Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (75 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Joséphine le dio las gracias y colgó, con lágrimas en los ojos.

Luego se reprochó su sentimentalismo y reaccionó. ¡Deja de lloriquear por cualquier tontería, pobrecita mía! Garibaldi te hace un favor porque le gustas, ¡eso es todo! ¿Qué te imaginas? ¿Que cuando habla de ti le tiembla la voz? Suspiró. Era agotadora esa facultad de sentirlo todo, de experimentarlo todo. De dejarse penetrar por la entonación de una voz, por un comentario irónico, por un gesto de las cejas. No conseguía poner barreras entre ella y los demás. Se decía, esta vez lo voy a intentar, saldré armada, con casco, acorazada, no dejaré que nadie me dé un navajazo. Pero no funcionaba nunca... Cualquier cosa la hería o la hacía feliz. Cualquier cosa la abatía o levantaba en ella una oleada de esperanza y calor. Soy un inmenso papel secante, se dijo para animarse a sonreír. A reírse de ella y de su sentimentalismo. Un inmenso papel secante lleno de manchas.

Volvió a pensar en sus lágrimas después de haber leído la libreta del Jovencito.

Había llorado al leer el pasaje en el que Cary Grant evocaba a su madre.

Pensó en la reflexión de Iphigénie: «Si no cree en sí misma, ¿cómo quiere que los demás crean en usted?».

Nunca olvidaría a la niña pequeña abandonada a merced de las olas. Cargaba en su interior con el cadáver de una ahogada.

Se había vuelto hacia donde estaba su madre, había conseguido nadar hasta ella, había gritado espérame, espérame, se había agarrado a ella, pero su madre la había rechazado de un codazo. No lo había dicho, pero fue como si la hubiese oído decir ¡tú no! ¡Tú no! ¡Déjame!

Déjame salvar a tu hermana.

Iris. La gente adoraba a Iris. Era inevitable. Una niña que acaparaba toda la luz. Que atraía todas las miradas. Sin hacer nada. Sin más. Los niños como ella tenían derecho a todo, tenían todo el poder. Porque eran el sueño de los demás, porque los transportaban lejos. Amar a Iris era participar de su luz, conseguir uno de sus rayos y hacer de él una velita...

Frente a Iris, ella era impotente.

Entonces, en las aguas del mar embravecido, ella se había soltado. Había cerrado los ojos y se había dejado llevar por las olas.

Y había ido a parar a la orilla, abandonada por la marea. Catapultada sin que ella hubiese hecho nada. Había salido del agua tambaleándose, escupiendo, castañeteando los dientes. Sola. Sola... Su padre la había cogido en brazos mientras le gritaba a su madre que era una criminal. Ella oyó esas palabras, pero no las entendió. Había sentido el deseo de calmarle, de consolarle, pero no había tenido la fuerza.

La vida había continuado sin que se hubiese hablado del tema nunca más. En cuanto a ella, no sabía, se decía es mamá la que tenía razón o es papá, también se decía que la verdad depende del punto de vista en el que uno se coloca.

Ese tipo de cosas debía de vivirlo mucha gente. Ella no era una excepción. No hay que exagerar nada. Y todos nosotros continuamos viviendo, fingiendo que vivimos..., salvo que no sabemos que fingimos.

Rescataba pequeños momentos de alegría, pequeños retazos de felicidad. Los pedazos grandes no podía tragarlos. Se sentía feliz con esos pedazos pequeños. Le bastaban sobradamente.

Como el saber que gustaba a Garibaldi...

La historia de Cary Grant y su madre la comprendía.

Todo el mundo le quería, todo el mundo le consideraba formidable, era la mayor estrella de Hollywood, pero seguía siendo el chiquillo de nueve años al que su madre había abandonado. Archibald Leach suplicaba que su madre pusiese sus ojos en él. Elsie veía a Cary Grant y no le reconocía.

Interponía el codo cuando él se acercaba...

Rechazaba el abrigo de pieles.

Lanzaba al gato al otro lado de la habitación.

