Las cenizas de Ángela (25 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—No hay sitio para él.

—Ah —dice ella, y da una calada a su Woodbine—. Te diré lo que pasa. Es la diferencia de clases. No quieren que suban al altar niños de los callejones. No quieren a los que tienen las rodillas llenas de costras y el pelo de punta. Ah, no, quieren a los niños bonitos que llevan brillantina y zapatos nuevos, cuyos padres llevan traje y corbata y tienen trabajo fijo. Eso es lo que pasa, y es difícil seguir fieles a la Fe con tanto clasismo como tienen dentro.

—Och,
sí.

—Oh,
och,
sí, y una mierda. Nunca dices otra cosa. Puedes ir a hablar con el cura y a decirle que tienes un hijo con la cabeza llena de latín y que por qué no puede ser monaguillo, y que qué va a hacer con todo ese latín.

—Och,
puede llegar a sacerdote de mayor.

Yo pregunto a papá si puedo salir a jugar.

—Sí —dice—, sal a jugar.

—Ya da lo mismo —dice mamá.

6

El señor O'Neill es el maestro del cuarto curso de la escuela. Lo llamamos «Puntito» porque es pequeño como un punto. Nos da clase en la única aula donde hay tarima, porque así puede estar más alto que nosotros, amenazarnos con su palmeta de fresno y pelar su manzana a la vista de todos. El primer día del curso, en septiembre, escribe en la pizarra tres palabras que habrán de seguir allí el resto del curso: Euclides, geometría, idiota. Dice que si pilla a algún niño tocando esas palabras, ese niño pasará el resto de su vida con una mano sola. Dice que cualquiera que no entienda los teoremas de Euclides es idiota. «Bien, repetid: Cualquiera que no entienda los teoremas de Euclides, es idiota». Naturalmente, todos sabemos lo que es un idiota, pues los maestros nos dicen constantemente que lo somos.

Brendan Quigley levanta la mano.

—Señor, ¿qué es un teorema y qué es un Euclides?

Esperamos que «Puntito» fustigue a Brendan como hacen todos los maestros cuando se les hace una pregunta, pero él mira a Brendan con una sonrisita.

—Y bien, he aquí un niño que no tiene una sola pregunta, sino dos. ¿Cómo te llamas, niño?

—Brendan Quigley, señor.

—Este es un niño que llegará lejos. ¿Dónde llegará, niños?

—Lejos, señor.

—Desde luego que sí. El niño que quiere saber algo de la gracia, de la elegancia y de la belleza de Euclides no puede menos de subir en la vida. ¿Qué hará en la vida este niño sin falta, niños?

—Subir, señor.

—Sin Euclides, niños, las matemáticas serían una cosa mezquina e insegura. Sin Euclides no seríamos capaces de ir de aquí a allí. Sin Euclides, la bicicleta no tendría ruedas. Sin Euclides, San José no podría haber sido carpintero, pues la carpintería es geometría y la geometría es carpintería. Sin Euclides, esta escuela misma no podría haber sido construida.

—Jodido Euclides —murmura detrás de mí Paddy Clohessy.

«Puntito» le dice con voz cortante:

—Tú, niño: ¿cómo te llamas?

—Clohessy, señor.

—Ah, el niño vuela con un ala. ¿Cuál es tu nombre de pila?

—Paddy.

—Paddy, ¿y qué más?

—Paddy, señor.

—Y ¿qué decías a McCourt, Paddy?

—Le decía que debíamos ponernos de rodillas y dar gracias a Dios de que haya existido Euclides.

—Ya lo creo, Clohessy. Veo la mentira podrida en tus labios. ¿Qué veo, niños?

—La mentira, señor.

—¿Y cómo está la mentira, niños?

—Podrida, señor.

—¿Dónde, niños, dónde?

—En sus labios, señor.

—Euclides era griego, niños. ¿Qué es un griego, Clohessy?

—Una especie de extranjero, señor.

—Clohessy, eres retrasado mental. Y bien, Brendan, sin duda tú debes de saber lo que es un griego, ¿no?

—Sí, señor. Euclides era griego.

«Puntito» le dirige la sonrisita. Dice a Clohessy que debe imitar el modelo de Quigley, que sabe lo que es un griego. Traza dos líneas, una junto a otra, y nos dice que son líneas paralelas, y que lo mágico y lo misterioso es que no se encuentran nunca, aunque se prolonguen hasta el infinito, aunque se prolonguen hasta los hombros de Dios, y eso, niños, está muy lejos, aunque ahora hay un judío alemán que está poniendo todo el mundo patas arriba con sus ideas sobre las líneas paralelas.

