Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (74 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—Tiene usted razón, Iphigénie. Voy a pensar en ello...

—Porque es usted una persona formidable, señora Cortès. Usted es la única que no lo sabe... Así que métaselo en la cabeza y repítase cada noche al acostarse soy una mujer formidable, soy una mujer formidable...

—¿Cree usted que funciona así?

—No tiene nada que perder intentándolo y yo pienso que no es una idea tan tonta. ¡Pero lo que es seguro es que no he estudiado en la Politécnica!

—¡Por suerte, Iphigénie! No estaría usted aquí para cuidarme...

—¡Venga! No quiero volver a verla llorar... ¿Me lo promete?

—Se lo prometo... —suspiró Joséphine.

Tenía que hablar inmediatamente con Garibaldi.

* * *

Las diez de la mañana...

Sentada en su enorme cocina, Josiane miraba los cristales de las ventanas. Los había limpiado antes de ayer, había llovido, podría hacerlos hoy otra vez. Había encontrado en Franprix una nueva marca de toallitas para cristales que prometía milagros. O darle antical a los grifos. Quitar la cal de los filtros. Limpiar los estantes. Desengrasar el horno. Ya está hecho ¡hace tres días! ¿Quitar las cortinas del salón y llevarlas a la tintorería? Sí, pero... acababan de volver de allí... ¡Ah!, se sobresaltó, llena de esperanza, ¡hace una semana que no le saco brillo a la plata! Podría ocuparme la tarde...

Se levantó, cogió su gran delantal, se lo ciñó a la cintura y abrió el cajón donde guardaba la cubertería de plata. Brillaba como el sol de mediodía.

Volvió a sentarse, decepcionada.

¿Ir a la peluquería? ¿A darse un masaje? ¿A mirar escaparates? ¿Ver la tele? Movió la cabeza. Esas actividades no la animaban. ¡Al contrario! Salía de la peluquería huraña. No abría los paquetes de ropa por estrenar que acababa de comprar. Colgaba los jerséis y las faldas con las etiquetas en su armario y no los volvía a tocar.

Y delante de la televisión, se dormía.

Había intentado hacer punto...

Necesitaba acción. Montañas que escalar, problemas que resolver. Había pensado en aprender chino, o inglés, pero había comprendido inmediatamente que aquello tampoco le bastaría. Quería actividades prácticas. Movimiento, una meta concreta que alcanzar...

Echó un vistazo a la ternera salteada con verduras que se cocía al fuego en una gran cacerola de cobre. ¡La puerta del horno! Podría desmontarla, limpiar el espacio entre las dos placas de vidrio. Estará llena de grasa. Eso debe de ser un trabajo duro... ¡Con un poco de suerte le llevará media jornada! Y así se acercaría la hora de la comida. Pondría la mesa, miraría cómo Junior devoraba su ternera salteada leyendo un libro, quitaría la mesa, lavaría los platos a mano, los secaría, limpiaría cuidadosamente los bordes de la pila...

No oyó los pasos de su hijo al entrar en la cocina. Junior se encaramó a un taburete y la sacó de su fantasía de ama de casa.

—¿Estás bien, madrecita? Te noto apesadumbrada... ¿Tienes sombras en el alma?

—Digamos que podría estar mejor, mi bebé querido...

—¿Quieres que hablemos tú y yo?

—¿Tu profesor no está?

—Le he enviado a su casa, no había terminado los deberes... y además descuida su papel de profesor. Y el papel esencial de un profesor es despertar la alegría de trabajar y de saber...

—¡Oh, Junior! ¿Cómo puedes hablar así de un hombre tan sabio? —se ofendió Josiane mirándole con reproche.

—Digo la pura verdad, madrecita. Ese hombre está agotado. Va a haber que sustituirle. Patina desde hace un tiempo, yo saco mejores notas que él cuando recibimos los exámenes...

—¿Y el otro también flaquea?

Junior tenía dos profesores: uno por las mañanas, otro por las tardes. Dos jóvenes recién salidos de prestigiosas escuelas que llegaban, puntuales, para dar sus clases, con carteras llenas de libros y cuadernos, bolígrafos de todos los colores y fichas cuadriculadas. Se quitaban el abrigo en la entrada y penetraban en la habitación de Junior como en un santuario. Con cierto nerviosismo en el estómago. Se limpiaban los zapatos, se ajustaban el nudo de la corbata, tosían, se aclaraban la garganta y llamaban a la puerta esperando la orden para entrar. El niño les impresionaba.

—¡No! ¡Ése aguanta bien! Nuestras conversaciones son apasionantes. Me espolea el cerebro con sus comentarios y me plantea miles de preguntas. Tiene un espíritu vivo, bien documentado, una memoria excelente y razona muy bien. Nos divertimos mucho juntos... Pero dejemos de hablar de mí, dime lo que te apena...

