Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
Clavó la vista en la de Mellberg, que concitó toda su fuerza de voluntad para mirarla a ella en lugar de mirarse los pies. Al principio la cosa no funcionaba en absoluto, pero al cabo de un rato, con la suave dirección de Rita, empezó a notar el cambio. Era como si su cuerpo empezase a oír la música de verdad. Las caderas empezaron a moverse despacio y dócilmente. Se perdió más hondo aún en los ojos de Rita. Y, mientras los ritmos latinos retumbaban en la sala, se sintió desfallecer.
No era que a Axel le gustara correr riesgos. Ni que tuviese un valor excepcional. Claro que tenía miedo. De lo contrario, sería un loco. Pero, sencillamente, era algo que estaba obligado a hacer. No podía quedarse mirando mientras el mal se adueñaba de todo sin hacer nada por evitarlo.
Echado en la regala del barco, sentía el viento azotándole el rostro. Amaba el aroma del agua salada. En realidad, siempre había envidiado a los pescadores, a los hombres que salían de madrugada y volvían ya anochecido, y dejaban que el barco los llevase donde estaban los peces. Axel sabía que se reirían de él si se le ocurría mencionar sus pensamientos. Que él, el hijo del doctor, el mismo que debía estudiar y convertirse en alguien elegante, les tuviese envidia. De los callos de las manos, del olor a pescado perenne en la ropa, de la inseguridad sobre si volverían o no a casa cada vez que se hacían a la mar. Pensarían que era tan absurdo como arrogante desear la vida que ellos llevaban. Jamás lo comprenderían. Pero él sentía en cada fibra de su cuerpo que aquella era la vida para la que estaba destinado. Cierto que tenía buena cabeza para los estudios, pero jamás se sentía tan a gusto entre libros y conocimiento como allí, en la cubierta de un barco que se balanceaba, con el cabello al viento y el aroma a mar en la nariz.
En cambio a Erik le encantaba el mundo de los libros. Irradiaba un brillo de felicidad a su alrededor cuando, sentado en la cama, por la noche, dejaba vagar los ojos por las páginas de algún volumen demasiado grueso y demasiado viejo como para despertar el entusiasmo de nadie más que de Erik. Devoraba el saber, se zambullía en él, engullía como un hambriento hechos, fechas, nombres y lugares. A Axel le resultaba fascinante, pero también lo entristecía. Su hermano y él eran tan distintos… Quizá por la diferencia de edad. Se llevaban cuatro años. Jamás jugaron juntos, jamás compartieron los juguetes. Además, le preocupaba ver que sus padres hacían distinciones entre los dos. A él lo encumbraban de un modo tan excesivo que alteraba el equilibrio de la familia, convertían a Axel en lo que no era y disminuían la figura de Erik. Pero ¿cómo podía evitarlo? Él sólo hacía aquello para lo que había nacido.
–Pronto arribaremos a puerto.
La voz seca de Elof a su espalda lo hizo dar un respingo. No lo había oído llegar.
–Bajaré a tierra en cuanto atraquemos. Me ausentaré una hora, más o menos.
Elof asintió.
–Ten cuidado, muchacho –le dijo antes de dirigirse a popa para relevarlo en el timón.
Diez minutos más tarde, Axel bajó al muelle no sin antes haber mirado bien a su alrededor. En tierra se atisbaban uniformes alemanes por doquier, aunque la mayoría de los soldados parecían ocupados en alguna tarea, principalmente el control de los barcos que habían atracado en el muelle. Sintió que se le aceleraba el pulso. Algunos marineros trajinaban en tierra con la carga y descarga de mercancía y él intentó caminar con el mismo descuido con que ellos realizaban su trabajo sin llevar encima ningún secreto. En esta ocasión, Axel no llevaba nada. En este viaje tenía que recoger algo. Axel ignoraba qué contenían los documentos que le habían pedido que introdujera secretamente en Suecia. Y tampoco quería saberlo. Sólo sabía a quién debía entregárselos.
Tenía instrucciones precisas. El hombre que buscaba se hallaría en el extremo más alejado del puerto, llevaría gorra azul y camisa marrón. Con mirada atenta y escrutadora, Axel fue caminando hacia el lugar del puerto donde debía encontrarse el hombre. Todo parecía ir bien por el momento. Nadie se fijaba en un pescador que se movía por la zona con naturalidad. Los alemanes estaban a lo suyo y no le prestaron atención. Por fin vio al hombre. Estaba amontonando cajas y parecía concentrado exclusivamente en acabar la tarea. Axel se le acercó resuelto. El truco consistía en dar la impresión de que tenías algo que hacer allí. De ninguna manera podía cometer el error de empezar a mirar claramente indeciso a su alrededor. Sería tanto como llevar una diana en el pecho.
Una vez junto al hombre, que aún no se había percatado de su presencia, cogió la caja que tenía más cerca y se puso a ayudarle. Vio con el rabillo del ojo que, tras la protección de las cajas, su contacto había dejado caer algo al suelo. Axel fingió agacharse para coger otra caja, pero antes, pescó el documento enrollado y se lo guardó en el bolsillo. Se había producido la entrega. El hombre y él no habían intercambiado todavía ni una sola mirada.