Escuchamos a «Puntito» y nos preguntamos qué tiene que ver todo esto con el estado del mundo, con que los alemanes lo invadan todo y bombardeen todo lo que se tiene en pie. No podemos preguntárselo nosotros, pero podemos hacer que Brendan Quigley se lo pregunte. Está claro que Brendan es el ojito derecho del maestro, y eso significa que puede hacerle las preguntas que quiera. A la salida de la escuela decimos a Brendan que tiene que hacerle al día siguiente esta pregunta: ¿De qué sirven Euclides y todas esas líneas que siguen hasta el infinito cuando los alemanes lo están bombardeando todo? Brendan dice que no quiere ser el ojito derecho del maestro, que no quiso serlo, y que no quiere hacerle la pregunta. Tiene miedo de que «Puntito» le pegue si le hace esa pregunta. Nosotros le decimos que si no se la hace seremos nosotros quienes le pegaremos.

Al día siguiente, Brendan levanta la mano. «Puntito» le dirige la sonrisita.

—Señor, ¿de qué sirven Euclides y todas las líneas cuando los alemanes están bombardeando todo lo que se tiene en pie?

La sonrisita ha desaparecido.

—Ay, Brendan. Ay, Quigley. Ay, niños, ay, niños.

Deja la vara en la mesa y se pone de pie en la tarima con los ojos cerrados.

—¿De qué sirve Euclides...? —dice—. ¿De qué sirve? Sin Euclides, el Messerschmitt jamás se habría podido remontar en el cielo. Sin Euclides, el Spitfire no podría volar de nube en nube. Euclides nos aporta gracia, belleza y elegancia. ¿Qué nos aporta, niños?

—Gracia, señor.

—¿Y...?

—Belleza, señor.

—¿Y...?

—Elegancia, señor.

—Euclides es completo en sí mismo y divino en su aplicación. ¿Lo entendéis, niños?

—Sí, señor.

—Lo dudo, niños, lo dudo. Amar a Euclides significa estar solo en este mundo.

Abre los ojos, da un suspiro, y se nota que tiene los ojos un poco húmedos.

Aquel día, cuando Paddy Clohessy sale de la escuela lo detiene el señor O'Dea, maestro del quinto curso. El señor O'Dea le dice:

—Tú, ¿cómo te llamas?

—Clohessy, señor.

—¿En qué curso estás?

—En cuarto curso, señor.

—Y dime, Clohessy, ese maestro que tenéis ¿os está hablando de Euclides?

—Sí, señor.

—¿Y qué os dice?

—Dice que es griego.

—Claro que lo es, pedazo de
omadhaun.
¿Qué más dice?

—Dice que sin Euclides no habría escuela.

—Ah. ¿Y dibuja algo en la pizarra?

—Dibuja unas líneas, una al lado de otra, que no se encontrarán nunca aunque caigan en los hombros de Dios.

—Madre de Dios.

—No, señor. En los hombros de Dios.

—Ya lo sé, idiota. Vete a casa.

Al día siguiente se oye un ruido fuerte en la puerta de nuestra aula, y es el señor O'Dea, que está gritando:

—¡Sal aquí, O'Neill, farsante, poltrón!

Lo oímos todo porque el cristal del montante de la puerta está roto.

El nuevo director, el señor O'Halloran, dice:

—Vamos, vamos, señor O'Dea. Contrólese. No discutamos delante de nuestros alumnos.

—Entonces, señor O'Halloran, dígale que deje de enseñar geometría. La geometría es para el quinto curso, no para el cuarto. La geometría es mía. Dígale que les enseñe la división de varios guarismos y que me deje a Euclides a mí. La división de varios guarismos ya lo llevará al límite de su capacidad mental, bien lo sabe Dios. No quiero que las mentes de estos niños queden destruidas por ese farsante subido a la tarima, que reparte pieles de manzana y provoca diarreas a diestro y siniestro. Dígale que Euclides es mío, señor O'Halloran, o tendré que pararle yo los pies.

El señor O'Halloran dice al señor O'Dea que vuelva a su aula y pide al señor O'Neill que salga al pasillo.

—Y bien, señor O'Neill —dice el señor O'Halloran—, ya le he pedido antes que dejase en paz a Euclides.

—Me lo ha pedido, señor O'Halloran, pero es como si me pidiese que dejase de comerme mi manzana de todos los días.

—Tengo que insistirle, señor O'Neill. Basta de Euclides.

El señor O'Neill vuelve a la sala y tiene los ojos húmedos de nuevo. Dice que las cosas han cambiado poco desde los tiempos de los griegos, pues los bárbaros están dentro de las puertas y sus nombres son legión. ¿Qué es lo que ha cambiado desde los tiempos de los griegos, niños?

Es un tormento ver al señor O'Neill pelar la manzana todos los días, ver lo larga que es la peladura, roja o verde, y si estás cerca de él captar con la nariz su frescura. Si eres el niño bueno de ese día y respondes a las preguntas te la da y te la deja comer allí mismo, sentado en tu pupitre, para que te la puedas comer en paz sin que nadie te moleste, como te molestarían si te la llevaras al patio. En ese caso te atormentarían: «Dame un trozo, dame un trozo», y tendrías suerte de quedarte con dos dedos de peladura para ti.

