Las huellas imborrables (25 page)

Read Las huellas imborrables Online

Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
10.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¿Y dónde ha estado Maja mientras tú «intervenías un poco en el trabajo»? –preguntó Erica destilando hielo en la voz.

Patrik se retorcía preguntándose si no tendría la gran suerte de que saltara la alarma de incendios, por ejemplo. Pero no, era evidente que no. Respiró hondo y se lanzó al abismo.

–Annika se quedó cuidándola un rato. En la comisaría. –No se explicaba cómo podía sonar tan mal ahora que lo expresaba con palabras y en voz alta, cuando antes ni se había planteado que no fuese lo ideal.

–O sea, que Annika se quedó cuidando de nuestra hija en la comisaría mientras tú salías a trabajar un par de horas, ¿lo he entendido bien?

–Esto… sí… bueno… –balbució Patrik buscando febrilmente algún modo de utilizar la situación a su favor–. Maja se lo ha pasado estupendamente. Al parecer, ha comido muy bien y luego Annika se la llevó a dar un breve paseo hasta que se durmió en el cochecito.

–Estoy convencida de que Annika ha hecho un excelente trabajo como canguro. No se trata de eso. Lo que me indigna es que tú y yo habíamos acordado que tú cuidarías de Maja mientras yo me concentraba en el trabajo. Y no digo que tengas que pasar con ella todos y cada uno de los minutos del día hasta el mes de enero, seguramente tendremos que recurrir a alguna canguro. Pero a mí me parece que es algo pronto para que se la dejes a la secretaria de la comisaría y te largues a trabajar después de tan sólo una semana de baja paternal, ¿no crees?

Patrik sopesó un instante si no sería aquella una pregunta retórica, pero, puesto que parecía estar esperando una respuesta, comprendió que no era el caso.

–Pues… ahora que lo dices… bueno, sí, claro que no ha sido muy buena idea… Pero es que ni siquiera habían comprobado si Erik tenía pareja o se veía con alguien, me entraron tantas ganas de hacer algo que… Bueno, ha sido una tontería por mi parte –reconoció rematando así su perorata incoherente. Acto seguido, se pasó la mano por el pelo, que quedó tan desgreñado como sus razones.

–A partir de este momento, nada de trabajo. Te lo prometo. Sólo la pequeña y yo. Es un pacto –aseguró levantando los dos pulgares en un intento por parecer tan digno de confianza como fuese posible. Erica parecía tener más cosas que decirle, pero luego dejó escapar un hondo suspiro y se levantó de la silla.

–Bien, cariño, tú no pareces haber sufrido lo más mínimo. ¿Le decimos a papá que está perdonado y bajamos a hacer la comida? –Maja asintió vehemente–. Papá nos preparará espaguetis a la carbonara, para compensar –añadió Erica bajando los peldaños con Maja en la cadera. Maja volvió a asentir con más entusiasmo aún: los espaguetis a la carbonara de papá eran uno de sus platos favoritos.

–¿Y, entonces, qué habéis averiguado? –preguntó Erica unos minutos más tarde, cuando, sentada a la mesa de la cocina, observaba cómo Patrik freía el beicon y ponía a cocer los espaguetis. Maja se había instalado delante del televisor y del programa infantil
Bolibompa
, lo que les permitía un respiro de conversación adulta.

–Lo más probable es que muriera entre el 15 y el 17 de junio –declaró removiendo el contenido de la sartén–. ¡Ay, joder! –Parte de la mantequilla derretida le salpicó y le quemó el brazo–. Mierda, cómo duele. Suerte que no se pone uno a freír beicon desnudo.

–¿Sabes qué, querido? Yo también opino que es una suerte que no te pongas a freír el beicon desnudo… –Erica le guiñó un ojo y él se le acercó y la besó en la boca.

–O sea, que vuelvo a ser «querido», ¿no? ¿Vuelvo a tener puntos de sobra?

Erica fingió reflexionar.

