Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–¡Ya es hora de levantarse! –La voz del vigilante resonaba entre los barracones–. ¡Formación para pasar revista en el patio dentro de cinco minutos!
Axel abrió un ojo después de otro con esfuerzo. Por un instante, se sintió totalmente desorientado. El barracón estaba a oscuras y era tan temprano que apenas se filtraba alguna luz del exterior. Pese a todo, estaba en mejor situación que en la celda en la que había pasado aislado los primeros meses. Prefería la falta de espacio y el hedor del barracón a los días interminables de soledad. En Grini había tres mil quinientos prisioneros, según había oído decir. No le sorprendió. Adondequiera que miraba, veía a gente con la misma expresión resignada que él.
Axel se sentó en el catre y se frotó los ojos para ahuyentar el sueño. Recibían la orden de salir a formar varias veces al día, cada vez que se les antojaba a los soldados, y pobre del que no espabilase. Pero hoy le costaba salir de la cama. Había soñado con Fjällbacka. Se vio sentado en la cima de Veddeberget, contemplando el agua y los pesqueros que arribaban cargados de arenque. Casi llegó a oír el sonido de las gaviotas chillando mientras describían círculos sobrevolando los mástiles de los barcos. En realidad, un sonido increíblemente horrendo, pero, en cierto modo, se había convertido en parte del alma del pueblo. Soñó con la sensación del viento que lo envolvía, cálido, tibio en verano. Y con el aroma a algas que a veces arrastraba silbando hasta la cima de la montaña y que él aspiraba ávido por la nariz.
Pero la realidad era demasiado cruda y fría como para que pudiese aferrarse al sueño. Sí sentía, en cambio, el tejido áspero de la manta contra la piel cuando la retiró y bajó los pies del catre desvencijado. Sentía los zarpazos del hambre. Claro que les daban de comer, sí, pero demasiado poco y con demasiada poca frecuencia.
–Es hora de que salgáis –ordenó el más joven de los vigilantes mientras caminaba entre los prisioneros. Al llegar a Axel, se detuvo.
–Hoy hace frío –le dijo amablemente.
Axel evitó su mirada. Era el mismo muchacho al que había interrogado acerca de la prisión cuando llegó, el que le pareció más amable que los demás. Como así era. Jamás había visto al joven maltratar o humillar a nadie, tal como hacían la mayoría de los demás vigilantes. Pero los meses transcurridos en la prisión habían trazado una clara línea entre los dos. Prisionero y carcelero. Eran como dos mundos completamente independientes. Vivían vidas tan distintas que Axel apenas era capaz de mirar de frente a los vigilantes cuando pasaban delante de él. El uniforme de guardia era el más claro indicio de su pertenencia a una parte de la humanidad que, sencillamente, valía menos. Se había enterado por los demás prisioneros de que los obligaron a usar el uniforme de guardia a raíz de la huida de un prisionero en 1941. Axel se preguntaba cómo era posible que alguien tuviese fuerzas para huir. Él se sentía tan apático, tan falto de energía, a causa de la combinación del duro trabajo al que los sometían, de la escasez de alimentos y de descanso, y del exceso de preocupación por su familia. Y, en general, por el exceso de miseria.
–Venga, espabila –lo conminó el joven vigilante dándole un leve empujón.
Axel obedeció y apremió el paso. Las consecuencias podían ser fatales si acudía tarde a la formación matutina.
Cuando bajaba la escalera camino del patio, tropezó. Notó que el pie perdía apoyo en el peldaño, que caía hacia delante, sobre el vigilante, que precedía la marcha. Agitó los brazos para recobrar el equilibrio pero, en lugar del aire, se encontró con el uniforme y el cuerpo del vigilante. Axel aterrizó en su espalda con un golpe sordo y se quedó sin aire al recibir el impacto con el pecho. En un primer momento, todo quedó en silencio. Luego notó unas manos que lo arrastraron por los pies.