Sintió una sensación de alivio que le recorría las venas y casi le produjo vértigo. La entrega era siempre el momento más crítico. Una vez efectuada, era mucho menor el riesgo de que algo…
–
Halt! Hände hoch!
La orden en alemán no procedía de ningún punto concreto. Axel miró desconcertado al hombre que tenía delante, y su mirada culpable lo hizo comprender qué estaba pasando. Era una trampa. O bien toda la misión era un engaño para cogerlo, o bien los alemanes habían conseguido información sobre lo que iba a suceder y habían obligado a los implicados a colaborar para tender la trampa. En cualquier caso, Axel sabía que el juego había terminado. Seguramente, los alemanes lo habían estado vigilando desde que bajó a tierra hasta el momento de la entrega. Y el documento le quemaba en el bolsillo. Alzó las manos en un gesto de sumisión. Los hombres que tenía delante pertenecían a la Gestapo. Se había acabado el juego.
Un enérgico aporreo en la puerta vino a interrumpirlo en su ritual matutino. El mismo todas las mañanas. Primero, una ducha. Luego, el afeitado. Después, preparar el desayuno, dos huevos, una rebanada de pan de centeno con mantequilla y queso y una buena taza de café. Siempre el mismo desayuno, que comía delante del televisor. Los años de cárcel lo hicieron apreciar las rutinas, la predictibilidad de las cosas. Frans volvió a oír los golpes y se levantó irritado para abrir la puerta.
–Hola, Frans. –Allí estaba su hijo, con ese destello implacable en los ojos al que Frans no había tenido más remedio que acostumbrarse.
Ya no era capaz de recordar el tiempo en que todo fue de otro modo. Pero uno debe aceptar lo que no está en su mano cambiar, y aquella era una de las cosas que no podían cambiarse. Tan sólo en los sueños podía recrear la sensación de una mano menuda en la suya. Un vago recuerdo de un tiempo lejano, muy lejano.
Con un suspiro apenas audible, Frans se apartó para dejar entrar a su hijo.
–Hola, Kjell –dijo–. ¿Qué te trae por casa de tu anciano padre?
–Erik Frankel –respondió Kjell con frialdad, observando a su padre como si esperase advertir alguna reacción.
–Estoy en pleno desayuno. Entra.
Kjell lo siguió hasta la sala de estar. No pudo ocultar cierta curiosidad. Nunca había estado en el apartamento.
Frans no le preguntó si quería café. Conocía la respuesta de antemano.
–Y bien, ¿qué pasa con Erik Frankel?
–Sabrás que está muerto. –Su respuesta sonó como la constatación que pretendía ser.
Frans asintió.
–Sí, me he enterado de la muerte del viejo Erik. Una lástima.
–¿Es sincera esa opinión? ¿Te parece una lástima? –Kjell no apartaba la vista de su padre, y este sabía muy bien por qué. No estaba allí como hijo suyo, sino en calidad de periodista.
Frans se tomó su tiempo antes de responder. Era tan profundo el abismo que se abría entre ellos… Tantas cosas las que albergaban los recuerdos y secretos que había tenido que guardar a lo largo de su vida… Pero a Kjell no podía contárselo. No lo comprendería. Había condenado a su padre hacía mucho tiempo. Se encontraban cada uno a un lado de un muro tan alto que no podían ni asomarse al otro lado, y así había sido durante demasiados años. Y a él le correspondía la mayor parte de la culpa. De niño, Kjell no vio mucho a aquel padre presidiario. En varias ocasiones, su madre lo llevó de visita al penal, pero la visión de su carita llena de preguntas en aquella sala desnuda e inhóspita lo hizo endurecerse y renunciar a más visitas. Creyó entonces que era mejor para el niño no tener padre alguno que tener el que de hecho tenía. Tal vez se equivocó, pero ahora era demasiado tarde para remediarlo.
–Sí, lamento la muerte de Erik. Nos conocimos en la juventud y sólo tengo de él buenos recuerdos. Luego tomamos caminos diferentes y… –Frans hizo con las manos un gesto de resignación. No tenía que explicárselo a Kjell. Ambos lo sabían ya todo sobre los «caminos diferentes».
–Pero eso no es del todo cierto. Tengo información según la cual tuviste contacto con él recientemente. Y la asociación Amigos de Suecia ha mostrado cierto interés por los hermanos Frankel. No tendrás nada en contra de que tome notas, por cierto. –Kjell sacó ostentosamente un bloc que dejó sobre la mesa y retó a su padre con la mirada mientras acercaba el bolígrafo al papel.