–Bueno, tanto como de sobra no diría yo, pero vuelves a estar a cero. Aunque, si la carbonara te sale buena de verdad, volverás a estar por encima…

–Y tú, ¿qué tal te ha ido hoy? –se interesó Patrik volviendo a los fogones para continuar con la cena. Con mucho cuidado, fue retirando de la sartén las tiras de beicon y poniéndolas sobre una hoja de papel de cocina para que escurrieran. El truco de una buena carbonara era que el beicon estuviese crujiente de verdad: no existía nada más asqueroso que el beicon blandengue.

–Pues, no sé por dónde empezar… –dijo Erica exhalando un suspiro. En primer lugar, le refirió el motivo de la visita de Anna y le habló de los problemas que llevaba aparejados la condición de madrastra de una adolescente. Luego se armó de valor y le contó su visita a casa de Britta. Patrik dejó la sartén y se la quedó mirando perplejo.

–¿Fuiste a su casa para interrogarla? ¿Y resultó que la buena mujer tiene Alzheimer? No me extraña que su marido se pusiera furioso contigo, yo habría reaccionado igual.

–Sí, ya, muchas gracias, Anna me dijo lo mismo, así que ya he recibido bastantes recriminaciones por hoy, gracias, gracias. –Erica se ensombreció–. Debo decir que, cuando fui a verla, no lo sabía.

–¿Y qué te dijo? –quiso saber Patrik mientras echaba los espaguetis en el agua hirviendo.

–Sabrás que esa cantidad bastaría para un regimiento, ¿verdad? –observó Erica al ver cómo caían en la cacerola casi dos tercios del paquete.

–¿Quién está cocinando, tú o yo? –preguntó Patrik haciéndole un gesto de advertencia con la rasera–. Bueno, cuéntame, ¿qué te dijo?

–Pues, para empezar, parece que mi madre y ella se veían mucho de jóvenes. Resulta que formaban una pandilla bastante unida, ellas dos, Erik Frankel y un tal Frans.

–¿Frans Ringholm? –preguntó Patrik muy interesado sin dejar de remover los espaguetis.

–Sí, creo que se llama asi. Frans Ringholm. ¿Por qué? ¿Lo conoces? –Erica lo observaba llena de curiosidad, pero Patrik se encogió de hombros y negó con un gesto.

–¿Te dijo algo más? ¿Tenía algún contacto con Erik o con Frans en la actualidad? O con Axel, claro.

–No lo creo –respondió Erica–. No parecía que ninguno de ellos hubiese mantenido el contacto con los demás, pero puede que me equivoque. –Enarcó una ceja y adoptó una expresión reflexiva, como si estuviese repasando mentalmente la conversación.

–Hubo algo… –añadió Erica despacio. Patrik dejó de remover y se concentró en escucharla con atención.

–Es que dijo algo… En fin, dijo algo sobre «viejos huesos» de Erik. Y algo así como que debían descansar en paz. Y que Erik había dicho… Bueno, nada, porque luego se perdió en la bruma y ya no pude averiguar nada más. A esas alturas estaba bastante perturbada, así que no sé cuánta importancia debo concederle a sus palabras. Seguro que no eran más que sinsentidos.

–Yo no estaría tan seguro –opinó Patrik pensativo–. No estaría tan seguro. Es la segunda vez que oigo hoy la expresión «viejos huesos» en relación con Erik. Viejos huesos… ¿Qué demonios significará?

Y mientras Patrik reflexionaba, el agua de la pasta se salió de la cacerola.

Frans se había preparado a conciencia para la reunión. El consejo de administración se reunía una vez al mes, y eran muchos los puntos del orden del día. Pronto habría elecciones, y tenían por delante uno de los mayores retos que se les presentaban.

–¿Ya estamos todos? –Miró en torno a la mesa y contó en silencio a los otros cinco miembros del consejo. Todos eran hombres. La balanza de la igualdad aún no había alcanzado las organizaciones neonazis. Seguramente tampoco llegara a hacerlo nunca.