Josiane suspiró. No sabía si debía decirle la verdad a su hijo o hablar de cansancio, del cambio de estación, de una gripe pasajera. Pensó por un momento en acusar al polen de los árboles.

—Y no intentes ocultarme nada, madrecita. Leo en tu cara como en un libro... Te aburres, ¿verdad? Das vueltas por la casa y ya no sabes qué limpiar. Antes tenías una profesión, participabas en la vida de la empresa, te marchabas por las mañanas, con paso firme y expresión de orgullo, volvías por la tarde, con la cabeza desbordante de proyectos. Tenías tu lugar en la sociedad. Ahora, por culpa mía, te ves encerrada en casa, limpiando, haciendo la compra, cocinando, y te aburres...

—Eso es exactamente, Junior —respondió Josiane, sorprendida por la perspicacia de su hijo.

—¿Y por qué no vuelves a trabajar en Casamia?

—Tu padre no quiere. Quiere que me ocupe de ti, ¡exclusivamente de ti!

—Y eso te fastidia...

Le miró, incómoda.

—Te quiero con locura, mi bebé adorable, pero ya no me necesitas, hay que ser realista...

—He ido muy deprisa...

—Demasiado deprisa...

—No he cumplido con mi papel de bebé. Lo sé. Me lo reprocho con frecuencia. Pero qué quieres que te diga, mamá, ¡es tan aburrido ser un bebé!

—No sé. No me acuerdo —respondió Josiane riéndose—. ¡Hace ya tanto de eso!

—Entonces... Dime... Para mí es delicado interrogarte. Deberías ayudarme...

—Pues estaba pensando... —dijo Josiane, no demasiado segura de poder confesar la verdad.

—Que te gustaría tener un segundo bebé...

—¡Junior!

—¿Y por qué no? Sólo hay que convencer a papá... No sé si tiene muchas ganas. Se hace viejo...

—Eso es.

—Y no te atreves a decírselo...

—Tiene tantas preocupaciones...

—Y tú no paras de dar vueltas en redondo estrujándote el cerebro. ¡Estás llena de ideas sombrías!

—Me lees el pensamiento, hijo mío.

—Pues hay que inventar algo. Inventar una nueva forma de vivir. Inventar es pensar métodos insólitos.

—¿Es decir? —preguntó Josiane, no muy segura de entenderlo.

—Ir allí donde nadie te espera... El conocimiento se adquiere mediante la experiencia, el resto no es más que información. Pocos seres son capaces de expresar con calma una opinión distinta a los prejuicios de su entorno. La mayoría es incluso incapaz de llegar a formular tales opiniones. Pero tú sí que puedes, madre...

—Junior, ¿puedes hablarme de forma más simple? Es un poco confuso...

—Perdóname, madre. Voy a tratar de ser más claro...

Y pidió al Albert Einstein que había dentro de él que dejara hablar a Junior Grobz.

—Yo sé por qué a tanta gente le gusta trabajar la madera. Es una actividad en la que enseguida ves el resultado. Comprendo por qué tienes tantas ganas de ocuparte de la casa, quieres sentirte útil y obtener un resultado.

—¡Pero me temo que ya he acabado con todo lo que se podía hacer en la cocina!

—¿Y qué querrías hacer, madre adorada?

—Lo que acabas de decir: ser útil. Antes me sentía útil... Útil en la empresa, útil para tener un hijo, pero ahora el hijo me ha sobrepasado y yo estoy aquí, sin saber qué hacer.

—Las grandes mentes se han enfrentado siempre a la cerrada oposición de las mentes mediocres y tú tienes miedo de formular tu deseo..., así que te pregunto de nuevo, madre, ¿qué querrías hacer?

—Me gustaría volver a trabajar. Tu padre necesita que le ayuden. Casamia ha crecido, se ha convertido en un monstruo que necesita nuevos proyectos sin cesar y me doy perfecta cuenta de que eso le agota. Ya no puede hacerlo él solo. Me gustaría que me devolviese mi puesto en la empresa. Que me pusiese al frente de un departamento que se llamara...

—¿«Prospectivas y nuevas ideas», por ejemplo?

—Ese puesto me iría como anillo al dedo. Y lo demostré en el pasado. Nadie se enteró porque dejé que me robaran las ideas, pero no había nadie mejor que yo para descubrir nuevas salidas... Me gustaba. Me gustaba analizar los proyectos de los demás, estudiar lo que se podía poner en práctica o no, lo que era productivo o no... Esa búsqueda me gustaba.

