Read Las cinco personas que encontrarás en el cielo Online
Authors: Mitch Albom
—¿Todavía haces juegos malabares? —preguntó.
—¡Andar! ¡Tú andar! ¡Tú andar!
Los soldados enemigos gritaban y les pinchaban con bayonetas. A Eddie, Smitty, Morton, Rabozzo y al capitán los llevaban por una escarpada colina abajo, con las manos en la cabeza. A su alrededor explotaban morterazos. Eddie vio una figura que corría entre los árboles, luego se oyó ruido seco de balas.
Trató de tomar nota mental mientras andaban en la oscuridad —cabañas, caminos, cualquier cosa que pudiera distinguir—, pues sabía que esa información sería preciosa en caso de fuga. Un avión volaba a lo lejos, lo que llenó a Eddie de una súbita y deprimente oleada de desesperación. Es el tormento interior de todo soldado capturado, la corta distancia entre la libertad y el cautiverio. Si pudiera dar un salto y agarrar el ala de aquel avión, se alejaría volando de aquella equivocación.
En lugar de eso, él y los otros estaban atados por las muñecas y los tobillos. Los arrojaron dentro de barracones de bambú que se asentaban sobre pilotes encima del barro del suelo. Permanecieron allí durante días, semanas, meses, obligados a dormir en sacos de arpillera rellenos de paja. Una jarra de barro servía de retrete. De noche, los guardias enemigos se deslizaban debajo del barracón y escuchaban sus conversaciones. Según el tiempo iba pasando, hablaban menos cada vez.
Adelgazaron y se debilitaron. Se les veían las costillas, incluso las de Rabozzo, que era un chico fornido cuando se alistó. Su comida consistía en bolas de arroz rellenas de sal y, una vez al día, una sopa pardusca con grasa flotando. Una noche, Eddie sacó un avispón muerto de su cuenco. Había perdido las alas. Los demás dejaron de comer.
Los que los habían capturado no estaban seguros de qué hacer con ellos. Por la tarde entraban con bayonetas y las movían ante las narices de los norteamericanos, gritando en un idioma extranjero, esperando respuestas. Aquello nunca sirvió de nada.
Sólo eran cuatro, según calculaba Eddie, y el capitán suponía que también ellos se habían separado de una unidad mayor y, como ocurre con frecuencia en la guerra de verdad, se las iban arreglando día a día. Tenían caras demacradas y huesudas, con negros rebujos de pelo. Uno parecía demasiado joven para ser soldado. Otro tenía los dientes más torcidos que Eddie había visto en su vida. El capitán los llamaba Loco Primero, Loco Segundo, Loco Tercero y Loco Cuarto.
—Nosotros no sabemos cómo se llaman —dijo—. Y no queremos que ellos sepan cómo nos llamamos nosotros.
Los hombres se adaptan al cautiverio; unos mejor que otros. Morton, un joven delgado y parlanchín de Chicago, se ponía muy nervioso cada vez que oía ruidos fuera, y se pasaba la mano por la barbilla y murmuraba:
—Maldita sea, maldita sea, maldita sea… —hasta que los demás le decían que se callase.
Smitty, hijo de un bombero de Brooklyn, estaba callado la mayor parte del tiempo, pero a veces parecía que tragaba algo, y la nuez le subía y le bajaba; Eddie se enteró más tarde de que se mordía la lengua. Rabozzo, el chico pelirrojo de Portland (Oregón), tenía cara de póquer durante las horas en que estaba despierto, pero de noche muchas veces se despertaba gritando:
—¡Yo no! ¡Yo no!
Eddie estaba la mayor parte del tiempo furioso. Apretaba un puño y lo golpeaba contra la otra palma, horas interminables, despellejándose los nudillos, como el jugador de béisbol ansioso que había sido en su juventud. De noche soñaba con que volvía al parque de atracciones y se subía en los caballitos, donde cinco clientes daban vueltas hasta que sonaba la campana. Él daba unas vueltas gratis a sus amigos, o a su hermano, o a Marguerite. Pero luego el sueño cambiaba, y los cuatro Locos estaban en los caballos de al lado, pinchándole, burlándose de él.