Bertolf Svensson les había cedido el local de Uddevalla: ahora se hallaban en el sótano del bloque de su propiedad. Por lo general, se usaba como local de reuniones de la comunidad y para las celebraciones de los vecinos, y aún se apreciaban las consecuencias de la fiesta organizada por alguno de ellos. Además, tenían acceso a una oficina en el mismo edificio, pero se trataba de una sala demasiado pequeña para asambleas de grupo.

–No han limpiado bien después de la fiesta. Tendré que mantener una conversación con ellos cuando acabe la reunión –masculló Bertolf dándole una patada a una botella vacía de cerveza, que salió rodando por el suelo.

–Venga, centrémonos en el orden del día –ordenó Frans. No tenían tiempo que perder hablando de tonterías.

–¿Cómo llevamos los preparativos? –Frans se dirigió a Peter Lindgren, el más joven de los miembros del consejo. Lo habían elegido como coordinador de la campaña, pese a la protesta expresa de Frans. Sencillamente, no confiaba en él. Ese mismo verano lo habían detenido por agresión a un somalí en la plaza de Grebbestad, y Frans no creía que fuese capaz de conservar la calma en la medida necesaria en aquellos momentos.

Como para confirmar sus sospechas, Peter evitó la pregunta y dijo:

–¿Os habéis enterado de lo que ha ocurrido en Fjällbacka? –preguntó riendo–. Al parecer, alguien ha aplicado el procedimiento abreviado con ese puto traidor a la raza de Frankel.

–Sí, pero puesto que confío en que ninguno de los nuestros haya tenido nada que ver con ese asunto, propongo que volvamos al orden del día –atajó Frans clavándole a Peter la mirada. Se hicieron unos minutos de silencio, mientras los dos se batían en un combate sin palabras.

Hasta que Peter bajó la vista.

–Vamos por buen camino. Últimamente hemos conseguido buenos resultados en el reclutamiento y nos hemos asegurado de que todos, tanto los nuevos miembros como los antiguos, estén dispuestos a llevar a cabo parte del trabajo de campo y a difundir el mensaje en mayor medida hasta las elecciones.

–Bien –aprobó Frans parcamente–. ¿Y el registro del partido? ¿Las papeletas para la votación?

–Bajo control. –Peter tamborileaba en la mesa con los dedos, manifiestamente irritado al ver que lo interrogaban como a un colegial. No pudo desaprovechar la ocasión de darle a Frans un golpe bajo.

–Así que fracasaste a la hora de proteger a tu viejo amigo. ¿Tan importante era que pensabas que valía la pena dar la cara por él? La gente ha estado hablando de ello, ¿sabes? Y cuestionando tu lealtad…

Frans se levantó y clavó los ojos en Peter. Werner Hermansson, que estaba sentado enfrente, lo agarró del brazo.

–No le hagas caso, Frans. Y tú, Peter, a ver si te tranquilizas, joder. Esto es ridículo. Hemos venido a hablar de cómo abrirnos paso, no a ponernos verdes unos a otros. Venga, estrechaos la mano. –Werner miró a Peter y a Frans con expresión suplicante. Aparte de Frans, él era el socio más antiguo de Amigos de Suecia y el que más lo conocía. Y, en esta ocasión, no era el bienestar de Frans lo que le preocupaba, sino el de Peter. Werner sabía lo que Frans era capaz de hacer.

Por un instante, la situación pareció congelarse, como esperando a resolverse. Al cabo de unos segundos, Frans volvió a sentarse.

–Aun a riesgo de parecer pesado, sugiero que volvamos al orden del día. ¿Alguna objeción? ¿Alguna otra chorrada en la que debamos perder nuestro tiempo? ¿Bien? –Fue clavando la mirada en todos y cada uno de los congregados hasta que bajaron la vista. Entonces continuó.

