Las huellas imborrables (21 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
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»Vino a verme sin avisar, algo totalmente insólito, y, además, estaba claramente bebido. Lo cual era más insólito si cabe, o al menos yo no lo había visto nunca así. Cuando entró, se fue derecho al mueble bar y se sirvió un buen vaso de whisky. Luego se sentó en el sofá y empezó a contármelo todo sin dejar de beber. Yo no comprendía mucho de lo que me decía, era un tanto incoherente y parecía más bien la verborrea de un borracho. Pero hablaba de Axel, eso sí me quedó claro. Hablaba de lo que había vivido cuando estuvo preso. Y cómo había afectado todo ello a su familia.

–¿Y fue la última noche que lo vio, dice? ¿Cómo es eso? ¿Por qué no se vieron más durante el verano? ¿Cómo es que no se interesó por saber dónde estaba?

El rostro de Viola se distorsionó con una mueca en su intento por contener el llanto. Con la voz empañada, contó al fin:

–Porque Erik se despidió de mí. Hacia medianoche se marchó de aquí, o bueno, es un decir, más bien se fue haciendo eses. Y lo último que me dijo fue que aquella era nuestra despedida. Me dio las gracias por el tiempo que habíamos pasado juntos y me besó en la mejilla. Luego se marchó. Y yo pensé que no eran más que tonterías fruto de la borrachera. Al día siguiente, me comporté como una verdadera tonta, me lo pasé sentada mirando el teléfono, esperando que me llamara y me diera una explicación o me pidiera perdón o… Cualquier cosa… Pero no me llamó. Y yo y mi absurdo orgullo, claro, yo me negué a llamarlo. De haberlo hecho, no sólo habría dado mi brazo a torcer, sino que él no habría estado así… –El llanto salió a borbotones y Viola no fue capaz de concluir la frase.

Pero Paula sabía perfectamente lo que quería decir. Posó la mano sobre la de Viola y le dijo con dulzura:

–Usted no podía hacer nada. ¿Cómo iba a saberlo?

Viola asintió a disgusto y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

–¿Sabe qué día estuvo aquí? –preguntó Patrik esperanzado.

–Puedo mirar la agenda –respondió Viola poniéndose de pie, con alivio manifiesto ante aquel respiro–. Hago anotaciones a diario, así que no me será difícil dar con la fecha. –Salió de la habitación y se ausentó un rato.

–Fue el 15 de junio –declaró de nuevo en la sala de estar–. Lo recuerdo porque esa tarde había estado en el dentista, así que estoy completamente segura.

–Bien, gracias –dijo Patrik antes de levantarse.

Tras despedirse de Viola y ya en la calle, todos tenían en mente la misma idea. ¿Qué sucedió el 15 de junio? ¿Qué hizo que Erik, en contra de su modo de ser, bebiese de más y, por si fuera poco, pusiera un brusco final a su relación con Viola? ¿Qué pudo haber ocurrido?

–¡Es obvio que no tiene el menor control sobre ella!

–Pero Dan, de verdad que creo que estás siendo injusto. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que tú no habrías caído en su artimaña? –Con los brazos cruzados y apoyada en la encimera de la cocina, Anna miraba a Dan con expresión airada.

–¡Qué va! ¡Yo no me habría dejado engañar! –Presa de la mayor frustración, Dan no dejaba de pasarse la mano por el pelo, que tenía completamente despeinado.

–No, claro… Tú, que sopesaste muy en serio la posibilidad de que alguien hubiese entrado en casa por la noche para comerse todo el chocolate que había en la despensa. Si yo no hubiera encontrado el papel debajo del almohadón de Lina, tú aún estarías buscando a una panda de ladrones con los bigotes manchados de chocolate… –Anna ahogó una risita y olvidó la rabia por un instante. Dan la miró: él tampoco pudo evitar un amago de sonrisa.

–Pero admitirás que fue muy convincente cuando aseguraba su inocencia, ¿verdad?

