Read Las cinco personas que encontrarás en el cielo Online
Authors: Mitch Albom
—Es blanco —dijo sonriendo.
Eddie no conseguía mover la lengua. No podía hacer mucho más que mirar. Ella era exactamente como la recordaba; más guapa, en realidad, pues sus recuerdos finales de ella habían sido los de una mujer mayor que sufría. Se puso a su lado, callado, hasta que los ojos de ella se estrecharon y los labios se le fruncieron traviesamente.
—Eddie. —Casi se reía.— ¿Has olvidado tan rápido cómo era?
Eddie tragó saliva.
—Eso nunca lo olvidé.
Ella le tocó la cara levemente y a él se le extendió el calor por el cuerpo. Marguerite hizo un gesto en dirección al pueblecito y los invitados que bailaban.
—Todo son bodas —dijo muy contenta—. Eso fue lo que elegí. Un mundo de bodas detrás de cada puerta. Oh, Eddie, nunca cambian, cuando el novio levanta el velo, cuando la novia recibe el anillo, las esperanzas que les asoman a los ojos son iguales en todo el mundo. Creen de verdad que su amor y su matrimonio van a batir todos los récords.
Sonrió.
—¿Tú crees que nosotros lo conseguimos?
Eddie no supo qué responder.
—Tuvimos un acordeonista —dijo.
Salieron de la fiesta y subieron por un sendero de grava. La música se confundió con los ruidos de fondo. Eddie quería contarle todo lo que había visto, todo lo que había pasado. Quería preguntarle sobre todas las cosas sin importancia y también sobre todas las importantes. Notaba una agitación interior, una ansiedad que se detenía y empezaba. No tenía idea de por dónde empezar.
—¿A ti también te ocurrió lo mismo? —dijo finalmente—. ¿Te encontraste con cinco personas?
Ella asintió con la cabeza.
—Cinco personas diferentes —dijo él.
Ella volvió a asentir con la cabeza.
—¿Y te lo explicaron todo? ¿Y eso fue importante?
Ella sonrió.
—Muy importante. —Le tocó la barbilla.— Y luego te esperé.
Él examinó atentamente los ojos de ella. Su sonrisa. Se preguntó si su espera habría sido como la de él.
—¿Cuánto sabes… de mí? Quiero decir, ¿cuánto sabes desde…?
Todavía tenía problemas para decirlo.
—Desde que moriste.
Ella se quitó el sombrero de paja y se apartó los rizos espesos, jóvenes, de la frente.
—Verás, yo sé todo lo que pasó cuando estábamos juntos…
Frunció los labios.
—Y ahora sé por qué pasó…
Se llevó las manos al pecho.
—Y también sé… que me querías mucho.
Le cogió de la otra mano. Él notó el calor que lo ablandaba.
—No sé cómo has muerto —dijo ella.
Eddie pensó durante un momento.
—Tampoco yo estoy seguro —dijo—. Había una niña, una niña pequeña, se acercó a aquella atracción y tenía problemas…
Los ojos de Marguerite se dilataron. Parecía muy joven. Aquello era más duro de lo que Eddie imaginaba: hablarle a su mujer del día que él murió.
—Tienen esas atracciones, ¿sabes?, esas atracciones nuevas, nada que ver con las que teníamos antes… Ahora todo va a mil kilómetros por hora. Total, que en aquella atracción las vagonetas bajan a toda velocidad y se supone que los frenos hidráulicos las detienen, para que acaben de bajar lentamente, pero algo partió el cable y una vagoneta quedó suelta. Todavía me cuesta creerlo, pero la vagoneta cayó porque yo les dije que la soltaran… Me refiero a que le dije a Dom, que es el chico que ahora trabaja conmigo… No fue culpa suya…, yo se lo dije y luego traté de impedirlo, pero no me oía, y aquella niña estaba sentada justo allí. Yo traté de llegar hasta ella. Traté de salvarla. Toqué sus manitas, pero entonces…
Se interrumpió. Marguerite ladeó la cabeza, animándole a continuar. Él suspiró.