–¡Te ha atacado! –afirmó el otro vigilante, que sujetaba a Axel fuertemente por el cuello de la camisa. Se llamaba Jensen y era uno de los más crueles.
–No creo que… –balbució el más joven al tiempo que se levantaba y se sacudía el polvo del uniforme.
–¡Te digo que te ha atacado! –Jensen tenía la cara roja de ira. Aprovechaba cualquier oportunidad para abusar de aquellos sobre quienes tenía algún poder. Cuando él pasaba por el campamento, la gente se dividía como el Mar Rojo ante Moisés.
–No, creo que…
–¡He visto cómo se abalanzaba sobre ti! –gritó el vigilante de más edad dando un paso amenazador al frente–. ¡Bien! ¿Le vas a dar una lección, o prefieres que se la dé yo?
–Pero si… –El vigilante, que no era más que un niño, miraba desesperado a Axel y al vigilante de más edad alternativamente.
Axel lo observaba indiferente. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de reaccionar, que había dejado de sentir. Lo que ocurría, ocurría, y no había más. Oponer resistencia a los acontecimientos significaba no sobrevivir.
–En ese caso, yo mismo… –El vigilante de más edad se encaminó hacia Axel y levantó el arma.
–¡No! ¡Lo haré yo! Es mi trabajo… –lo interrumpió el joven, interponiéndose entre los dos con la cara como la cera. Miró a Axel a los ojos, como si estuviese pidiéndole perdón. Luego levantó la mano y le propinó una bofetada.
–¿Y a eso lo llamas tú un castigo? –masculló Jensen con voz bronca. En torno a ellos se había congregado un puñado de curiosos y los demás vigilantes se rieron esperanzados. Acogían encantados cualquier suceso que viniese a interrumpir la triste monotonía de la prisión.
–¡Golpéalo más fuerte! –bramó Jensen con la cara aún más inflamada de rabia.
El joven volvió a mirar a Axel, que, una vez más, se negó a corresponderle. Entonces el vigilante tomó impulso y le estampó a Axel el puño cerrado en la mandíbula. La cabeza retrocedió, pero conservó el equilibrio.
–¡Más fuerte! –Ahora eran varios los vigilantes que coreaban aquella exhortación y al joven vigilante le brillaba la frente cubierta de gotas de sudor. Pero esta vez no buscó la mirada de Axel. Con los ojos empañados por una membrana acuosa, se agachó, cogió el arma que yacía en el suelo y la levantó para golpearlo.
Axel volvió la cara en un acto reflejo y el golpe hizo impacto en la oreja izquierda. Sintió que algo le estallaba allí dentro y un dolor indescriptible. Cuando llegó el segundo golpe, lo recibió de frente. Y ya no recordaba más. Sólo sentía dolor.
No había en la puerta ningún letrero que indicase que el local alojaba a los Amigos de Suecia. Sólo un cartel sobre la ranura para el correo en el que se leía «No se admite publicidad» y el nombre «Svensson» en una placa. Los colegas de Uddevalla, que vigilaban las actividades de la organización, les habían dado la dirección a Martin y a Paula.
No habían llamado antes de ir, sino que decidieron confiar en que hubiera alguien allí en horas de oficina. Martin llamó al timbre. Se oyó un sonido estridente al otro lado de la puerta, pero, en primera instancia, ningún movimiento. Y ya iba a levantar el dedo para llamar otra vez, cuando se abrió la puerta.
–¿Sí…? –Un hombre que rondaba la treintena los miraba inquisitivo y, al advertir los uniformes, frunció el entrecejo. Más ceñudo aún se mostró al ver a Paula. Durante unos segundos, la inspeccionó en silencio de arriba abajo de un modo tal que la agente sintió deseos de encajarle la rodilla en la entrepierna.
–Bien, ¿en qué puedo colaborar con el brazo del poder estatal? –dijo con sarcasmo.
–Quisiéramos intercambiar unas palabras con algún representante de los Amigos de Suecia. ¿Hemos llamado a la puerta adecuada?