»Parece que la mayor parte de los aspectos prácticos están bien encauzados. De modo que, ¿qué os parece si hablamos de las cuestiones que debemos subrayar en la declaración del partido? He estado hablando con una serie de personas de la comarca, y tengo la clara sensación de que en esta ocasión podemos llegar hasta el consejo municipal. La gente se ha dado cuenta de lo blandos que han sido el Gobierno y el ayuntamiento en las cuestiones de inmigración. Ven que sus puestos de trabajo van a parar a manos de no suecos. Ven que las ayudas sociales destinadas al mismo grupo absorben la economía municipal. Reina el descontento general con cómo se han gestionado las cosas en el plano municipal, y esa es una circunstancia que debemos aprovechar.

El teléfono de Frans resonó estridente en el bolsillo.

–Joder. Perdonad, se me había olvidado apagarlo. Lo haré ahora mismo. –Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y miró la pantalla. Reconocía el número, era el de la casa de Axel. Cortó la llamada y apagó el teléfono.

–Perdón. Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, se nos presenta una situación de lo más halagüeña para poder utilizar la ignorancia de que ha dado muestras el ayuntamiento a la hora de abordar la cuestión de los refugiados…

Y así continuó hablando. Todos los allí reunidos lo miraban con suma atención. Pero en sus cabezas los pensamientos tomaban otro rumbo muy distinto.

La decisión de saltarse la clase de matemáticas no le costó el menor esfuerzo. Si había alguna clase a la que ni soñaba con asistir, esa era la de matemáticas. Tanto número y esas cosas le producían un desagradable hormigueo. Sencillamente, no entendía nada. En cuanto intentaba sumar o restar algo, se hacía un lío fenomenal en la cabeza. Y, además, ¿para qué quería él tanta cuenta? Él no pensaba ser un tío de esos que se dedican a la economía ni a ninguna otra cosa igual de aburrida, era una pérdida de tiempo pasarse los días sudando tinta china con los números.

Per encendió otro cigarrillo y oteó el patio del colegio. Los demás se habían largado a Hedemyrs para ver si podían pillar algo que meterse en los bolsillos. Pero a él no le apetecía acompañarlos. Se había quedado a dormir en casa de Tomas y estuvieron jugando a
Tomb Raider
hasta las cinco de la mañana. Su madre lo llamó por teléfono varias veces, así que al final terminó por apagarlo. Él habría preferido quedarse en la cama holgazaneando, pero la madre de Tomas los puso en la puerta cuando ella se fue al trabajo, así que se fueron a la escuela, a falta de otra cosa mejor que hacer.

Pero ya empezaba a sentir un aburrimiento tremendo. Quizá debería haberse ido con la pandilla, a pesar de todo. Se levantó del banco para ir con ellos, pero volvió a sentarse al ver que Mattias salía por la puerta de la escuela, seguido de aquella tía relamida tras la cual iban todos, por alguna razón. Y él, que nunca había pillado qué le veían a Mia… Aquel rubio tipo santa Lucía no era lo suyo.

Prestó atención por si oía la conversación. El que más hablaba era Mattias, y debía de estar diciendo algo interesante, porque los ojos maquillados de Mia, de un azul infantil, irradiaban fascinación. Cuando estuvieron más cerca, Per oyó algún retazo de la conversación. Se mantuvo inmóvil. Mattias estaba tan ocupado en conseguir meterse dentro del pantalón de Mia que no se percató de que Per estaba a unos metros.

–Ja, ja, tendrías que haber visto la cara que se le quedó a Adam cuando lo vio. Pero yo me di cuenta enseguida de lo que había que hacer y le dije que se apartara despacio, para no destruir ninguna huella.

–¡Oh…! –exclamó Mia llena de admiración.

Per se rio para sus adentros. Joder, qué bien se lo había montado Mattias.

Other books

A Garden of Earthly Delights by Joyce Carol Oates
The Kill Room by Jeffery Deaver
Ordinary Beauty by Wiess, Laura
Twin Passions by Miriam Minger
TeaseMeinTunisia by Allie Standifer
Angels of Bourbon Street by Deanna Chase
The Hummingbird by Stephen P. Kiernan