Frans se encogió de hombros y le indicó con un gesto que aceptaba. No le quedaban ya fuerzas para seguir con ese juego. Era tanta la ira que albergaba su hijo, que se hacía palpable. Era su propia ira. Esa rabia enervante que siempre había llevado en su interior y que tanto y tan a menudo le había complicado y destrozado la vida. Su hijo había hecho de ella un uso distinto. Claro, él leía lo que Kjell escribía en el periódico. Eran muchas las personas influyentes y los empresarios que habían tenido ocasión de saborear la ira de Kjell Ringholm, en formato impreso en las páginas del diario. En realidad, Kjell y él no eran tan distintos, por mucho que hubiesen elegido puntos de vista diferentes. Ambos se movían por la rabia que llevaban dentro. Esta le ayudó a sentirse como en casa con los presos que simpatizaban con el nazismo y a los que conoció ya en su primer
round
en la cárcel. Todos compartían el mismo odio, la misma energía motriz. Y él sabía argumentar, por supuesto, sabía expresarse, la retórica era una disciplina en la que su padre se había tomado mucho empeño en instruirlo. El hecho de pertenecer a la banda nazi de la cárcel le otorgó estatus y poder, consiguió ser alguien, y la rabia se consideraba un recurso, una prueba de fortaleza. Con los años, asimiló aquel papel. Ya no había forma de distinguir entre él y sus opiniones. Conformaron una unidad indivisible. Y tenía la sensación de que a Kjell le había ocurrido lo mismo.
–¿Por dónde íbamos? –Kjell miró la hoja del bloc aún en blanco–. Ah, sí, al parecer sí había algún contacto entre Erik y tú.
–Sólo debido a nuestra vieja amistad. Nada de particular. Y nada que pueda vincularse a su muerte.
–Sí, eso dices tú –objetó Kjell–. Pero serán otros quienes decidan si es así. En cualquier caso, ¿cuál era el motivo de ese contacto? ¿Una amenaza?
Frans soltó una risita despectiva.
–No sé de dónde has sacado esa información, pero yo no he amenazado a Erik Frankel. Y tú has escrito lo suficiente sobre mis correligionarios como para saber que siempre hay algunos… impulsivos que no piensan de forma razonable. Y lo que hice fue informar a Erik al respecto.
–Tus correligionarios –repitió Kjell con un desprecio rayano en la repulsión–. Te refieres a esos retrógrados perturbados que creen que podéis cerrar las fronteras.
–Llámalo como quieras –respondió Frans con tono cansado–. Pero yo no amenacé a Erik Frankel. Y ahora te agradecería que te marcharas.
Por un instante, Kjell dio la impresión de querer protestar. Luego se puso de pie, se acercó a su padre y le clavó la mirada.
–No fuiste un buen padre para mí, aunque eso puedo sobrellevarlo. Pero te lo juro, si arrastras a mi hijo a esto más de lo que ya lo has hecho… –Kjell apretó los puños.
Frans alzó la vista y le sostuvo la mirada tranquilamente.
–Yo no he arrastrado a tu hijo a nada en absoluto. Ya es lo bastante adulto como para pensar por sí mismo. Y como para elegir por sí mismo.
–¿Igual que tú? –replicó Kjell hiriente, antes de salir disparado, como si ya no soportara hallarse en la misma habitación que su padre.
Frans permaneció sentado sintiendo cómo el corazón le latía en el pecho. Mientras oía la puerta cerrarse, pensó brevemente en la relación entre padres e hijos. Y en las elecciones que otros hacían por ellos.
–¿Qué tal el fin de semana? –Paula dirigió la pregunta tanto a Martin como a Gösta, mientras ponía los cacitos de café en la cafetera. Ambos se contentaron con asentir cariacontecidos. Ninguno de los dos sentía el menor aprecio por el fenómeno llamado «lunes por la mañana». Además, Martin había dormido mal todo el fin de semana.
Últimamente había empezado a sufrir insomnio todas las noches, preocupado por la criatura que nacería al cabo de un par de meses. No porque no lo deseara, todo lo contrario, lo deseaba y mucho, pero era como si, hasta el momento, no hubiese tomado conciencia del grado de responsabilidad que entrañaba. Que se trataba de una vida, que era un pequeño ser humano a quien él tenía que educar, ayudar a crecer y cuidar en cualquier circunstancia. Y esa conciencia lo había tenido con los ojos como platos por las noches, mientras la enorme barriga de Pia se elevaba y descendía al ritmo pausado de su respiración. Lo que él se imaginaba era rechazo y armas, drogas y abusos sexuales, y penas y desgracias. Cuando pensaba en ello, no le veía fin al repertorio de males que podían sobrevenirle a un niño que estaba a punto de nacer. Y, por primera vez, se preguntó si estaba lo bastante maduro para esa misión. Claro que era un poco tarde para tales preocupaciones a aquellas alturas. Dentro de un par de meses, el bebé nacería sin remedio.
–Vaya monigotes que estáis hechos los dos. –Paula se sentó y extendió los brazos sobre la mesa, sin dejar de observar a Gösta y a Martin con una sonrisa.
–Debería estar prohibido llegar de tan buen humor un lunes por la mañana –refunfuñó Gösta al tiempo que se levantaba en busca de otro café. El agua aún no se había filtrado del todo, así que cuando retiró la cafetera, el café empezó a caer en la placa. Gösta no pareció notarlo siquiera, sino que volvió a colocar la cafetera en su lugar una vez se hubo servido.