–Por supuesto, adelante. –El hombre, que era rubio, alto y corpulento, con el físico de quien entrena de más, se hizo a un lado para dejarlos pasar.
–Martin Molin, y mi colega, Paula Morales. Somos de la policía de Tanumshede.
–Ajá, vienen de lejos –comentó el hombre precediéndolos hasta el pequeño despacho–. Yo soy Peter Lindgren. –Se sentó tras el escritorio y les indicó las dos sillas libres al otro lado.
Martin anotó el nombre mentalmente y se dijo que debía mirar en sus archivos en cuanto llegasen a la comisaría. Algo le decía que el registro contendría un montón de información sustanciosa sobre el hombre que tenía delante.
–Bueno, ¿y qué quieren? –Peter se retrepó y apoyó las manos entrecruzadas en la rodilla.
–Estamos investigando el asesinato de un hombre llamado Erik Frankel. ¿Le resulta familiar ese nombre? –Paula se obligó a sonar tranquila. Aquel hombre tenía algo que la hacía retorcerse de repugnancia. Pero, por irónico que pudiera parecer, seguramente a él le ocurría lo mismo ante alguien como ella.
–¿Debería? –preguntó Peter mirando a Martin en lugar de a Paula.
–Sí, debería –asintió Martin–. Han tenido cierto… contacto con él. Amenazas, para ser exactos. Pero claro, usted no sabrá nada al respecto, ¿verdad? –ironizó Martin.
Peter Lindgren meneó la cabeza.
–No, no me suena de nada. ¿Tienen alguna prueba de tales… amenazas? –preguntó a su vez con una sonrisa.
Martin se sentía como si lo estuvieran radiografiando por completo. Tras dudar un instante, dijo:
–Lo que tengamos o dejemos de tener es irrelevante en estos momentos. Pero sabemos que habéis amenazado a Erik Frankel. Como sabemos que un hombre de vuestra organización, Frans Ringholm, conocía a la víctima y lo previno de las amenazas.
–Yo no me tomaría a Frans demasiado en serio –repuso Peter con un destello peligroso en los ojos–. Goza de gran prestigio en nuestra… organización, pero Frans está acusando ya la edad y… bueno, algunos de nosotros pertenecemos a una nueva generación, que quiere tomarle el relevo. Soplan nuevos aires, nuevas premisas y… la gente como Frans no siempre comprende las nuevas reglas del juego.
–Ajá, pero la gente como usted sí que las comprende, ¿verdad? –quiso saber Martin.
Peter descruzó las manos.
–Uno tiene que saber cuándo cumplir las reglas y cuándo contravenirlas. Todo consiste en hacer aquello que, a la larga, sirva mejor a la buena causa.
–¿Y, en vuestro caso, la buena causa es…? –La propia Paula notó la acritud con que había formulado la pregunta. La mirada de advertencia de Martin se lo confirmó.
–Una sociedad mejor –respondió Peter con calma–. Quienes han gobernado este país no lo han administrado bien. Han permitido que… fuerzas ajenas ocupen un espacio demasiado grande. Y han permitido que lo sueco, lo puro, tenga que apretarse en un espacio reducido. –Miró con gesto desafiante a Paula, que tragaba saliva para obligarse a callar. No era ni el momento ni el lugar adecuado. Y estaba convencida de que aquel hombre estaba intentando provocarla.
–Pero nos hemos percatado de que ahora soplan otros vientos. La gente es cada vez más consciente de que vamos camino del abismo si seguimos actuando como hasta ahora, si permitimos que quienes ostentan el poder sigan destruyendo lo que construyeron nuestros antepasados. Y nosotros estamos en condiciones de ofrecer una sociedad mejor.
–¿Y en qué sentido podría… en teoría… un señor mayor, profesor de Historia jubilado, constituir una amenaza para… una sociedad mejor?