–Desde luego. Esa niña ganará un Oscar cuando sea mayor. Pues imagínate que Belinda puede ser igual de convincente, como mínimo. Y, de ser así, no resulta tan extraño que Pernilla la creyera. No creo que puedas estar del todo seguro de que tú no hubieses caído en el engaño.

–No, supongo que tienes razón –admitió Dan enfurruñado–. Pero debería haber llamado a la madre de la amiga para cerciorarse. Yo al menos lo hubiera hecho.

–Sí, claro, seguro que sí. Y a partir de ahora Pernilla también lo hará.

–¿Qué estáis diciendo de mamá? –se oyó preguntar a Belinda, que bajaba las escaleras aún en camisón y con un peinado que recordaba a un
troll
de goma. Se había negado a salir de la cama desde que la recogieron en casa de Erica y Patrik el sábado por la mañana, tan resacosa como abatida. En cualquier caso, daba la impresión de que la mayor parte del arrepentimiento había dado paso a una dosis mayor de la ira que últimamente parecía ser su más fiel seguidor.

–No estamos diciendo nada de tu madre –contestó Dan con tono cansino y plenamente consciente de que se estaba fraguando un conflicto insoslayable.

–¿Entonces eres tú la que está hablando pestes de mi madre otra vez? –le espetó Belinda a Anna, que dirigió a Dan una mirada de resignación. Luego se volvió a Belinda y le dijo con voz serena:

–Yo nunca he hablado mal de tu madre. Y lo sabes. Y, además, a mí no me hables en ese tono.

–Yo hablo en el tono que me da la puta gana –vociferó Belinda–. Esta es mi casa, no la tuya. Así que ya puedes llevarte a tus mocosos y largarte de aquí.

Dan dio un paso al frente con la mirada sombría.

–¡No le hables así a Anna! Ella también vive aquí. Exactamente igual que Adrian y Emma. Y si no te gusta, pues… –En cuanto comenzó la frase se dio cuenta de que era lo peor que podía decir en aquellos momentos.

–¡Pues no, no me gusta! ¡Así que hago la maleta y me voy a casa de mamá! ¡Y allí me pienso quedar! ¡Hasta que esa y sus enanos se larguen de aquí! –Belinda dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba. Tanto Dan como Anna se sobresaltaron al oír el portazo.

–Puede que tenga razón, Dan –observó Anna con un hilo de voz–. Puede que nos hayamos precipitado un poco. Quiero decir que no ha tenido mucho tiempo para acostumbrarse desde que hemos venido a invadir su vida.

–Pero joder, tiene diecisiete años y actúa como si tuviera cinco.

–Tienes que comprender a Belinda. No ha debido de ser muy fácil para ella. Cuando Pernilla y tú os separasteis, ella estaba en una edad difícil y…

–Ya, muchas gracias, no necesito que me eches en cara todo el rollo para que me dé cargo de conciencia. Ya sé que la separación fue culpa mía, y no hace falta que me lo recrimines.

Dan pasó por delante de Anna con gesto brusco y salió a la calle. Por segunda vez en pocos minutos, se oyó un portazo tal en la casa que temblaron los cristales de las ventanas. Anna permaneció inmóvil unos segundos ante la encimera. Luego se vino abajo y rompió a llorar.

Fjällbacka, 1943

–Dicen que los alemanes le han echado por fin el guante al hijo de los Frankel, al tal Axel.

Vilgot se carcajeaba satisfecho mientras colgaba el abrigo en la percha de la entrada. Le dio el maletín a Frans, que lo cogió y lo dejó en el lugar de siempre, apoyado en la silla.

–Sí, ya era hora. Traición a la patria, así llamo yo a lo que hacía ese muchacho. Sí, ya sé que no son muchos los habitantes de Fjällbacka que se mostrarían de acuerdo conmigo, pero es que las personas son como borregos, siguen al rebaño y balan todos a una. Sólo la gente como yo, capaz de pensar por sí misma, sabe ver la realidad tal como es. Y recuerda lo que te digo, ese chico era un traidor. Esperemos que le apliquen el procedimiento más breve.

