Read Las esferas de sueños Online
Authors: Elaine Cunningham
Una pequeña inversión, un pequeño aval. ¿Qué es eso para los Thann, Ilzimmer y Gundwynd? ¡Las esferas de sueños podrían haberlos hecho muy ricos!
Isabeau enroscó un mechón del pelo bermejo de Oth alrededor de un dedo.
—Ya son ricos, mi señor.
Oth le lanzó una mirada brusca y airada. Al moverse, apartó el mechón de pelo del dedo de la mujer, aunque no pareció darse cuenta.
—No mostráis el debido respeto a las esferas de sueños. ¡Qué distinto sería de haber experimentado sus efectos!
La idea lo electrizó. Bruscamente, se incorporó en el lecho y se alisó con gesto distraído el rojo cabello.
—¿Qué es lo que deseáis de corazón? ¿Qué maravillas queréis vivir?
—Mi señor, en estos momentos no deseo nada más —replicó ella con una lenta y cálida sonrisa.
El mago hizo caso omiso de la adulación.
—Pertenecéis a la casa real de Tethyr, pero he oído que fuisteis criada de vuestra familia adoptiva y que nunca habéis visitado vuestro país natal. ¿No os gustaría reclamar, aunque sólo fuese por un momento, lo que podría haber sido vuestro? ¿Os gustaría ver el palacio y ser recibida por la nueva reina?
Sin esperar respuesta, Oth se levantó de un salto y se acercó a su capa. Después de rebuscar entre los pliegues, extrajo de un bolsillo una pequeña esfera levemente luminosa, que depositó en manos de Isabeau.
—Sujetadla. Cerrad los ojos e imaginaos el sol encima de torres de mármol rosa —le indicó.
Isabeau obedeció, más para seguirle la corriente que porque realmente deseara vivir la ilusión. No comprendía cómo alguien podía contentarse con un fugaz sueño.
Ella siempre había vivido según una máxima muy simple: lo que quería lo conseguía.
Sus horizontes habían traspasado los límites de la apartada taberna regentada por gnomos; el único hogar que había conocido. Entonces su territorio era una rutilante metrópoli, y apenas podía contener los deseos de hacerse con todo lo que había visto.
No obstante, una extraña fragancia la atrajo y la sedujo. Isabeau inspiró profundamente para embeberse del aroma del sol meridional que incluía calor intenso, flores, así como el olor dulce y almizclado de frutas y especias raras. De repente, ese aroma estalló en luz, como un festival de fuegos de artificio, que a su vez lentamente se fue solidificando en una escena tan espléndida que Isabeau se sintió invadida por una irresistible añoranza.
Damas y caballeros, visires y cortesanos, todos ellos vestidos de punta en blanco, estaban sentados a mesas cubiertas por manteles de hilo bordado y usaban cubiertos de plata. Tras ellos, los muros de mármol rosa del palacio se realzaban con maravillosos tapices. Se celebraba un banquete digno de una reina. Sobre las fuentes de plata, se apilaban exóticos frutos tropicales. Los diminutos pastelillos dispuestos en las bandejas despedían un apetitoso aroma, y sobre cada una de las mesas descansaba un pavo real asado. Las brillantes plumas azules y verdes de la cola se habían sujetado y desplegado de nuevo para recrear su esplendor y dar la impresión de que las orgullosas aves también querían ser partícipes de la cena.
Pero nadie probaba la comida; todos los presentes alzaban sus copas en señal de saludo. A Isabeau le pareció que la miraban a ella: a lady Isabeau Thione, de la casa real de Tethyr, por lo que inclinó graciosamente la cabeza, aceptando el homenaje.
—¡Por la reina Zaranda! —exclamó un hombre gordo con grasiento pelo negro.
—¡Por Zaranda! —lo secundaron todos a una.
Isabeau disimuló el sentimiento de mortificación y rápidamente asió la copa.
Apenas tuvo tiempo de llevársela a los labios antes de que el brindis acabara. Para su alivio, y también desilusión, nadie parecía haber reparado en su metedura de pata, pues todas las miradas estaban fijas en la mujer sentada en la mesa real situada detrás y a la derecha de donde se encontraba ella.
La joven lanzó una larga mirada de soslayo a la reina Zaranda. La soberana era una mujer de mediana edad, hermosa, con un esbelto cuerpo de luchadora, fuertes facciones y espesa melena blasonada con un mechón blanco. Iba vestida con sencillez y no llevaba más joyas que la corona de plata. Tampoco parecía sentirse impresionada por los elogios ni el lujo. A Isabeau se le antojó que la nueva reina parecía allí ridícula y fuera de lugar: no era más que una plebeya del norte, una hechicera de baja estofa y mercenaria, que inexplicablemente había accedido al trono.
Y ese trono, por derecho, pertenecía a Isabeau.
Isabeau ignoraba de dónde había surgido aquel pensamiento. Nunca había considerado su recién descubierto linaje como un camino que recorrer, sino como una
oportunidad de la que sacar beneficio. Pero entonces veía las sutiles miradas que le lanzaban, las leves inclinaciones de varias cabezas morenas meridionales, mientras alzaban sus copas en homenaje a la falsa reina.
