Las cinco personas que encontrarás en el cielo (5 page)

BOOK: Las cinco personas que encontrarás en el cielo
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Ahora considérese la misma historia desde un ángulo distinto. Un hombre está al volante de un Ford A, que ha pedido prestado a un amigo para hacer prácticas de conducción. La calzada está mojada por la lluvia de la mañana. De pronto, una pelota de béisbol bota atravesando la calle y un niño sale corriendo detrás de ella. El conductor pisa a fondo el freno y se agarra al volante. El coche patina, los neumáticos chirrían.

El hombre se las arregla para recuperar el control y el Ford A sigue su marcha. El chico ha desaparecido del espejo retrovisor, pero el hombre todavía se siente alterado; piensa en lo cerca que ha estado de una tragedia. La descarga de adrenalina ha obligado a su corazón a funcionar muy deprisa, pero ese corazón no es fuerte y el esfuerzo lo agota. Entonces el hombre siente un mareo y la cabeza le cae momentáneamente hacia delante. Su automóvil casi choca con otro. El segundo conductor toca la bocina, el hombre gira el volante y vuelve a virar pisando el pedal del freno. Patina por una avenida y luego dobla por una calleja. Su vehículo rueda hasta que choca contra la parte de atrás de un camión aparcado. Hay un pequeño sonido de choque. Los faros se hacen añicos. El impacto impulsa al hombre contra el volante. La frente le sangra. Se baja del Modelo A, comprueba los daños, luego se derrumba en el pavimento mojado. El brazo le duele. Siente una opresión en el pecho. Es un domingo por la mañana. La calleja está desierta. Se queda allí, sin que nadie se fije en él, caído junto al costado del coche. La sangre ya no fluye desde sus arterias coronarias al corazón. Pasa una hora. Le encuentra un policía. Un reconocimiento médico determina que está muerto. El motivo de la muerte se registra como «ataque al corazón». No hay parientes conocidos.

He aquí una historia vista desde dos ángulos diferentes. Es el mismo día, el mismo momento, pero desde uno de los ángulos la historia termina felizmente, en un salón de juegos, con el niño de los pantalones rojos metiendo monedas en el Buscador del Erie; y desde el otro ángulo termina mal, en el depósito de cadáveres de una ciudad, donde uno de los empleados llama a otro y los dos se extrañan de la piel azul del que acaban de traer.

—¿Lo ves? —susurró el Hombre Azul después de terminar la historia desde su punto de vista—. ¿Niño?

Eddie sintió un escalofrío.

—No puede ser —susurró.

El cumpleaños de Eddie es hoy — Cuarta parte

Tiene ocho años. Está sentado en el borde de un sofá a cuadros, con los brazos cruzados, enfadado. Tiene a su madre a los pies, atándole los cordones de los zapatos. Su padre está ante el espejo arreglándose la corbata.

—No quiero ir —dice Eddie.

—Ya lo sé —dice su madre, sin levantar la vista—, pero tenemos que ir. A veces uno tiene que hacer cosas cuando pasan cosas tristes.

—Pero es mi cumpleaños.

Eddie mira enfurruñado desde el otro lado de la habitación la grúa montada en el rincón; está hecha con vigas metálicas de juguete y tres pequeñas ruedas de goma. Eddie había estado haciendo un camión. Es bueno montando cosas. Había esperado enseñárselo a sus amigos en la fiesta de su cumpleaños. En lugar de eso, tienen que ir a un sitio y vestirse de punta en blanco. Eso no está nada bien, piensa.

Su hermano Joe, vestido con pantalones de lana y una pajarita, entra con un guante de béisbol en la mano izquierda. Le da un golpe. Se burla de Eddie.

—Ésos eran mis zapatos viejos —dice Joe—. Los nuevos que tengo son mejores.

Eddie arruga el ceño. Aborrece tener que ponerse las cosas viejas de Joe.

—Deja de quejarte —dice su madre.

—Me hacen daño —protesta Eddie.

—¡Ya está bien! —grita su padre. Atraviesa a Eddie con la mirada. Eddie se calla.

