Read Las cinco personas que encontrarás en el cielo Online
Authors: Mitch Albom
—Mami… Mamá…, mami… Mamá…
La mirada de Eddie saltó de ella a las vagonetas. ¿Tenía tiempo? Ella y las vagonetas…
Whump
. Demasiado tarde. Las vagonetas caían… «¡Dios santo, ha soltado el freno!». Para Eddie todo sucedió como a cámara lenta. Dejó caer su bastón e hizo esfuerzos con su pierna mala hasta que notó una descarga de dolor que casi lo hizo caer. Un gran paso. Otro paso. Dentro de la caja de la Caída Libre, se rompió el último hilo del cable y destrozó la conducción hidráulica. La vagoneta número 2 ahora caía como un peso muerto, nada la podría detener, una roca cayendo por un despeñadero.
En aquellos momentos finales, a Eddie le pareció oír el mundo entero: gritos lejanos, olas, música, una ráfaga de viento, un sonido grave, intenso y feo que, comprendió, era su propia voz que le perforaba el pecho. La niña alzó los brazos. Eddie se lanzó. Su pierna mala le falló. Medio volando, medio tambaleándose avanzó hacia la pequeña y cayó en la plataforma metálica, que desgarró su camisa y le abrió la carne, justo debajo de la etiqueta en la que se leía «EDDIE» y «MANTENIMIENTO». Notó dos manos en la suya, dos manos pequeñas.
Hubo un gran impacto.
Un cegador relámpago de luz.
Y después, nada.
Década de 1920. En un hospital atestado de uno de los barrios más pobres de la ciudad, el padre de Eddie fuma pitillos en la sala de espera, donde hay otros padres que también fuman. La enfermera entra con una tablilla con pinza. Dice su nombre. Lo pronuncia mal. Los demás hombres sueltan humo. ¿Y bien?
Él levanta la mano.
—Felicidades —dice la enfermera.
La sigue por el pasillo hasta la sala de los recién nacidos. Sus zapatos hacen un ruido seco contra el suelo.
—Espere aquí —dice la enfermera.
Por el cristal ve que ella comprueba los números de las cunas de madera. Pasa delante de una, no es la suya, de otra, no es la suya, de otra, no es la suya, de otra, no es la suya.
Se detiene. Allí. Debajo de la manta. Una cabeza diminuta con un gorrito azul. Comprueba su tablilla con pinza otra vez, luego señala.
El padre respira pesadamente, asiente con la cabeza. Durante un momento su cara parece desmoronarse, como un puente que se hundiera en un río. Luego sonríe.
El suyo.
Eddie no vio nada de su momento final en la tierra, ni del parque de atracciones, ni de la multitud, ni de la vagoneta de fibra de cristal destrozada.
En las historias sobre la vida después de la muerte, muchas veces el alma flota por encima del momento del adiós, vuela sobre los coches de la policía en los accidentes de carretera, o se agarra como una araña a los techos de la habitación del hospital. Ésas son las personas a las que se concede una segunda oportunidad, las que por alguna razón recuperan su lugar en el mundo.
Eddie, parecía, no tendría una segunda oportunidad.
¿Dónde…?
¿Dónde…?
¿Dónde…?
El cielo era una neblinosa sombra de color calabaza, luego turquesa intenso, luego lima brillante. Eddie estaba flotando y sus brazos todavía estaban extendidos.
¿Dónde…?
La vagoneta de la torre caía. Eso él lo recordaba. La niña —¿Amy? ¿Annie?— lloraba. Eso él lo recordaba. Recordaba que él se había lanzado hacia ella. Recordaba que él se golpeaba contra la plataforma. Notaba dos manitas en las suyas.
¿Luego qué?
¿La salvó?
Eddie sólo podía imaginarlo, como si hubiera pasado años atrás. Forastero todavía, no sentía ninguna de las emociones que se experimentan en tales ocasiones. Sólo sentía calma, como un niño acunado en los brazos de su madre.
¿Dónde…?
El cielo que le rodeaba volvió a cambiar, primero a un amarillo de pomelo, luego a un verde de bosque, luego a un rosa que momentáneamente Eddie asoció con, qué sorpresa, algodón de azúcar.
¿La salvó?
¿Estaba viva?
¿Dónde… está mi preocupación?
¿Dónde está mi dolor?
Era eso lo que echaba en falta. Todo el daño que había sufrido alguna vez, todo el dolor que alguna vez había soportado; todo eso había desaparecido como una expiración. No sentía la agonía. No sentía tristeza. Notaba su conciencia humeante, ascendiendo en espiral, incapaz de nada excepto calma. Ahora, por debajo de él, los colores volvieron a cambiar. Algo hacía remolinos. Agua. Un océano. Flotaba sobre un enorme mar amarillo. Ahora se volvía de color melón. Ahora era azul como un zafiro. Ahora él empezaba a caer, precipitándose hacia la superficie. Todo fue más rápido de lo que él había imaginado nunca, y, sin embargo, no sintió la brisa en su cara, y tampoco tuvo miedo. Vio la arena de una orilla dorada.
Luego estaba bajo el agua.