—No he hablado tanto de esto desde que llegué aquí —dijo.
Ella asintió con la cabeza y sonrió, una sonrisa encantadora, y al verla, los ojos de Eddie empezaron a humedecerse y una oleada de tristeza le invadió de pronto, así de sencillo, nada de aquello importaba, nada de lo de su muerte o del parque o de la multitud a la que él había gritado: «¡Atrás!». ¿Por qué estaba contando aquello? ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba con ella de verdad? Como un pesar oculto que se alza para apoderarse del corazón, su alma estaba rodeada de antiguas emociones y los labios le empezaron a temblar y fue invadido por la tristeza de todo lo que había perdido. Había estado buscando a su mujer, a su mujer muerta, a su mujer joven, a su mujer añorada, a su única mujer, y no quería buscar más.
—Dios, Dios, Marguerite —susurró—. Lo siento tanto. Lo siento tanto. Me es imposible expresarlo. Me es imposible. Imposible.
Dejó caer la cabeza en las manos y, finalmente lo dijo, dijo lo que dice todo el mundo:
—Te he echado tanto de menos.
El hipódromo está lleno de público; es verano. Las mujeres llevan sombreros de paja para protegerse del sol y los hombres fuman puros. Eddie y Noel salen pronto de trabajar para apostar por el número del cumpleaños de Eddie, treinta y nueve, por La Doble Gemela. Se sientan en sillas plegables de listones. A sus pies hay vasos de plástico de cerveza entre una alfombra de apuestas desechadas.
Antes Eddie ha ganado en la primera carrera del día. Apostó la mitad de aquellas ganancias en la segunda carrera y ganó también; era la primera vez que le pasaba una cosa así. Eso le proporcionó doscientos dólares. Después de perder dos veces con apuestas más pequeñas, lo apuesta todo al caballo ganador en la sexta, porque, como él y Noel estuvieron de acuerdo, de acuerdo con una lógica aplastante, llegaron con casi nada, así que ¿qué más daba si volvían a casa igual?
—Sólo tienes que pensar en que ganas —le dice Noel ahora—, tendrás toda esa pasta para el niño.
Suena la campana. Los caballos salen. Van en grupo durante la primera recta, sus sedas de colores se emborronan con el movimiento. Eddie ha apostado al número ocho, un caballo que se llama Jersey Finch, lo que no supone muchos riesgos, ni cuatro a uno, pero lo que ha dicho Noel del «chico» —el que Eddie y Marguerite planean adoptar— le llena de culpabilidad. Podrían haber usado aquel dinero. ¿Por qué hacía este tipo de cosas?
El público se pone en pie. Los caballos enfilan la última recta. Jersey Finch avanza por el exterior y va a pleno galope. Los gritos se mezclan con el tronar de los cascos. Noel chilla. Eddie aprieta su apuesta. Está más nervioso de lo que quiere estar. La piel se le dilata. Un caballo se adelanta al grupo.
¡Jersey Finch!
Ahora ha ganado casi ochocientos dólares.
—Tengo que llamar a casa —dice.
—Lo echarás a perder —dice Noel.
—¿De qué estás hablando?
—Cuéntaselo a alguien y echarás a perder tu suerte.
—Estás chiflado.
—No lo hagas.
—Voy a llamar a Marguerite. Se pondrá muy contenta.
—No se pondrá muy contenta.
Va cojeando hasta una cabina telefónica y mete una moneda de cinco centavos. Contesta Marguerite. Eddie le cuenta la noticia. Noel tiene razón. Ella no se pone muy contenta. Le dice que vuelva a casa. Él le dice que deje de decirle lo que tiene que hacer.
—Tenemos un niño en camino —le riñe ella—. No puedes comportarte de ese modo.