La joven despertó tan bruscamente que sus ojos seguían deslumbrados por la visión. Bajó la mirada a la esfera de cristal que sujetaba en una mano, deseando que la magia continuara, pero la pequeña esfera estaba fría, silenciosa y lechosa, como la sonrisa de un bebé.
—¡Haced que regrese! —gritó furiosa, volviéndose hacia Oth—. ¡Quiero más!
El mago echó la cabeza hacia atrás y se rió, encantado.
—Eso es lo mejor. ¿Es que no lo comprendéis? ¡Un solo sueño nunca basta! Abre nuevas perspectivas, descubre nuevas posibilidades. Puesto que pocas personas poseen la inteligencia, el talento o el carácter necesarios para convertir sus sueños en realidad, se gastarán gustosamente una moneda tras otras para comprarlos.
Las irresponsables palabras del mago afianzaron la resolución de Isabeau. A ella no le faltaba ni la inteligencia ni la voluntad de salirse con la suya, pero la esfera de sueños le había sugerido todo un nuevo mundo de posibilidades.
—Un juguete fantástico, mi señor —dijo al fin, inclinando la cabeza como un espadachín que reconociera un punto a su rival—. Los nobles comerciantes han sido estúpidos al rechazaros. Yo jamás lo haría.
Isabeau sonrió en descarada invitación y dio palmaditas a las arrugadas sábanas, pero Oth tenía la cabeza en otros asuntos.
—Lo que no saben es que las esferas se venderán, tanto si ellos quieren como si no. Ya ha habido intentos de robarlas para desentrañar sus secretos mágicos. ¡Mizzen, ese maldito bellaco, es el peor de todos!
—Mizzen —repitió ella. El nombre le sonaba de un cotilleo que le había llegado por casualidad—. ¿El mercader de cristales?
—Ese mismo. —La mirada de Oth se tornó astuta—. Mientras lo he necesitado, he tenido que soportar sus ineptas ambiciones, pero ya ha desenterrado y ha tallado suficientes cristales. La mayoría de ellos han sido encantados. Lo único que queda por hacer es transportar por barco las esferas acabadas a Aguas Profundas. Eso —añadió frunciendo la frente airadamente—, y hallar el modo de venderlas sin que los señores de la ciudad se den cuenta.
En cuanto a eso, Isabeau tenía varias ideas propias. Pero lo primero era conseguir que el hombre se durmiera. Se levantó del lecho e interceptó a Oth, que se paseaba inquieto.
—Decidme, mi señor —susurró echándole los brazos al cuello—, ¿poseéis alguna esfera de sueños que podamos compartir?
El mago la contempló con una nueva expresión de respeto.
—Eso no se me había ocurrido —dijo con asombro—. ¡Cuántas posibilidades! Un noble hastiado por una esposa que no lo pierde de vista podría imaginarse que corteja a una reina sin salirse de los límites. Y también su esposa podría vivir la relación con su señor del modo que más le gustara.
—Las esferas se venderían por docenas —convino con él Isabeau, y miró con intención la capa del mago—. Tal vez, deberíamos probarlo antes.
Mucho más tarde, cuando la luna estaba a punto de desvanecerse y el fuego no era más que ardientes ascuas, Isabeau se escabulló de la cama. No tenía ni idea de qué oscura fantasía había imaginado Oth y no deseaba saberlo. No le cabía ninguna duda de que las esferas de sueños se venderían, aunque ella misma jamás volvería a usar una.
Cuanto antes se librara de ellas —provechosamente, claro estaba—, y también de Oth, mucho mejor.
La joven se acercó sigilosamente a la ropa del mago y, con rapidez, le vació los bolsillos. En ellos encontró varias joyas de excelente calidad, una bolsa llena de monedas y un pequeño cuchillo de plata del tipo de los que los caballeros llevaban encima para servirse en la mesa. Se lo guardó todo en los bolsillos ocultos en las prendas que habían quedado tiradas por el suelo, astutamente cosidos a las pesadas enaguas y entre las ballenas del corsé.
Antes de registrar la capa del mago, tuvo un breve momento de vacilación. No obstante, hundió resueltamente las manos entre los pliegues y empezó a sacar esferas de sueños, una a una, hasta completar casi la veintena, lo cual representaba una pequeña fortuna. Haciendo caso omiso de su persuasivo zumbido mágico, las escondió, junto con sus propias joyas, en los escondrijos preparados al efecto.
Ese era el robo más audaz y arriesgado que Isabeau había cometido en toda su vida. Notaba las manos húmedas y temblorosas. La joven se las secó en las enaguas, inspiró profundamente para calmarse y volvió al lecho, junto al mago, que dormía.
Arilyn recorrió apresuradamente el jardín hacia el gran salón. A juzgar por el ajetreo de los carruajes que abandonaban la villa y el tono apagado y lánguido de la música que emanaba del salón, el baile podía darse por finalizado.
