–Hay otro asunto –continuó Martin inclinándose sin apartar la vista de Kjell.

–¿Sí?

–Pues sí, durante el interrogatorio salió a relucir el hecho de que Per asaltó una casa poco antes del verano, en junio. Y que el propietario de dicha casa, Erik Frankel, lo sorprendió. Por lo que nos dijo Per, usted no desconocía estos hechos, ¿no es así?

Kjell guardó silencio unos instantes, luego meneó despacio la cabeza.

–No, es cierto. Erik Frankel me llamó después de encerrar a Per en la biblioteca. Y yo fui a su casa. –Kjell Ringholm exhibió una sonrisa de amargura–. Fue muy gracioso, la verdad, ver a Per encerrado entre todos aquellos libros. Creo que es la única vez que ha estado cerca de ellos en toda su vida.

–No creo que un atraco tenga nada de gracioso –intervino Paula cortante–. Pudo haber terminado muy mal.

–Sí, lo sé, lo siento. Una broma de mal gusto –repuso Kjell excusándose con una sonrisa.

–Pero tanto Erik como yo estuvimos de acuerdo en no darle demasiada importancia. Él pensaba que sería suficiente con un escarmiento. No creía que Per fuese a repetir la hazaña, pero no fue así. Yo recogí a Per, lo reprendí duramente y, bueno… –Se encogió de hombros con un gesto de resignación.

–Aunque, al parecer, usted y Erik Frankel hablaron también de otro asunto, no sólo del intento de atraco de Per. El chico oyó a Erik decir que poseía cierta información que podía interesarle para su actividad periodística, y que habían acordado verse algo después. ¿Le suena?

Silencio total. Al cabo de unos instantes, Kjell meneó la cabeza.

–No, debo decir que no lo recuerdo, la verdad. Per debe de habérselo inventado, o quizá lo malinterpretó. Lo que acordamos Erik y yo fue que, si necesitaba datos sobre el nazismo, podría ponerme en contacto con él.

Martin y Paula lo observaron escépticos. Ninguno de los dos creía una palabra de lo que acababa de decir. Era obvio que mentía, pero no podían demostrarlo.

–¿Sabe si Erik y su padre tenían algún contacto? –preguntó Martin al cabo.

Kjell se relajó visiblemente, como aliviado al ver que abandonaban el tema anterior.

–No, que yo sepa. Pero, por otro lado, no tengo ni control sobre las actividades de mi padre ni excesivo interés en ellas. Salvo lo que incumbe a mis artículos.

–¿Y no le resulta extraño? –preguntó Paula llena de curiosidad–. Me refiero al hecho de condenar públicamente a su propio padre de ese modo.

–Usted más que nadie debería comprender la importancia de combatir la xenofobia –replicó Kjell–. Es como una metástasis cancerosa en nuestra sociedad, y debemos oponernos a ella con todos los medios a nuestro alcance. Y si resulta que mi padre forma parte de esa metástasis… Bueno, pues es su opción personal –aseguró subrayando su impotencia con un gesto–. Por lo demás, entre mi padre y yo no existe ningún vínculo, salvo el hecho de que dejó embarazada a mi madre. Durante toda mi infancia, no lo vi más que en salas de visita de la cárcel y, en cuanto me hice lo bastante mayor para pensar por mí mismo y tomar mis propias decisiones, comprendí que no es una persona a la que quiera incluir en mi vida.

–O sea, ¿ustedes dos no tienen ningún contacto? Pero ¿y Per, suele verlo? –intervino Martin, más por curiosidad que porque pensase que tuviera relevancia para la investigación.

–No, yo no tengo ningún contacto con él. Por desgracia, mi padre ha conseguido inculcarle a mi hijo un montón de tonterías. Cuando Per era pequeño, podíamos controlar que no tuviesen relación, pero ahora que es mayor y se mueve libremente… Bueno, no hemos podido evitarlo en la medida en que lo hubiésemos deseado.

–Bien, en fin, pues ya no tenemos mucho más que preguntar. Por ahora –añadió Martin al tiempo que se levantaba. Paula siguió su ejemplo. Ya en el umbral, Martin se dio media vuelta y preguntó:

–Está completamente seguro de que no tiene ninguna información sobre Erik Frankel que pudiera sernos de utilidad, ¿verdad?

Sus miradas se cruzaron un instante y se diría que Kjell dudaba. Pero finalmente, meneó la cabeza con firmeza y dijo:

–No, nada. Nada en absoluto.

Tampoco en esta ocasión lo creyeron los dos agentes.