En el cementerio, Eddie apenas reconoce a los del parque de atracciones. Los hombres que normalmente visten lamé dorado y turbantes rojos, ahora llevan trajes negros, como su padre. Parece que todas las mujeres llevan el mismo vestido negro; algunas se tapan la cara con velos.

Eddie mira a un hombre que echa tierra con una pala en un agujero. El hombre dice algo sobre unas cenizas. Eddie se agarra a la mano de su madre y bizquea mirando el sol. Debería estar triste, lo sabe, pero en secreto está contando números, a partir del uno; espera que cuando llegue a mil volverá el día de su cumpleaños.

La primera lección

—Señor, por favor… —imploró Eddie—. Yo no sabía… Créame… Dios me asista, yo no lo sabía.

El Hombre Azul asintió con la cabeza.

—No lo podías saber. Eras demasiado pequeño.

Eddie dio un paso atrás. Se puso en guardia, como preparándose para una pelea.

—Pero ahora lo tengo que pagar —dijo.

—¿Pagar?

—Mi pecado. Por eso estoy aquí, ¿verdad? ¿Justicia?

El Hombre Azul sonrió.

—No, Edward. Estás aquí para que yo te pueda enseñar algo. Todas las personas con las que te encontrarás aquí tienen una cosa que enseñarte.

Eddie no se lo creía. Siguió con los puños cerrados.

—¿Cuál? —dijo.

—Que no hay actos fortuitos. Que todos estamos relacionados. Que uno no puede separar una vida de otra más de lo que puede separar una brisa del viento.

Eddie sacudió la cabeza.

—Nosotros estábamos lanzando una pelota. Fue una estupidez mía… salir corriendo de aquel modo. ¿Por qué tuvo que morir usted en vez de yo? No está bien.

El Hombre Azul extendió la mano.

—Lo que está bien —dijo— no dirige la vida y la muerte. Si lo hiciera, ninguna persona joven moriría jamás.

Extendió la mano con la palma hacia arriba y de pronto estaban en un cementerio detrás de un pequeño grupo de asistentes a un entierro. Un sacerdote leía una Biblia junto a la tumba. Eddie no veía las caras, sólo la parte de atrás de los sombreros, vestidos y trajes.

—Mi entierro —dijo el Hombre de Azul—. Fíjate en los que asisten. Algunos ni siquiera me conocían bien, pero fueron. ¿Por qué? ¿Nunca te lo has preguntado? ¿Por qué se reúne la gente cuando mueren los demás? ¿Por qué considera la gente que debe hacerlo?

»Lo hace porque el espíritu humano sabe, en el fondo, que todas las vidas se entrecruzan. Que la muerte no sólo se lleva a alguien, deja a otra persona, y en la pequeña distancia entre que a uno se lo lleve o lo deje, las vidas cambian.

»Dices que deberías haber muerto tú en vez de yo. Pero durante mi vida en la tierra también hubo personas que murieron en mi lugar. Es algo que pasa todos los días. Cuando cae un rayo un momento después de que te hayas ido, o se estrella un avión en el que podrías haber estado. Cuando tu compañero de trabajo enferma y tú no. Creemos que esas cosas son fortuitas, pero hay un equilibrio en todo. Uno se marchita, otro crece. El nacimiento y la muerte forman parte de un todo.

»Por eso nos gustan tanto los niños pequeños… —se volvió hacia los asistentes al sepelio— y los entierros.

Eddie volvió a mirar a los reunidos en torno a la tumba. Se preguntó si a él le harían un funeral. Se preguntó si acudiría alguien. Vio al sacerdote leyendo la Biblia y a los asistentes con la cabeza, baja. Se trataba del día del entierro del Hombre Azul, hacía muchos años. Eddie había asistido, era niño y no se estuvo quieto durante la ceremonia, ignorando el papel que desempeñaba allí.

—Sigo sin entenderlo —susurró Eddie—. ¿Qué fue lo bueno que trajo su muerte?

—Tú viviste —respondió el Hombre Azul.

—Pero apenas nos conocíamos. Yo era un perfecto desconocido.

El Hombre Azul puso los brazos sobre los hombros de Eddie. Éste notó aquella sensación cálida, de fusión.

—Los desconocidos —dijo el Hombre Azul— sólo son familiares a los que todavía no se ha llegado a conocer.