Danilo le dio la bienvenida en la puerta, risueño pero con mirada de preocupación.
—Lo siento —gruñó Arilyn.
El noble se sobresaltó, pero enseguida prorrumpió en carcajadas.
—¡No te imaginas cuánto he echado de menos tu singular encanto!
—Me han entretenido unos asuntos —respondió ella, de mala gana.
—Eso he supuesto. —Danilo la cogió por el brazo y la condujo afuera, al jardín— . Ese vestido que llevas emana un leve tufillo que me recuerda al de una criatura no muerta.
—Un zombi tren. Menuda perspectiva, ¿no te parece? —comentó la semielfa con una mueca—. Como si los tren vivos no fuesen lo suficientemente malos.
Danilo retrocedió, sobresaltado y profundamente inquieto.
—¿Tren? ¿Aquí? ¿En la mansión Thann?
—¿Conoces a los tren?
—Son criaturas inmundas y asesinos profesionales, ¿no es así?
Arilyn asintió con un gesto de cabeza, contenta de ahorrarse al menos ese tipo de explicaciones. Habían pasado años desde que ella misma había interpretado el papel de asesina y, no obstante, aún acusaba el peso y la oscuridad de aquella época.
—Hay más.
Mientras paseaban, la semielfa le relató con detalle la conversación que había escuchado a escondidas y el ataque contra Elaith Craulnober. Danilo no la interrumpió, pero su expresión se fue turbando.
—No sé qué se lleva entre manos Elaith ahora mismo, pero es posible que alguien lo organizara para acabar con él —concluyó Arilyn.
La furia asomó a los ojos de Danilo mientras componía las diferentes piezas de información.
—¿Crees que lady Cassandra es la responsable?
—Yo no culpo a nadie. Me limito a decirte lo que oí. Independientemente de quién ordenara el ataque, deberías prepararte para futuras dificultades. Elaith Craulnober no es de los que perdonan una ofensa.
—¿Sigues desconfiando de él? —inquirió Danilo con expresión preocupada.
—¿Tú no? Pero antes que nada, ¿me puedes decir qué mosca te picó para llenar la sala de baile con flores celestes?
Danilo agitó una mano en un gesto leve y despreocupado.
—Quería ofrecerte un ramo; no un monstruoso jardín.
—¿Y qué pasó? —insistió la semielfa.
—¡Ojalá lo supiera! —respondió el joven noble en tono más serio—. La verdad, me preocupa. Después de lo que me has contado, el fracaso del hechizo parece más grave.
—No comprendo.
Danilo se detuvo y la arrastró suavemente hacia un apartado rincón cubierto por parras. Arilyn jamás lo había visto tan sombrío.
—¿Cómo es posible que hayas caído en la emboscada de los tren? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo es posible que Elaith pueda haberte sorprendido?
Eran preguntas demasiado embarazosas. Arilyn se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada.
—¡Ve al grano! —ordenó.
La mirada del joven se posó en la espada que pendía de la cadera de la semielfa.
—La magia de la hoja de luna debería haberte avisado del peligro.
A Arilyn no se le había pasado por alto, aunque hasta entonces no había tenido tiempo de reflexionar sobre ello.
—Conozco a la perfección el hechizo de la flor celeste —prosiguió Danilo hablando en voz baja—. Es uno de los encantamientos elfos más sencillos, al alcance de cualquier mago humano dispuesto a invertir parte de su oro y su tiempo. Soy capaz de conjurarlo tan fácilmente como tu espada es capaz de partir un melón por la mitad. ¿Por qué crees que tanto tu magia elfa como la mía fallaron?
En su voz había un dejo de amargura. Antes de que hablara, Arilyn supo qué iba a decir y se puso a la defensiva.
—¿Echas la culpa a la hoja de luna?
—¿Por qué no? ¿Desde cuándo esa maldita espada no determina todo lo que pasa entre nosotros? Nos reunió cuando su magia destruyó a un puñado de arpistas, muchos de los cuales eran amigos míos. Luego, nos unió cuando tu tozudez elfa te impidió aceptar tus sentimientos. Y sus exigencias nos separaron cuando tú elegiste romper el vínculo que había creado entre nosotros.
Arilyn sintió que el corazón se le hacía pedazos al contemplar el insondable dolor que reflejaban los ojos de Danilo. Ya no quedaba nada del jovial dandi ni del atento cortesano. La semielfa nunca había visto tan claramente el sufrimiento que había causado a su mejor amigo con su sacrificio bienintencionado.
—Dan —dijo suavemente, tendiéndole una mano.
Pero él no la miraba. Se había vuelto para observar la luna que se ponía, como si en su brillante superficie pudiera leerse toda la sabiduría de los dioses elfos.
—He sido un estúpido —dijo el noble en voz baja—. Nada puede cambiar el hecho de que estés ya comprometida con la hoja de luna, y su magia se asegurará de que no establezcas ningún otro compromiso que pueda interferir.
—¡No puedes creer eso! —exclamó Arilyn al comprender el significado de las palabras del joven.
Danilo suspiro y se hundió una mano en la cabellera.