Margareta estaba preocupada. Nadie cogía el teléfono en casa de sus padres desde que su padre estuvo en la suya el día anterior. Era muy extraño; e inquietante. Solían avisar siempre que iban a viajar a algún sitio, aunque últimamente no salían mucho. Y ella solía llamarlos todas las tardes para hablar con ellos un rato. Era como un ritual que llevaban muchos años manteniendo y no recordaba una sola ocasión en la que no hubiesen contestado. Ahora, en cambio, después de marcar un número que sus dedos conocían ya de memoria, el tono de llamada parecía resonar en el vacío, repitiéndose una y otra vez sin que nadie cogiese el auricular al otro lado del hilo telefónico. En realidad, le hubiese gustado acercarse a su casa la noche anterior, pero Owe, su marido, la convenció de que lo dejara para el día siguiente. Seguramente, le dijo, se habrían ido a dormir temprano. Pero ahora era de día, pronto sería media mañana, y seguían sin coger el teléfono. Margareta sintió crecer el desasosiego en su interior, hasta que se convirtió en la certeza de que algo había sucedido. No se le ocurría ninguna otra explicación.

Se puso los zapatos y el chaquetón y salió resuelta en dirección a la casa de sus padres. Estaba a diez minutos a pie, pero cada segundo que transcurría se recriminaba haberle hecho caso a Owe en lugar de ir a verlos la noche anterior. Allí había algo raro, lo presentía.

Cuando se encontraba a unos metros de la casa de sus padres, vio a alguien delante de la puerta. Entornó los ojos para distinguir quién era, pero, hasta que no estuvo más cerca, no comprobó que se trataba de la escritora aquella, Erica Falck.

–¿Puedo hacer algo por ti? –preguntó Margareta con tono amable, aunque su voz traslucía la preocupación que sentía.

–Pues…, bueno, venía a ver a Britta, pero parece que no hay nadie… –La mujer rubia parecía un tanto despistada al pie de la escalinata.

–Yo llevo llamándolos desde ayer noche, y nadie contesta, de modo que he venido a comprobar que están bien –explicó Margareta–. Puedes entrar conmigo y esperar en el vestíbulo. –Sobre la puerta de la casa había un voladizo. Margareta estiró el brazo por encima de una de las vigas que lo sostenían y cogió una llave. Le temblaba la mano levemente mientras intentaba abrir.

–Pasa, yo iré a ver –dijo sintiendo cierto alivio al no verse allí sola. En realidad, debería haber llamado a alguna de sus hermanas, o a las dos, antes de ir a casa de sus padres. Pero no habría podido ocultarles lo grave que le parecía la situación ni la preocupación que la devoraba por dentro.

Recorrió la planta baja y miró a su alrededor. Todo estaba limpio y ordenado, como de costumbre.

–¿Mamá? ¿Papá? –gritó sin obtener respuesta. Presa de un pánico incipiente, notó que le costaba respirar. Debería haber llamado a sus hermanas, debería haberlas llamado.

–Aguarda aquí, subiré a mirar –le dijo a Erica al tiempo que enfilaba la escalera. No apremió el paso, sino que fue subiendo despacio, muy despacio, hacia el piso de arriba. Reinaba una calma tan poco natural… Pero cuando llegó al último peldaño, oyó un ruido vago. Sonaba como si alguien estuviese sollozando. Como el llanto de un niño pequeño. Se quedó inmóvil un instante, para localizar el origen del sonido, y comprendió enseguida que procedía del dormitorio de sus padres. Con el corazón desbocado se dirigió apresuradamente hacia allí y abrió la puerta despacio. Le llevó unos segundos comprender la escena. Luego oyó, como de lejos, su propia voz pidiendo ayuda.

Fue Per quien abrió la puerta cuando llamó.

–Abuelo… –imploró el muchacho con la expresión de un cachorro necesitado de una palmadita.

–¿Qué demonios has hecho? –le espetó Frans con brusquedad apartándolo para entrar en el vestíbulo.

–Pero si yo… ese… ese idiota no decía más que un montón de basura. ¿Qué querías que hiciera? ¿Aguantarme y ya está? –Per sonaba herido. Creía que, si había alguien capaz de comprenderlo, ese sería el abuelo–. Además, no es nada comparado con las cosas que tú has hecho –replicó en tono rebelde, aunque sin atreverse a mirar a Frans a los ojos.

–¡Precisamente por eso, yo sé lo que digo! –Frans lo cogió por los hombros, lo zarandeó y lo obligó a mirarlo a los ojos.

–Vamos a sentarnos y a charlar un rato tú y yo, a ver si puedo inculcar algo de sentido común en esa cabeza tan dura que tienes. Por cierto, ¿dónde está tu madre? –Frans miró a su alrededor buscando a Carina, dispuesto a luchar por su derecho a estar allí y a hablar con su nieto.

–Supongo que estará durmiendo la mona –respondió Per dirigiéndose indolente a la cocina–. Empezó a beber ayer, en cuanto llegamos de la comisaría, y anoche, cuando me fui a la cama, aún seguía. Ahora llevo sin oírla unas horas.

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