Le prohibía llamarla mamá.

Se negaba a vivir en una gran casa en Los Ángeles, a su lado.

Adoptaba una actitud distraída cuando él la llamaba por teléfono.

Decía tú no eres Archie, no eres mi hijo.

Él insistía. Llamaba todos los domingos estuviese donde estuviese...

Sentía un nudo en la garganta. Temblaba siempre.

Ya no sabía quién era...

¿Archie Leach, Cary Grant?

Había crecido, había triunfado, pero era como si hubiese crecido y triunfado dentro de otro ser... Fabricando otro personaje llamado Cary Grant.

Lo había fabricado él mismo.

Observándose en el espejo, calculando el grosor de su cuello, la talla de su camisa, metiendo las manos en los bolsillos, rectificando su acento, poniendo a punto gestos, muecas, actitudes, aprendiendo palabras cultas que escribía en un cuaderno...

Se las había arreglado solo.

Solo...

Los hombres que consiguen escapar a su infancia son siempre hombres solitarios. No necesitan a nadie, avanzan con las manos en los bolsillos, algo estirados, un poco temblorosos, con un pequeño nudo en la garganta, pero avanzan.

Levantó la cabeza. Agradeció al Jovencito que le hubiese contado la historia de Cary Grant. Cada vez que volvía a pensar en la tempestad en la playa de las Landas, añadía una pieza al rompecabezas.

Cary Grant acababa de colocar una nueva pieza del gran rompecabezas. Una pequeña frase que había formulado sin darse cuenta, «había salido del agua... sola».

Sola...

Pensó en sus hijas.

En la muerte de Antoine...

Se preguntó si Hortense y Zoé tendrían pesadillas pensando en el final de Antoine.

Se preguntó si Zoé se estrechaba contra ella y hablaba como la niña pequeña que ya no era para olvidar la muerte de su padre. Lo mezclaba todo, Gaétan, esa noche en el sótano, los brazos de su madre, la oreja de su osito que mordisqueaba... Se mantenía en equilibrio, con un pie en la infancia y un pie en el futuro. Sin saber exactamente de qué lado inclinarse. Dudaba.

Hortense había salido de la infancia dando un portazo hacía mucho tiempo. Miraba hacia delante con resolución y dejaba atrás todo lo que pudiese molestarle. Una especie de amnesia que la protegía. Se había construido una coraza. ¿Cuánto tiempo estaría protegida? Siempre hay un momento en el que la coraza vuela en pedazos...

Yo también siento un nudo en la garganta cuando voy a hablar con Hortense. Doy vueltas alrededor del teléfono antes de marcar su número.

Yo también tengo miedo de que me rechace y me lance el gato a la cara.

Y, sin embargo, soy una madre formidable...

Soy una madre formidable.

Y marcó el número de Hortense.

Estaba en casa. Furiosa. Hay tres centímetros de agua en el cuarto de baño y nadie hace nada, estoy harta de este sitio, ¡harta! ¿Y sabes qué? El otro tarado, el ayatolá ese...

—¿Peter? —sugirió Joséphine.

—¡Ese estúpido! Ha decidido domarme. ¡Enseñarme a vivir! Dice que esta vez soy yo la que tengo que llamar al propietario para echarle la bronca... Se ha convertido en un padre moralista y me da lecciones sobre todo. No lo aguanto más. Creo que voy a largarme... La otra noche, intentamos reconciliarnos. Salimos juntos y, al entrar en la discoteca, ¿sabes qué me dijo?

—No —dijo Joséphine, sorprendida de que su hija le contase tantas cosas.

Hortense debía de estar muy enfadada, y necesitaba verter su rabia en los oídos de alguien.

—Me dijo todos estos tíos te están mirando, Hortense, y tú, en cambio, serás buenecita y te quedarás a mi lado... sin moverte. ¡Pero bueno! ¿Se cree que le pertenezco? ¿Que voy a salir con él? ¿Con sus gafitas redondas, su altura de tapón y su aspecto estreñido? Te digo que está enfermo, completamente enfermo...