Vilgot había entrado en el salón y ya se había acomodado en su sillón favorito. Frans fue tras él pisándole los talones y el padre lo miró apremiante.

–Bueno, a ver, ¿dónde está mi copa? Hoy estás un poco tardón, ¿no? –Lo dijo visiblemente malhumorado, por lo que Frans se dirigió presuroso al mueble bar y le sirvió un buen trago. Era una costumbre que adoptaron desde que Frans era pequeño. A su madre no le gustaba nada la idea de que el niño manejase el alcohol a tan tierna edad, pero, como de costumbre, no tuvo posibilidad de opinar.

–Siéntate, muchacho, siéntate. –Con el vaso bien agarrado en la mano, Vilgot invitó a su hijo a que se acomodase en el sillón de al lado. Frans notó al sentarse ese aroma a alcohol tan familiar. Esa copa no era, seguramente, la primera que su padre se tomaba aquel día.

–Tu padre ha hecho hoy un negocio espléndido, ¿sabes? –Vilgot se inclinó y el olor a alcohol le dio a Frans de lleno en la cara–. He firmado un contrato con una empresa alemana. Un contrato con carácter de exclusividad. Seré su único proveedor en Suecia. Dijeron que les estaba costando trabajo encontrar buenos colaboradores… Y me lo creo, desde luego que sí. –Vilgot se carcajeó de tal modo que su enorme barriga empezó a saltar como provista de un muelle. Apuró la copa de un trago y le dio a Frans el vaso vacío–. Otra. –Tenía los ojos empañados por el efecto del alcohol. A Frans le temblaba ligeramente la mano cuando cogió el vaso. Aún le temblaba un poco mientras lo llenaba con aquella bebida transparente de olor acerbo e intenso, y unas gotas se extraviaron en su recorrido y rodaron por fuera del vaso.

–Sirve otro para ti –dijo Vilgot. Sonó más como una orden que como una invitación. Y, de hecho, era una orden, sin duda. Frans dejó el vaso lleno de su padre y alargó el brazo para coger el suyo. Lo llenó hasta el borde: ya no le temblaba la mano. Muy concentrado, se encaminó con los dos vasos adonde estaba su padre. Vilgot levantó el suyo una vez que el muchacho se hubo sentado:

–Venga, hasta el fondo.

Frans sintió cómo el líquido le abrasaba el pecho en su descenso hasta el estómago, donde se acomodó como una masa cálida. Su padre sonrió. Un hilillo del contenido del vaso le corría por la barbilla.

–¿Dónde está tu madre? –preguntó Vilgot quedamente.

Frans miraba a un punto indefinido de la pared.

–Ha ido a casa de la abuela. Volverá tarde –hablaba con voz sorda y hueca. Como si su voz procediese de otra persona. De alguien que estuviese fuera de él.

–¡Qué bien! Así podremos hablar los hombres tranquilamente. Pero sírvete otro, chaval.

Frans sentía la mirada de su padre en la espalda cuando se levantó para llenarse el vaso. En esta ocasión, no dejó la botella en el mueble bar, sino que se la llevó al sillón. Vilgot le dedicó una sonrisa de aprobación y le alargó el vaso para que se lo llenara.

–Eres un buen chico, sí señor.

Frans volvió a sentir el alcohol quemándole la garganta y luego, cómo la quemazón se transformaba en una sensación de bienestar localizada en algún punto del abdomen. El contorno de los objetos que lo rodeaban empezó a difuminarse. Estaba flotando como en un limbo entre realidad e irrealidad.

Vilgot suavizó un poco la voz.