Hay días en que las preguntas son demasiado difíciles, y él nos atormenta dejando caer la peladura de la manzana en la papelera. Después, pide a un niño de otra clase que se lleve la papelera al horno, para quemar los papeles y la peladura, o la deja para que la asistenta, Nellie Ahearn, se la lleve en su gran saco de lona. Nos gustaría pedir a Nellie que nos guardase la piel antes de que se la comieran las ratas, pero está cansada de limpiar toda la escuela ella sola y nos contesta con voz cortante:

—Tengo otras cosas que hacer con mi vida que aguantar a un montón de niños llenos de costras que escarban en la basura por una piel de manzana. Largaos.

El señor O'Neill pela la manzana despacio. Recorre la habitación con la vista mientras exhibe su sonrisita. Nos hace sufrir:

—¿Creéis, niños, que debo dar esto a las palomas que están en el alféizar?

—No, señor —decimos nosotros—, las palomas no comen manzanas.

—Les dará diarrea, señor —dice Paddy Clohessy en voz alta—, y nos cagarán en la cabeza en el patio.

—Clohessy, eres un
omadhaun.
¿Sabes lo que es un
omadhaun?

—No, señor.

—Es irlandés, Clohessy, la lengua de tu patria, Clohessy. Un
omadhaun
es un necio, Clohessy. Eres un
omadhaun.
¿Qué es, niños?

—Un
omadhaun,
señor.

—Eso fue lo que me llamó el señor O'Dea, señor, pedazo de
omadhaun.

Mientras pela la manzana hace pausas para formularnos preguntas sobre todo tipo de cosas, y el que le responde mejor es el que gana.

—Levantad la mano —dice—. ¿Cómo se llama el Presidente de los Estados Unidos de América?

Todas las manos de la clase se levantan y a todos nos fastidia que haya hecho una pregunta que sabría cualquier
omadhaun.
Respondemos a coro: «Roosevelt». Él dice después:

—Tú, Mulcahy, ¿quién estaba al pie de la cruz cuando fue crucificado Nuestro Señor?

Mulcahy tarda en contestar.

—Los doce apóstoles, señor.

—Mulcahy, ¿cómo se dice necio en irlandés?

—Omadhaun,
señor.

—¿Y qué eres tú, Mulcahy?

—Un
omadhaun,
señor.

Fintan Slattery levanta la mano.

—Yo sé quién estaba al pie de la cruz, señor.

Claro que Fintan sabe quién estaba al pie de la cruz. ¿Cómo no va a saberlo? Siempre está yendo a misa con su madre, que es célebre por su santidad. Es tan santa que su marido se marchó al Canadá a cortar árboles, contento de haberse marchado sin que se volvieran a tener noticias suyas. Fintan y ella rezan todas las noches el rosario de rodillas en la cocina y leen revistas religiosas de todo tipo:
El Pequeño Mensajero del Sagrado Corazón, La
Linterna, El Lejano Oriente,
así como todos los libritos que publica la Sociedad de la Verdad Católica. Van a misa y a comulgar aunque llueva a mares, y se confiesan todos los sábados con los jesuitas, que tienen fama de interesarse por los pecados inteligentes, no por los pecados corrientes que cuenta la gente que vive en los callejones, que tienen fama de emborracharse y a veces comer carne los viernes para que no se ponga mala, y encima blasfemar. Fintan y su madre viven en la calle Catherine, y los vecinos de la señora Slattery la llaman «la señora Ofrécelo», porque pase lo que pase, que se rompa una pierna, que se le derrame una taza de té, que su marido desaparezca, dice:

—Bueno, se lo ofreceré a Dios y así tendré muchísimas indulgencias para subir al cielo.

Fintan es igual. Si le pegas un empujón en el patio o lo insultas, te sonríe y te dice que rezará por ti y que se lo ofrecerá a Dios por su alma y por la tuya. Los niños de la Escuela Leamy no quieren que Fintan rece por ellos, y le amenazan con darle un buen puntapié en el culo si lo pillan rezando por ellos. Él dice que de mayor quiere ser santo, lo que es ridículo, porque nadie puede ser santo hasta después de muerto. Dice que nuestros nietos rezarán a su imagen. Un chico mayor dice que sus nietos se mearán en su imagen, y Fintan se limita a sonreír. Su hermana huyó a Inglaterra cuando tenía diecisiete años, y todo el mundo sabe que él se pone la blusa de ella en casa y que se riza el pelo con tenacillas calientes los sábados por la noche para estar monísimo en la misa del domingo. Si te lo encuentras cuando va a misa, te dice:

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