Luego todo estaba en silencio.
¿
Dónde está mi preocupación
?
¿
Dónde está mi dolor
?
Tiene cinco años. Es un domingo por la tarde en el Ruby Pier. Hay mesas plegables dispuestas en la pasarela de madera que se levanta junto a la alargada playa blanca. Hay una tarta de vainilla con velas azules y una jarra de zumo de naranja. Los empleados del parque de atracciones se mueven en las cercanías; los charlatanes, los teloneros, los cuidadores de animales, algunos de los del criadero de peces. El padre de Eddie, como de costumbre, participa en una partida de naipes. Eddie juega a sus pies. Su hermano mayor, Joe, está haciendo ejercicios gimnásticos delante de un grupo de mujeres mayores, que fingen interés y aplauden educadamente.
Eddie lleva puesto su regalo de cumpleaños: un sombrero rojo de vaquero y una cartuchera de juguete. Se levanta y corre de un grupo a otro, saca la pistola de juguete y dice:
—¡Bang, bang!
—Ven aquí, chico. —Mickey Shea le hace señas desde un banco cercano.
—Bang, bang —dice Eddie.
Mickey Shea trabaja con el padre de Eddie reparando las atracciones. Es gordo, usa tirantes y siempre está cantando canciones irlandesas. A Eddie le huele raro, como el jarabe para la tos.
—Ven. Deja que te dé los coscorrones por tu cumpleaños —dice—. Como hacemos en Irlanda.
De repente, los largos brazos de Mickey están debajo de los sobacos de Eddie y le levantan, luego le dan la vuelta y queda colgando por los pies. El sombrero de Eddie cae al suelo.
—¡Cuidado, Mickey! —grita la madre de Eddie, y su padre alza la vista, sonríe y luego vuelve a su partida de cartas.
—Jo, jo. Le tengo —dice Mickey—. Ahora un coscorrón por cada año.
Mickey baja a Eddie con cuidado, hasta que la cabeza roza contra el suelo.
—¡Uno!
Mickey vuelve a alzar a Eddie. Los demás se les unen riendo. Gritan:
—¡Dos…! ¡Tres…!
Boca abajo, Eddie no está seguro de quién es. La cabeza le empieza a pesar.
—¡Cuatro…! —gritan—. ¡Y cinco!
Lo levantan, queda cabeza arriba y lo dejan en el suelo. Todos aplauden. Eddie agarra su sombrero y luego da un traspié. Se levanta, va tambaleándose hasta Mickey Shea y le da un puñetazo en el brazo.
—Jo, jo! ¿Y eso por qué, hombrecito? —dice Mickey. Todos se ríen. Eddie se vuelve y se aleja corriendo, tres pasos, antes de encontrarse en los brazos de su madre.
—¿Estás bien, mi querido cumpleañero? —Ella sólo está a unos centímetros de su cara. Él ve sus labios pintados de un rojo intenso, sus regordetas mejillas suaves y la onda de su pelo castaño.
—Estaba al revés —le cuenta él.
—Ya lo vi —dice ella.
Le vuelve a poner el sombrero en la cabeza. Más tarde dará un paseo con él por el parque, a lo mejor lo lleva a que se suba a un elefante, o a ver a los pescadores del muelle que recogen sus redes al caer la tarde, con los peces dando saltos como brillantes monedas mojadas. Ella le llevará cogido de la mano y le dirá que Dios está orgulloso de él por ser un niño bueno el día de su cumpleaños, y eso hará que el mundo parezca que esté otra vez como debe.
Eddie despertó dentro de una taza de té.
Formaba parte de alguna atracción de un antiguo parque; una taza de té grande, hecha de madera oscura, brillante, con un asiento tapizado y una puerta con bisagras de acero. Los brazos y las piernas de Eddie colgaban por encima de los bordes. El cielo continuaba cambiando de color, de un marrón de piel de zapato a un escarlata intenso.
Instintivamente buscó el bastón. Los últimos años lo dejaba junto a la cama porque había mañanas en que ya no tenía fuerzas para levantarse sin él. Eso le molestaba, pues antes solía dar palmadas en los hombros a sus amigos cuando los saludaba.
Pero ahora no estaba el bastón, conque Eddie suspiró y trató de levantarse. Sorprendentemente la espalda no le dolió. No sintió punzadas en la pierna. Hizo un esfuerzo mayor y saltó sin problemas por encima del borde de la taza de té. Cayó suavemente en el suelo, donde le sorprendieron tres rápidos pensamientos.
Primero, se sentía maravillosamente bien.
Segundo, estaba completamente solo.
Tercero, todavía estaba en el Ruby Pier.
Pero ahora era un Ruby Pier diferente. Había tiendas de lona, grandes espacios con césped y tan pocos obstáculos que se podía ver la musgosa rompiente de agua en el borde del océano. Los colores de las atracciones eran el rojo del cuartel de bomberos y el crema —nada de azules o granates—, y cada atracción tenía su propio despacho de entradas de madera. La taza de té donde había despertado formaba parte de una antigua atracción que se llamaba Girómetro. Su cartel era de contrachapado, igual que los demás carteles que colgaban bajos, encima de las fachadas de los puestos que se alineaban en el paseo.