—¿Sabes algo de Gary? —preguntó Joséphine.

—No. Ya no nos vemos...

—Eso es normal —dijo Joséphine, que sabía por Shirley que Gary estaba en Nueva York.

—¿Acaso te parece normal? ¡Encima le defiendes! ¡Es lo que me faltaba por oír! Decididamente, en este momento tendría que meterme en la cama y taparme los oídos... ¿Es una conspiración o qué?

—Hortense, cariño, cálmate... Sólo quería decir que es normal que ya no os veáis porque él está en Nueva York y tú en Londres... Quería saber si habláis por teléfono de vez en cuando...

—¿En Nueva York? ¿Qué coño hace en Nueva York? —preguntó Hortense, atónita.

—Está viviendo allí... Debe de hacer algo más de dos meses...

—¿En Nueva York? ¿Gary?

—¿Shirley no te ha dicho nada?

—Tampoco he vuelto a ver a Shirley. Por culpa de Gary. He tachado a la madre y al hijo de mi vocabulario...

—Se marchó de la noche a la mañana...

—¿Y por qué?

—Esto..., creo que... Me incomoda un poco contártelo, mejor que te lo cuente Shirley...

—¡Mamá! No te pongas melindrosa... ¡Así ganaré tiempo, y ya está!

Joséphine le contó el viaje de Gary a Edimburgo en busca de su padre, el regreso a Londres, su irrupción en casa de Shirley por la mañana temprano y...

—Se encontró a Shirley en la cama con Oliver, su profesor de piano...

—¡Guau! ¡Eso debió de ser un shock!

—Y desde entonces, no le dirige la palabra a Shirley. Creo que le envía correos. Se marchó a Nueva York, le han aceptado en la Juilliard School...

—¡Qué guay!

—Ha alquilado un apartamento, parece ser que está muy a gusto allí...

—Pasamos la noche juntos después de la fiesta de mis escaparates y, por la mañana, se fue a ver a su madre. Sentía una especie de urgencia...

—Debía de querer contarle su viaje a Escocia... No había tenido tiempo.

—Y yo que creía que seguía en Londres y que me ninguneaba...

—¿No te avisó?

—No. Ni una palabra, ¡ni un mensaje de texto! Habíamos pasado la noche juntos, mamá, una noche de ensueño, y se largó corriendo por la mañana para ir a ver...

—Quizás te dejó un mensaje y no lo recibiste... A veces pasa, ¿sabes?

—¿Lo crees de veras?

—Sí. En todo caso, a mí me pasa... Alguien me dice que me ha enviado un mensaje y yo no recibo nada.

—Es verdad que, desde hace algún tiempo, no tengo demasiados mensajes. Pensaba que estaba pasando una época mala, y esperaba que pasara... Debe de ser algo de Orange...

—¿También existe Orange en Inglaterra?

—Sí, yo tengo Orange aquí... ¿Tú crees que me llamó y que no recibí su mensaje?

—No se habría marchado sin decírtelo... Sobre todo después de haber pasado la noche contigo. Gary es un buen chico.

—Lo sé, mamá, lo sé... Estuvo tan bien esa noche... Todo salió tan bien...

Joséphine oyó sorprendida cómo a Hortense se le quebraba la voz. Hizo como si no lo hubiese oído.

—Envíale un correo, Hortense...

—Lo pensaré... Oye, ¿y por qué me llamabas?

—Porque te echo de menos, cariño... Hacía mucho tiempo que no escuchaba tu voz. Cada vez que te llamo, me dices que tienes prisa, que no tienes tiempo y eso me pone triste...

—¡Oh, mamá! No empieces a ponerte sentimental..., que me enfadaré, te mandaré al cuerno y entonces sí que te pondrás triste. Pero me alegro mucho de hablar contigo... ¿Y tu libro? ¿Avanza? ¿Has empezado a escribir?

Joséphine le contó la historia del Jovencito y de Cary Grant. Hortense le dijo que era una historia hecha para ella, con emociones que brotan como la hemoglobina... No lo dijo con mal tono, sino con el tono desenvuelto de quien observa los sentimientos desde la distancia, por miedo a que la toquen y la hundan.