Eddie cuelga el teléfono enfadado. Vuelve con Noel, que está comiendo cacahuetes en la barandilla.
—Déjame que lo adivine —dice Noel.
Van a la ventanilla y apuestan por otro caballo. Eddie se saca el dinero del bolsillo. Una parte de él ya no lo quiere y la otra quiere el doble, para poder arrojar el dinero sobre la cama cuando llegue a casa y decirle a su mujer: «Toma, compra lo que quieras. ¿Vale?».
Noel contempla cómo empuja los billetes por la abertura de la ventanilla. Alza las cejas.
—Ya lo sé, ya lo sé —dice Eddie.
Lo que no sabe es que Marguerite, como no le puede llamar, ha decidido ir en coche al hipódromo para reunirse con él. Ella se siente mal por haberle gritado, es su cumpleaños y quiere disculparse; también quiere que lo deje, pero sabe por otras tardes anteriores que Noel insistirá en que se queden hasta el final; a Noel le gusta jugar. Así que como el hipódromo está a sólo diez minutos, coge su bolso y conduce su Nash Rambler de segunda mano por la avenida Ocean. Dobla a la derecha en la calle Lester. El sol ha desaparecido y el cielo está cambiante. La mayoría de los coches vienen en dirección contraría. Ella se acerca al paso elevado de la calle Lester, que solía ser el que la gente usaba para llegar al hipódromo, subiendo los escalones por encima de la calle y volviendo a bajarlos, hasta que los dueños del hipódromo instalaron un semáforo, que dejó el paso elevado, por lo general, desierto.
Pero esta tarde no está desierto. Hay en él dos adolescentes que no quieren que los encuentren; dos chicos de diecisiete años que, horas antes, han salido corriendo de una tienda después de robar cinco cartones de cigarrillos y tres botellas de bourbon Old Harper. Ahora, una vez terminado el alcohol y fumados muchos de los cigarrillos, están aburridos y balancean las botellas vacías por encima del borde de la oxidada barandilla.
—¿Te atreves? —dice uno.
—Claro que me atrevo —dice el otro.
El primero deja caer la botella y los dos se agachan detrás del enrejado metálico a mirar. Casi alcanza un coche y se estrella en el pavimento.
—¡Eh! —grita el segundo—. ¿Has visto eso?
—Tira la tuya, gallina.
El segundo chico se levanta, coge su botella y elige el tráfico disperso del carril derecho. Balancea la botella mientras busca un espacio entre los vehículos, como si aquello fuera una especie de arte y él fuera una especie de artista.
Abre los dedos. Casi sonríe.
Quince metros por debajo, Marguerite no piensa en mirar hacia arriba, no piensa que pueda pasar nada en aquel paso elevado, no piensa en nada aparte de en llevarse a Eddie de aquel hipódromo mientras todavía le quede dinero. Está pensando en qué parte de las gradas mirar, incluso cuando la botella de Old Harper se estrella contra su parabrisas, que se rompe en mil pedazos que salen disparados. El coche vira hacia la mediana de cemento que separa los carriles. El cuerpo de Marguerite sale impulsado como el de una muñeca y se estrella contra la puerta, el salpicadero y el volante, recibe un golpe en el hígado y se rompe un brazo. El golpe que se da en la cabeza es tan fuerte que pierde el contacto con los sonidos de la tarde. No oye los chirridos de los neumáticos de los coches. No oye los sonidos de los claxon. No oye la carrera de unos playeros de goma que bajan del paso elevado de la calle Lester y se pierden en la noche.
El amor, como la lluvia, puede vivificar desde arriba, empapando a las parejas de gozo. Pero a veces, bajo el enfurecido calor de la vida, el amor se seca en la superficie y debe vivificarse desde abajo, extendiendo sus raíces, manteniéndose vivo.