Con eso, el Hombre Azul atrajo hacia sí a Eddie. Éste notó instantáneamente que todo lo que el Hombre Azul había sentido en su vida pasaba a él, se deslizaba al interior de su cuerpo; la soledad, la vergüenza, el nerviosismo, el ataque al corazón. Todo se introdujo en Eddie como cuando se cierra un cajón.

—Me marcho —le susurró al oído el Hombre Azul—. Para mí se ha terminado este nivel del cielo. Pero tú conocerás a otros aquí.

—Espere —dijo Eddie echándose hacia atrás—. Dígame únicamente una cosa. ¿Salvé a la niña? En el parque de atracciones. ¿La salvé?

El Hombre Azul no contestó. Eddie se vino abajo.

—Entonces mi muerte fue inútil, lo mismo que mi vida.

—Ninguna vida es inútil —dijo el Hombre Azul—. Lo único que es inútil es el tiempo que pasamos pensando que estamos solos.

Dio unos pasos en dirección a la tumba y sonrió. Y cuando hizo eso, su piel adquirió un bello tono de color caramelo, suave y sin manchas. Eddie pensó que era la piel más perfecta que había visto nunca.

—¡Espere! —gritó Eddie, pero de pronto fue llevado por el aire lejos del cementerio, y volaba por encima del gran océano gris. Bajo él, vio los techos del antiguo Ruby Pier, las agujas y torreones, las banderas ondeando con la brisa.

Luego desapareció todo.

Domingo, 15 horas

De nuevo en el parque de atracciones. La gente seguía callada en torno a los restos de la Caída Libre. Las señoras mayores se llevaban la mano a la garganta. Las madres tiraban de sus hijos. Varios hombres fornidos en camiseta se abrieron paso hacia delante, como si fueran a resolver algo, pero una vez llegados allí, también se limitaron a mirar, impotentes. El sol achicharraba y afilaba las sombras, obligaba a que la gente protegiera los ojos haciendo una visera con la mano, como si estuviera saludando militarmente.

»¿Ha sido grave?, —susurraba la gente. Domínguez se abrió paso desde el fondo del grupo, con la cara roja, la camisa empapada de sudor. Vio la carnicería.

—Oh, no, no, Eddie —gimió llevándose las manos a la cabeza.

Llegaron los de seguridad. Echaron a la gente hacia atrás. Pero luego también ellos adoptaron posturas de impotencia, con las manos en la cadera, a la espera de ambulancias. Era como si todos —las madres, los padres, los niños con sus vasos gigantes de refresco— estuvieran demasiado aturdidos para mirar y demasiado aturdidos para marcharse. Tenían la muerte a sus pies, mientras una alegre cancioncilla salía de los altavoces del parque.

»¿Ha sido grave? —Se oyeron sirenas. Llegaron hombres uniformados. Se rodeó la zona con una cinta de plástico amarilla. Los puestos bajaron las persianas. Las atracciones fueron cerradas indefinidamente. Por la playa se corrió la voz de lo que había pasado, y a la caída del sol el Ruby Pier estaba desierto.

El cumpleaños de Eddie es hoy — Quinta parte

Desde su dormitorio, incluso con la puerta cerrada, Eddie huele el filete de ternera que prepara su madre con pimientos verdes y cebollas dulces; un intenso olor a leña que le encanta.

—¡Eeeddi! —le grita su madre desde la cocina—. ¿Dónde estás? ¡Ya estamos todos!

Él se da la vuelta en la cama y deja a un lado el cómic. Hoy tiene diecisiete años, demasiado mayor para esas cosas, pero todavía le gusta la idea —héroes de colores como el Hombre Enmascarado, que lucha contra los malos para salvar al mundo—. Ha regalado su colección a sus primos rumanos, que son pequeños y vinieron a Estados Unidos unos meses antes. La familia de Eddie los recibió en el muelle, y se instalaron en el dormitorio que Eddie compartía con su hermano Joe. Los primos no saben hablar inglés, pero les gustan los cómics. En cualquier caso, eso sirve a Eddie de excusa para conservarlos.