¡
Cigarros El Tiempo! ¡Eso es fumar
!
¡
Sopa de pescado, 10 centavos
!
¡
El Látigo, la sensación de la temporada
!
Eddie parpadeó muy sorprendido. Aquello era el Ruby Pier de su infancia, unos setenta y cinco años atrás, sólo que todo estaba nuevo y recién limpio. Más allá estaba el Rizar el Rizo, que había sido desmontado hacía décadas, y algo más lejos, las casetas de baño y las piscinas de agua salada que habían sido demolidas en la década de 1950. Destacándose en el cielo, estaba la noria original —con su pintura blanca intacta— y, tras ella, las calles de su antiguo barrio y los tejados de las apiñadas casas de ladrillos, con cuerdas para tender la ropa entre las ventanas.
Eddie intentó gritar, pero sólo le salió un sonido ronco. Articuló un «¡Hola!», pero de su garganta no salió nada.
Se agarró brazos y piernas. Aparte de su falta de voz, se sentía increíblemente bien. Anduvo en círculo. Dio un salto. Ningún dolor. En los últimos diez años había olvidado lo que era andar sin una mueca de dolor o sentarse sin tener que hacer esfuerzos para acomodar la parte baja de la espalda. Por fuera, él tenía el mismo aspecto que el de aquella mañana: un viejo rechoncho, con el pecho abombado, que llevaba gorra, pantalones cortos y el jersey marrón de su trabajo. Pero se sentía
flexible
. Tan flexible, en realidad, que se podía tocar los tobillos y levantar una pierna hasta su barriga. Exploró su cuerpo como un niño pequeño, fascinado por la nueva mecánica, un hombre de goma haciendo un estiramiento de hombre de goma.
Luego corrió.
¡Ja, ja! ¡Corría! Eddie no había corrido de verdad desde hacía más de sesenta años. Desde la guerra, no había corrido, pero ahora estaba corriendo. Empezó con unos cuantos pasos cautelosos, luego aceleró, a toda velocidad, más rápido, más rápido, corriendo como el chico que era en su juventud. Corrió por la pasarela de madera y pasó por delante de un puesto de cebo vivo para pescadores (cinco centavos) y de otro donde alquilaban trajes de baño (tres centavos). Pasó por delante de un tobogán que se llamaba los Dibujos Deslizantes. Corrió por el paseo del Ruby Pier, debajo de magníficos edificios de estilo árabe con agujas, minaretes y cúpulas bulbosas. Pasó corriendo junto al Carrusel Parisiense, con sus caballos de madera tallada, cristales de espejo y música de organillo; todo brillante y nuevo. Sólo una hora antes, o eso parecía, él había estado rascando el óxido de sus piezas en el taller.
Bajó corriendo hasta el corazón de la antigua avenida central,; donde en otro tiempo trabajaban los que adivinaban el peso o el porvenir y bailaban los gitanos. Recogió la barbilla y extendió los brazos como un planeador, y cada pocos pasos daba un salto, al igual que hacen los niños, esperando que su carrera se convierta en vuelo. A cualquiera le podría haber parecido ridículo ver a aquel empleado de mantenimiento con el pelo blanco, completamente solo, haciendo el avión. Pero el niño que corre está dentro de todos los hombres, sin importar la edad que tengan.
Y entonces Eddie dejó de correr. Había oído algo. Una voz metálica, como si procediera de un megáfono.
—Pasen y vean, señoras y caballeros. Jamás habrán contemplado nada tan espantoso.
Eddie estaba parado junto a un despacho de entradas vacío delante de un enorme teatro. En el cartel de arriba se leía:
Los hombres más extraños del mundo
.
¡El gran espectáculo del Ruby Pier
!
¡El humo sagrado! ¡Son gordos! ¡Son delgados
!
¡Vean al hombre salvaje
!
El espectáculo. La casa de los monstruos. La gran sensación. Eddie recordó que la habían cerrado hacía por lo menos cincuenta años, en la época en que la televisión se hizo popular y la gente no necesitaba ese tipo de espectáculos para avivar su imaginación.
—Pasen y vean a este salvaje. Tiene un defecto de nacimiento, de lo más extraño…
Eddie atisbo por la entrada. Allí dentro había visto a algunas personas muy raras. Estaba Jolly Jane, que pesaba más de doscientos cuarenta kilos y que necesitaba que dos hombres la empujasen para subir por las escaleras. Estaban las siamesas, que compartían la columna vertebral y tocaban instrumentos musicales. Y también los tragasables, las mujeres barbudas y una pareja de hermanos indios cuya piel se había vuelto de goma de tanto untársela y frotársela con aceite, y les colgaba de brazos y piernas.
Eddie, de niño, había sentido pena por las personas que exhibían allí. Las obligaban a sentarse en cabinas o a subirse en estrados, a veces entre rejas, mientras los visitantes pasaban entre ellas, burlándose y señalándolas. El que los anunciaba hacía publicidad de los monstruos, y era la voz de ese hombre la que Eddie oía ahora.