* * *

Denise Trompet bailaba de alegría en su pequeña habitación de la calle Pali-Kao. Miraba su imagen en el espejo adornado con conchas blancas que había traído de un viaje con sus padres a Port-Navalo. Sus únicas vacaciones en casi treinta años. Ellos no cerraban nunca la tienda, era perder dinero. Pero un verano se habían atrevido. Se habían ido los tres en autobús a Port-Navalo, un antiguo puerto pesquero y refugio de piratas en el golfo de Morbihan.

Le habían regalado ese espejo, promesa de belleza y felicidad. Y un pequeño estuche de maquillaje... Tienes que pintarte un poco, había dicho su madre, afligida por ver a su hija tan poco atractiva.

Esa noche se pintaría.

Esa noche salía con Bruno Chaval.

Esa noche él la llevaría a ver la puesta de sol desde lo alto de la loma de Montmartre.

Esa noche la estrecharía entre sus brazos y los dos, abrazados, contemplarían el esplendor del astro solar desaparecer en el horizonte como un disco ardiente rosa y naranja.

Eligió un vestido rosa y naranja. Unos escarpines dorados. Un bolso dorado. Se maquilló en tonos cálidos de sol poniente. Transformó su cabello lacio en un atrevido rizado, lo cubrió de laca poniendo la cabeza boca abajo para aumentar el volumen, y volvió a bailar en su pequeña habitación.

Se habían citado en la plaza del Tertre. Se encontrarían entre los caballetes de los pintores y las fachadas multicolores de los cafés. Él la cogería de la mano, la abrazaría...

Esa noche, sus labios se rozarían...

La noche anterior, al acostarse, había leído su libro preferido, Acuerdos privados. Había memorizado largos fragmentos. Los recitó cerrando los ojos, con el cuerpo invadido por una suave calidez:

Pero en cuanto sus labios tocaron los suyos, un relámpago de placer recorrió su cuerpo, como cuando un niño prueba un trozo de azúcar por primera vez en su vida. Su beso era tan ligero como un merengue, tan refrescante como la primera lluvia de primavera.

Estupefacta, aturdida, bebió su aliento hasta que el beso no le bastó. Cogió entonces su rostro entre sus manos y le besó con un ardor que ignoraba poseer, que traspasaba el entusiasmo y se acercaba más bien al frenesí.

Esa noche, esa noche...

Bajó las escaleras de cuatro en cuatro, saludó al comerciante árabe que había comprado el negocio de sus padres. Habitualmente no le dirigía nunca la palabra.

—¿Va todo bien, señorita Trompet? —dijo él extrañado.

—Estupendamente... —respondió ella saltando como una gacela hacia la boca del metro.

Bajaría en la estación de Anvers y subiría lentamente las escaleras que conducían hasta la basílica. Desecharía el funicular para no impregnarse el cuerpo del olor a hacinamiento de la pequeña cabina, y llegar fresca, rosada, dispuesta, hasta su bien amado. Sería como una lenta procesión hacia la felicidad. Franquearía uno por uno los escalones de la felicidad. ¡Por fin! ¡Por fin! Esta noche la besaría...

Se vio reflejada en un escaparate y se encontró casi guapa. ¡Ah, el amor!, canturreó, es la mejor crema de belleza... El talismán secreto para doblegar al hombre ante ti, para que te embriague con sus besos y se arrodille a tus pies. ¿Querrá venir a vivir a la calle Pali-Kao o deberemos mudarnos cuando vivamos juntos? Sería mejor mudarse. Sí, pero él no tiene trabajo... Al principio tendremos que ser razonables. No hacer locuras. Ahorrar, abrir una cuenta vivienda, después vender la casa de Pali-Kao y comprar un piso digno de ambos, en un buen barrio. Yo trabajaré por los dos mientras espero a que encuentre trabajo. Es un hombre brillante. No puede aceptar cualquier cosa...

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