–Con este negocio podré ganar miles de los grandes, y eso sólo los próximos años. Y si los alemanes siguen haciendo acopio de armas, la suma puede llegar a ser mucho mayor. Podrían ser millones. Además, me han prometido que me pondrán en contacto con otras compañías que quizá necesiten de nuestros servicios. Una vez que haya metido el pie… –Los ojos de Vilgot relucían en la penumbra del atardecer. Se humedeció los labios con la lengua–. Un día tú heredarás un magnífico negocio, Frans. –Se inclinó y posó la mano en la pierna del muchacho–. Un negocio magnífico de verdad. Llegará un día en que podrás decirles a todos los habitantes de Fjällbacka que se vayan al infierno. Cuando los alemanes se hayan hecho con el poder, cuando nosotros tengamos el mando y más dinero del que ninguno de ellos haya podido soñar. Así que tómate otro trago con tu padre y brindemos por estos tiempos tan halagüeños. –Vilgot alzó el vaso y lo entrechocó con el de Frans, que él mismo había llenado una vez más.

La sensación de bienestar inundó el pecho del muchacho. Estaba brindando con su padre.

Gösta acababa de empezar una partida de golf en el ordenador cuando oyó los zapatazos de Mellberg en el pasillo. Guardó el juego a toda prisa y abrió un informe y trató de fingir concentración. Los pasos de Mellberg se acercaban, pero había en ellos algo distinto. ¿Y a qué se debería aquel extraño lamento del jefe? Gösta empujó hacia atrás la silla lleno de curiosidad y asomó la cabeza al pasillo. Lo primero que vio fue a
Ernst
, que caminaba indolente detrás de Mellberg, con la lengua colgándole fuera de la boca, como de costumbre. Luego vio a un ser ondulante y enroscado que se abría paso con esfuerzo. Muy parecido a Mellberg, la verdad. Y, al mismo tiempo, muy distinto.

–¿Y tú qué coño miras?

Ajá, la voz y el tono eran, sin duda, los del jefe.

–¿Y a ti qué te ha pasado? –preguntó Gösta cuando también Annika se asomó desde la cocina, donde estaba dándole de comer a Maja.

Mellberg masculló algo casi inaudible.

–¿Perdón? –preguntó Annika–. ¿Qué has dicho? No te hemos oído bien.

Mellberg la miró iracundo y dijo alto y claro:

–He estado bailando salsa. ¿Alguna pregunta al respecto?

Gösta y Annika se miraron estupefactos y tuvieron que hacer un gran esfuerzo para mantener bajo control las facciones de su rostro.

–¿Y bien? –rugió Mellberg–. ¿Algún comentario jocoso? ¿Nadie? Porque he de decir que hay bastante margen para reducciones salariales en esta comisaría. –Dicho esto, entró en su despacho y cerró dando un portazo.

Annika y Gösta se quedaron mirando la puerta cerrada unos segundos, al cabo de los cuales no pudieron aguantarse más. Ambos estallaron en un ataque y, aunque lloraban de risa, procuraron hacerlo lo más silenciosamente posible. Gösta cruzó hasta la cocina y, tras comprobar que la puerta de Mellberg seguía cerrada, dijo en un susurro:

–¿De verdad que ha dicho que ha estado bailando salsa? ¿Es eso lo que ha dicho?

–Me temo que sí –respondió Annika secándose las lágrimas con la manga de la camisa. Maja los observaba fascinada, sentada a la mesa con el plato de comida delante.

–Pero ¿cómo? ¿Por qué? –preguntó incrédulo Gösta, que empezaba a recrear el espectáculo en su mente.

–Pues no sé, es la primera noticia que tengo. –Annika meneó la cabeza entre risas y se sentó con la intención de seguir dándole de comer a Maja.

–¿Te has fijado en que iba descoyuntado? Se parecía al personaje ese de
El señor de los anillos
, Gollum, ¿no? –Gösta puso todo su empeño en imitar los movimientos de Mellberg y Annika se tapó la boca con la mano para que no se la oyera reír.

–Sí, ha debido de provocarle una conmoción a su cuerpo. Supongo que lleva sin hacer deporte… Bueno, toda la vida.

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