Años de espera en el parque —a que se terminara un viaje en el carrusel, a que las olas se retiraran, a que su padre le hablara— habían adiestrado a Eddie en el arte de la paciencia. Pero quería escapar y quería venganza. Apretó las mandíbulas y se golpeó la palma de la mano y pensó en todas las peleas que había tenido en su antiguo barrio, en la vez que había mandado a dos chicos al hospital con la tapa de un cubo de basura. Imaginaba lo que les haría a los que les habían apresado si tuvieran armas.
Entonces, una mañana, gritos y bayonetas brillantes despertaron a los presos y los cuatro Locos les hicieron levantarse, los ataron y los llevaron al pozo de una mina. No había luz. El suelo estaba frío. Había picos, palas y cubos de metal.
—Es una maldita mina de carbón —dijo Morton.
De ese día en adelante, a Eddie y a los demás les obligaban a arrancar carbón de las paredes para contribuir al esfuerzo de guerra del enemigo. Unos paleaban, otros picaban, otros cargaban con trozos de pizarra y hacían triángulos para sujetar el techo. También había otros prisioneros, extranjeros que no sabían inglés y que miraban a Eddie con ojos vacíos. Estaba prohibido hablar. De vez en cuando les daban una taza de agua. Las caras de los prisioneros, al final del día, estaban negras, y los cuellos y hombros les dolían de cargar.
Durante los primeros meses de cautiverio, Eddie se dormía mirando la foto de Marguerite del interior de su casco. Él no era mucho de rezar, pero de todos modos rezaba, inventando las palabras y llevando la cuenta cada noche, diciendo: «Señor, te daré estos seis días si me concedes seis días con ella… Te daré estos nueve días si estoy nueve días con ella… Te daré estos dieciséis días si estoy dieciséis días con ella…».
Luego, durante el cuarto mes, pasó algo. A Rabozzo le brotó un feo sarpullido en la piel y sufrió una grave diarrea. No podía comer nada. De noche, sudaba su ropa sucia hasta que la empapaba. Se lo hacía todo encima. No había ropa limpia para cambiarle, de modo que dormía desnudo sobre la arpillera, y el capitán le colocaba su saco encima como manta.
Al día siguiente, dentro de la mina, Rabozzo apenas se podía mantener en pie. Los cuatro Locos no mostraron piedad. Cuando se retrasaba le pinchaban con palos para que siguiera picando.
—Déjenle en paz —protestó Eddie.
Loco Segundo, el más brutal de sus captores, golpeó a Eddie con la base de la bayoneta. Eddie cayó sintiendo un intenso dolor que se le extendía entre los omóplatos. Rabozzo picó algunos trozos más de carbón y luego se derrumbó. Loco Segundo le ordenó que se levantara.
—¡Está enfermo! —gritó Eddie mientras hacía esfuerzos para ponerse pie.
Loco Segundo volvió a tirarlo al suelo.
—Cállate, Eddie —susurró Morton—. Por tu propio bien.
Loco Segundo se inclinó sobre Rabozzo. Le levantó los párpados. Rabozzo gimió. Loco Segundo sonrió de modo exagerado e hizo unos ruiditos como si estuviera tratando con un niño pequeño. Soltó un:
—¡Aah! —y se rió. Se rió mirándoles a todos ellos, sin apartar la vista, asegurándose de que le estaban observando. Entonces sacó su pistola, la apretó contra la oreja de Rabozzo y le pegó un tiro en la cabeza.
Eddie notó que el cuerpo se le partía por la mitad. Veía borroso y el cerebro se le paralizó. El eco del disparo permaneció en el interior de la mina mientras la cara de Rabozzo se iba empapando en un charco de sangre. Morton se llevó las manos a la boca. El capitán bajó la vista. Nadie se movió.