El accidente de la calle Lester mandó a Marguerite al hospital. Estuvo obligada a guardar cama durante cerca de seis meses. Su lastimado hígado finalmente se recuperó, pero los gastos y el retraso les costó la adopción. El niño que esperaban fue con otras personas. Los reproches nunca expresados por culpa de lo sucedido jamás encontraron descanso; simplemente pasaban como una sombra entre el marido y la mujer. Marguerite estuvo callada durante mucho tiempo. Eddie se entregó al trabajo. La sombra ocupaba un lugar en la mesa y comía en su presencia, entre el solitario sonido de cubiertos y platos. Cuando hablaban, hablaban de cosas sin importancia. El agua de su amor estaba oculta debajo de sus raíces. Eddie nunca volvió a apostar a los caballos. Sus encuentros con Noel terminaron gradualmente, pues ninguno de ellos era capaz de hablar mucho a la hora del desayuno sin tener la sensación de que aquello suponía un esfuerzo.
Un parque de atracciones de California presentó los primeros carriles con ruedas tubulares de acero —podían girar en unos ángulos que no se conseguían con madera— y, de pronto, las montañas rusas, que casi se habían perdido en el olvido, volvieron a ponerse de moda. El señor Bullock, el dueño del parque, había encargado un modelo con carriles de acero para el Ruby Park, y Eddie supervisó la construcción. Gritó a los instaladores y supervisó todos sus movimientos. No se fiaba de nada que fuera tan rápido. ¿Ángulos de sesenta grados? Estaba seguro de que alguien se haría daño. De todos modos, eso le proporcionó distracción.
La Pista de Baile Polvo de Estrellas se demolió. Lo mismo que el Tren de Cremallera y el Túnel del Amor, que ahora los niños encontraban demasiado antiguo. Unos años después se construyó un tobogán acuático y, para sorpresa de Eddie, fue inmensamente popular. Los que se subían flotaban entre chorros de agua y caían, al final, en una gran piscina. Eddie no conseguía entender por qué a la gente le gustaba tanto mojarse en esa atracción, cuando el océano estaba a unos trescientos metros de distancia. Pero se ocupaba de su mantenimiento igual que del de las demás atracciones, trabajando descalzo dentro del agua y asegurándose de que los barcos no podrían salirse de los carriles.
Con el tiempo, marido y mujer empezaron a hablarse de nuevo, y una noche Eddie incluso se refirió a la adopción. Marguerite se pasó la mano por la frente y dijo:
—Ahora somos demasiado mayores.
—¿Y qué es ser demasiado mayor para un niño? —dijo Eddie.
Pasaron los años. Y aunque nunca llegó el niño, su herida se curó lentamente y su compañía mutua aumentó hasta llenar el espacio que habían reservado para otra persona. Por la mañana, ella le preparaba café y una tostada, y él la dejaba en su empleo de limpiadora y luego volvía en coche al parque. A veces, por la tarde, ella salía pronto y paseaba con él por la pasarela, siguiendo sus espirales, se montaba en los caballitos del carrusel o en las conchas pintadas de amarillo, mientras Eddie examinaba los rotores y los cables y escuchaba el ruido que hacían los motores.
Una tarde de julio se encontraron paseando junto al océano. Tomaban polos de uva y sus pies descalzos se hundían en la arena mojada. De repente pasearon la vista alrededor y se dieron cuenta de que eran los de más edad de la playa.
Marguerite dijo algo sobre los biquinis que llevaban las chicas como traje de baño y sobre cómo ella nunca tendría el valor de ponerse una cosa así. Eddie dijo que las chicas tenían suerte porque si se lo pusiera, los hombres no mirarían a nadie más. Y aunque por entonces Marguerite ya tenía cuarenta y cinco años, ya las caderas se le habían ensanchado y se le había formado en torno a los ojos una red de pequeñas arrugas, se lo agradeció calurosamente a Eddie y miró la nariz ganchuda y la ancha mandíbula de su marido. Las aguas de su amor caían otra vez desde arriba y los empapaban tanto como el mar que se arremolinaba en torno a sus pies.