—Ahí está el chico del cumpleaños —exclama su madre cuando él entra lentamente en la cocina. Lleva una camisa blanca de cuello blando y una corbata azul, que le pellizca su musculoso cuello. Un murmullo de holas, de vasos de cerveza que se alzan de los visitantes reunidos, familiares, amigos, trabajadores del parque. El padre de Eddie está jugando a cartas en el rincón, entre una nubecilla de humo de puro.

—Oye, mamá, ¿a que no lo sabes? —grita Joe—. Eddie conoció a una chica ayer por la noche.

—¿Siii? ¿De verdad?

Eddie nota que se sonroja.

—Sí. Dijo que se iba a casar con ella.

—Cierra el pico —le dice Eddie a Joe.

Éste no le hace caso.

—Sí, entró en la habitación con los ojos desorbitados, y dijo: «Joe, ¡he conocido a la chica con la que me voy a casar!».

Eddie grita:

—¡He dicho que te calles!

—¿Cómo se llama, Eddie? —pregunta alguien.

—¿Va a misa?

Eddie se dirige a su hermano y le da un golpe en el brazo.

—¡Aaay!

—¡Eddie!

—¡Te he dicho que cierres el pico!

Joe suelta:

—Y bailó con ella en el Polvo de…

Un golpe.

—¡Aayy!

—¡Cierra el pico!

—¡Eddie! ¡Ya está bien! ¡Basta!

Ahora hasta los primos rumanos levantan la vista —esforzándose por entender— mientras los dos hermanos se agarran uno al otro y se dan meneos despejando el sofá, hasta que el padre de Eddie se quita el puro y grita.

—¡Parad inmediatamente si no queréis que os cruce la cara a los dos!

Los hermanos se separan, jadeantes y mirándose fijamente. Algunos parientes mayores sonríen. Una de las tías susurra:

—Pues esa chica le debe de gustar.

Más tarde, después de haberse comido el filete especial y apagar las velas soplando y cuando todos los invitados ya se han ido a casa, la madre de Eddie enciende la radio. Hay noticias sobre la guerra en Europa, y el padre de Eddie dice algo sobre que la madera y el cable de cobre van a ser difíciles de conseguir si las cosas empeoran. Aquello hará casi imposible el mantenimiento del parque.

—Qué noticias tan espantosas —dice la madre de Eddie—. No son apropiadas para una fiesta de cumpleaños.

Mueve el dial hasta que la cajita ofrece música, una orquesta que interpreta una alegre melodía. Sonríe y tararea. Luego se acerca a Eddie, que está repanchingado en su silla atrapando las últimas migajas de la tarta. Se quita el delantal, lo dobla y lo deja encima de una silla, y agarra a Eddie de las manos.

—Enséñame cómo bailaste con tu nueva amiguita —dice.

—Vamos, mamá…

—Enséñame.

Eddie se pone de pie como si fuera camino de su ejecución. Su hermano sonríe. Pero su madre, con su hermosa cara redonda, no deja de tararear y de moverse hacia delante y hacia atrás, hasta que Eddie inicia unos pasos de baile con ella.

—Laralá, laralí… —canta ella al ritmo de la melodía—. Cuando estás conmiiigo… La, la… Las estrellas y la luna… La, la, la… En junio…

Se mueven por el cuarto de estar hasta que Eddie cede y se ríe. Ya es unos buenos quince centímetros más alto que su madre, pero ella le lleva con comodidad.

—Entonces, ¿te gusta esa chica? —susurra ella.

Eddie pierde un paso.

—Es estupendo —dice su madre. Me alegro por ti.

Dan vueltas a la mesa, y la madre de Eddie agarra a Joe y le levanta.

—Ahora bailad los dos —dice ella.

—¿Con él?

—¡Mamá!

Pero ella insiste y ellos ceden, y Joe y Eddie pronto están riéndose y dando saltos uno junto al otro. Se cogen de la mano y se mueven, arriba y abajo, haciendo unos círculos exagerados. Dan vueltas y más vueltas a la mesa, ante el placer de su madre, mientras el clarinetista se destaca en la melodía de la radio y los primos rumanos dan palmas y los últimos restos del olor a filete a la parrilla se desvanecen en el aire de fiesta.

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