Loco Segundo echó con el pie algo del polvo negro por encima del cuerpo, luego miró desafiante a Eddie y escupió a sus pies. Les gritó algo a Loco Tercero y Loco Cuarto, que parecían tan pasmados como los prisioneros. Durante un momento, Loco Tercero estuvo negando con la cabeza y murmuraba, como si rezase, con los párpados semicerrados y los labios moviéndose furiosamente. Pero Loco Segundo agitó su arma y volvió a gritar, y Loco Tercero y Loco Cuarto levantaron lentamente el cuerpo de Rabozzo, agarrándolo por los pies, y lo arrastraron por el suelo de la mina, dejando un rastro de sangre que, en la oscuridad, parecía aceite derramado. Lo apoyaron contra una pared, al lado de un zapapico.
Después de eso Eddie dejó de rezar. Dejó de contar los días. Él y el capitán sólo hablaban de fugarse antes de que todos se encontraran con el mismo destino. El capitán imaginaba que el esfuerzo de guerra del enemigo era desesperado, y que por eso necesitaban a todos los prisioneros, aunque estuvieran medio muertos, para extraer el carbón. Cada día había menos hombres en la mina. Por la noche, Eddie oía bombardeos; parecía que se iban acercando. Si las cosas iban mal, imaginaba el capitán, sus captores se largarían, lo destruirían todo. Él había visto cavar zanjas detrás de los barracones de los prisioneros y grandes bidones de aceite colocados en la cima de la escarpada colina.
—El aceite es para quemar las pruebas —susurró el capitán—. Están cavando nuestras tumbas.
Tres semanas después, bajo un cielo con luna y bruma, Loco Tercero estaba dentro de los barracones, haciendo guardia. Tenía dos grandes piedras, casi del tamaño de ladrillos, con las que, en su aburrimiento, trataba de hacer juegos malabares. Se le caían, las recogía, las lanzaba hacia arriba y se le volvían a caer. Eddie, cubierto de polvo negro, alzó la mirada, molesto por el ruido sordo. Había intentado dormir. Pero ahora se alzó poco a poco. Se le aclaró la visión. Notaba que sus nervios adquirían vida.
—Mi capitán… —susurró—. ¿Listo para entrar en acción?
El capitán levantó la cabeza.
—¿En qué estás pensando?
—En esas piedras. —Eddie señaló con la cabeza al que hacía guardia.
—¿Qué les pasa a las piedras? —dijo el capitán.
—Yo sé hacer juegos malabares —susurró Eddie.
El capitán miró de reojo.
—¿Y qué?
Pero Eddie ya le estaba gritando al guardia:
—¡Oye! ¡Tú! ¡Lo estás haciendo mal!
Realizó un movimiento circular con las palmas de las manos.
—¡Así! ¡Se hace así! ¡Dámelas!
Extendió las manos.
—Yo sé hacer juegos malabares. ¡Dámelas!
Loco Tercero le miró con desconfianza. De todos los guardias, Eddie consideraba que aquél era con el que más oportunidades tenía. Loco Tercero les había dado a escondidas trozos de pan, pasándoselos por el pequeño agujero que hacía de ventana. Eddie volvió a hacer el movimiento circular y sonrió. Loco Tercero se acercó, se detuvo, volvió por su bayoneta y luego se dirigió a Eddie con las dos piedras.
—Es así —dijo Eddie, y empezó a hacer juegos malabares sin ningún esfuerzo. Había aprendido a los siete años con un italiano que usaba seis platos a la vez. Eddie había pasado interminables horas practicando en la pasarela de madera, con guijarros, pelotas de goma, con todo lo que encontraba. No era demasiado difícil. La mayoría de los niños del parque de atracciones sabían hacerlo.
Pero ahora movía las dos piedras enloquecidamente, haciéndolas moverse cada vez más deprisa, impresionando al guardia. Luego se detuvo, mantuvo las piedras en alto y dijo:
—Consigue una más.
Loco Tercero protestó.
—Tres piedras, ¿ves? —Eddie le mostró tres dedos.—Tres.