–En teoría… –Peter volvió a entrecruzar las manos–. En teoría, lógicamente, una persona así no constituiría ninguna amenaza. Pero podría haber contribuido a difundir una imagen errónea, una imagen que los vencedores de la contienda se han esforzado mucho por transmitir. Y, naturalmente, eso no podría tolerarse. En teoría.
Martin iba a decir algo cuando Peter lo interrumpió. Obviamente, no había terminado.
–Todas las visiones, todos los relatos de los campos de concentración y de cosas por el estilo son meras construcciones, mentiras hiperbólicas que luego se han machacado como si fueran verdad. ¿Y sabe por qué? Pues sí, para anular por completo el mensaje inicial, el mensaje correcto. Son los vencedores de las guerras quienes escriben la historia, y ellos decidieron ahogar la realidad en sangre, tergiversar la imagen que debía mostrarse al mundo para que nadie se atreviese a rebelarse y a cuestionar si fue el lado bueno el que ganó. Y de ese oscurantismo, de esa propaganda formaba parte Erik Frankel. De ahí que… en teoría… alguien como Erik Frankel pudiera constituir un impedimento para la sociedad que deseamos crear.
–Pero, según dice y por lo que usted sabe, ninguno de ustedes le dirigió una amenaza expresa, ¿verdad? –Martin lo observaba. Sabía perfectamente cuál sería la respuesta a su pregunta.
–No, nunca. Trabajamos conforme a las reglas de la democracia. Voto. Programa electoral. Acceder al poder mediante el voto del pueblo. Cualquier otra cosa queda totalmente excluida de nuestras acciones. –Miró a Paula, que se agarró las rodillas con las manos. La agente vio ante sí a los soldados que se llevaron a su padre. Tenían la misma expresión en la mirada.
–Bueno, pues entonces no vamos a molestarlo más –dijo Martin poniéndose de pie. Tenemos el nombre de los demás miembros del consejo, nos los facilitó la policía de Uddevalla… Así que, como es natural, también hablaremos con ellos.
Peter se levantó y asintió.
–Por supuesto. Pero ninguno tendrá otra cosa que decir que lo que ya les he comunicado. Y por lo que a Frans se refiere… Bueno, yo no le haría mucho caso a un viejo que vive en el pasado.
A Erica le costaba concentrarse en su tarea de escribir. Los pensamientos sobre su madre interferían constantemente en su trabajo. Sacó el montón de artículos de la biblioteca y lo colocó boca arriba, con la foto en primer lugar. Era frustrante. Contemplar las caras de aquellas personas y no poder obtener respuestas. Se acercó a la instantánea, con la cara muy próxima al papel. Los examinó uno por uno. Primero, a Erik Frankel. Expresión seria mirando a la cámara. Rígido en su postura. Un halo de tristeza lo envolvía y, sin saber si acertaba o no, Erica concluyó que sería el hecho de que hubiesen capturado a su hermano lo que había dejado en él esa huella. Aunque poseía la misma aura de gravedad y de pesar cuando fue a verlo en junio para preguntarle por la medalla de su madre.
Erica estudió con atención a la persona que había a la derecha de Frans. Su madre. Elsy Moström. Desde luego, tenía una expresión más dulce de lo que Erica le vio jamás, pero existía cierta rigidez en torno a aquella sonrisa tímida que denotaba que no apreciaba en absoluto dónde le había colocado el brazo. Erica no pudo evitar reparar en lo bonita que era su madre. Tenía una apariencia tan adorable. La Elsy que ella había conocido de niña era fría, inaccesible. Con una aridez que de ningún modo se intuía en la muchacha de la foto. Muy despacio, pasó el dedo por el rostro de su madre. ¡Qué distinto habría sido todo si Elsy hubiese sido la madre que la imagen presagiaba! ¿Qué le ocurrió a aquella niña? ¿Qué le arrebató la dulzura? ¿Qué tornó la timidez en indiferencia? ¿Por qué no fue nunca capaz de rodear a sus hijas con los brazos amables que se atisbaban bajo la manga corta de sus vestidos estampados? ¿Por qué no fue capaz de acogerlas en su abrazo?