Para entonces Morton y Smitty se habían sentado. El capitán se acercó más.
—¿A dónde nos lleva esto? —murmuró Smitty.
—Si puedo conseguir una piedra más… —murmuró Eddie a su vez.
Loco Tercero abrió la puerta de bambú e hizo lo que Eddie esperaba que haría: llamó a sus compañeros.
Loco Primero apareció con una piedra grande y Loco Segundo le siguió. Loco Tercero le tiró la piedra a Eddie y le gritó algo. Luego se echó hacia atrás, sonrió a los otros y les indicó con un gesto que se sentaran, como diciéndoles: «Vais a ver».
Eddie lanzó las piedras rítmicamente. Cada una de ellas era del tamaño de la palma de su mano. Cantó una cancioncilla de la feria:
—La, la-la-la, laaaaa…
Los guardias se rieron. Eddie se rió. El capitán se rió. Una risa forzada, para ganar tiempo.
—Acérquese más, un poco más —cantó Eddie, como si esas palabras formaran parte de la canción. Morton y Smitty se acercaron también fingiendo interés.
Los guardias se estaban divirtiendo. Su postura era relajada. Eddie trataba de contener la respiración. Sólo un poco más. Lanzó una piedra más arriba, jugueteó con las dos de abajo, luego atrapó la tercera y volvió a repetir el juego.
—Oooh —exclamó Loco Tercero.
—Te gusta, ¿eh? —dijo Eddie. Ahora movía las piedras más deprisa. Seguía lanzando una piedra arriba y vigilando los ojos de sus captores que la seguían por el aire. Cantaba—: La, la-la-la, laaa… —y luego—: Cuando cuente tres… —y luego—: La, la-la-la, laaaa… —y luego—: Mi capitán, para usted el de la izquierdaaaaa…
Loco Segundo frunció el ceño con desconfianza, pero Eddie sonrió como sonreían los que hacían juegos malabares en el Ruby Pier cuando perdían público.
—Mira esto, mira esto, ¡mira esto! —entonó Eddie—. El mayor espectáculo del mundo, amiguito. Eddie lo hizo más rápido y luego contó:
—Uno… dos… —entonces lanzó una piedra mucho más alto que antes. Los Locos la siguieron con la vista.
—¡Ahora! —gritó Eddie. Sin dejar de mover las piedras, agarró una y, como el buen lanzador de béisbol que había sido siempre, la tiró con fuerza a la cara del Loco Segundo y le rompió la nariz. Eddie agarró la segunda piedra y la lanzó, con la mano izquierda, a la barbilla del Loco Primero, que cayó hacia atrás cuando el capitán daba un salto para apoderarse de su bayoneta. Loco Tercero, paralizado momentáneamente, echó mano a su pistola y disparó enloquecido mientras Morton y Smitty le agarraban por las piernas. La puerta se abrió bruscamente y entró Loco Cuarto. Eddie le tiró la última piedra, que no le alcanzó la cabeza por centímetros, pero cuando se agachó, el capitán le estaba esperando pegado a la pared con la bayoneta, y se la hundió en la caja torácica con tanta fuerza que los dos salieron por la puerta. Eddie, impulsado por su adrenalina, saltó sobre Loco Segundo y le golpeó la cara con más fuerza de la que había golpeado nunca a ninguno de los de la avenida Pitkin. Agarró una piedra y la estrelló contra su cráneo, una y otra vez, hasta que se miró las manos y vio una masa viscosa púrpura, que comprendió que era sangre y piel y carbón, todo mezclado. Entonces oyó un disparo y se llevó las manos a la cabeza, embadurnándose las sienes con aquella masa. Miró hacia arriba y vio a Smitty allí mismo de pie, con la pistola de un enemigo en la mano. El cuerpo de Loco Segundo dejó de ofrecer resistencia. Sangraba por el pecho.
—Por Rabozzo —murmuró Smitty.
A los pocos minutos los cuatro guardias estaban muertos.