—Estoy seguro de ello, madre. Es tu intuición la que habla, y la intuición suele tener razón. La mente intuitiva es un don sagrado y la mente racional, un fiel servidor. Hemos creado una sociedad que honra al servidor y olvida el don... Raros son los que ven con sus propios ojos y experimentan con su propia sensibilidad. ¡Lánzate! Descubre proyectos y preséntalos a mi padre. Él sabrá reconocer que tienes razón y te dará el puesto que deseas...

—No es tan sencillo, Junior. He intentado contárselo, pero no quiere escucharme. Me dice sí, sí, para tranquilizarme, pero no hace nada para ayudarme. Podría, por supuesto, proponerle mis servicios a otro, pero tendría la impresión de traicionarle...

—Todo es relativo, madre. Si pongo la mano sobre una sartén ardiendo, un minuto me parecerá una hora. Si me siento al lado de una chica guapa una hora, ese rato me parecerá un minuto. Eso es la relatividad. Descubre un proyecto nuevo bien elaborado, déjalo sobre su mesa sin decir que procede de ti y él querrá saber de dónde viene y te buscará... Todas sus dudas quedarán barridas, y no tendrá más remedio que inclinarse ante ti...

—¡Junior! ¡Vas demasiado rápido incluso cuando piensas!

Le miró a los ojos para intentar comprender cómo ese niño de tres años podía pronunciar ese tipo de discursos, y después renunció. Nunca conseguiría entender a su hijo. Tendría que acostumbrarse a ello. Precisamente se lo contó el otro día a Ginette... Y ésta le había dicho acéptalo, acepta ese don del cielo y deja de querer frenarle. No es igual que los demás ¿y qué? ¿Te imaginas un mundo en el que todos fuésemos parecidos? ¡Nos suicidaríamos! Tantos padres quejándose de que sus hijos son malos estudiantes, perezosos, ignorantes. Tú tienes un pequeño Einstein, cuídale, anímale. No intentes ponerle a la altura de los demás. La igualdad es un concepto estúpido. Todos somos diferentes...

Suspiró, se frotó las manos. Retomó el diálogo con su hijo.

—Tienes razón, Junior... Pero todavía tengo que encontrar un buen proyecto. Y estoy aislada en la cocina...

—¿Cómo lo hacías antes?

—Visitaba los salones especializados, las ferias, las exposiciones... Hablaba con arquitectos, diseñadores, inventores independientes, seleccionaba ideas... Pensaba que, entre todo ese desorden, habría seguramente cosas que aprovechar.

—Y tenías razón... La imaginación es más importante que el saber.

—Pero ¿cómo partir en busca de esa imaginación si estoy encerrada en casa cuidando de ti?

—Te ayudaré, madre. Iré contigo. Tú no tendrás más que decir que lo haces para instruirme, y yo te apoyaré. Recorreremos juntos las grandes ferias comerciales y encontraremos ideas nuevas que entregaremos en el despacho de padre...

—¿Harías eso por mí?

—¡Claro! ¡Y mucho más, si me lo pidieses! Te quiero tanto, madre querida... Eres mi roca, mis raíces, mi escudo contra el mundo... Quiero ayudarte. Estoy en la tierra para eso, no lo olvides.

—Pero si ya nos has hecho felices, Junior. Tu nacimiento fue una bendición, una fuente de alegría infinita. Deberías habernos visto a los dos, arrodillados ante el niño divino que venía a coronar nuestro amor. Te contemplamos como a un tesoro... Ibas a cambiar nuestras vidas. Y las cambiaste...

—Y aún no he terminado, ya verás. ¡Vamos a hacer grandes cosas juntos! Me encanta el trabajo de campo, hablar con personas nuevas con ideas originales, transformar sus proyectos en realizaciones concretas. Estudiar entre cuatro paredes acaba por aburrirme.

—Pero no debes agotarte. ¡Todavía eres pequeño! Tienes demasiada tendencia a olvidarlo. Ya no duermes la siesta...

—Es inútil, madre, inútil. No duermo mucho, pero duermo deprisa... El sueño es una pérdida de tiempo, una droga para holgazanes.

—Hace mucho tiempo que he renunciado a comprender cómo funcionas, Junior. Lo confieso, estoy completamente desbordada... ¡pero muy feliz de tener esta conversación contigo! Es una bonita oportunidad que me da la vida...

—El azar no existe, madre. El azar es Dios paseándose de incógnito. Ha visto que tenías ideas sombrías y me ha enviado hacia ti...

—Y entre los dos, vamos a ayudar a tu padre... Nos necesita tanto, ¿sabes? El mundo va tan deprisa, hoy en día, y él no quiere reconocerlo, pero está envejeciendo...

—El mundo es peligroso. No tanto por culpa de los que hacen el mal, sino por culpa de los que miran y dejan hacer...

—No dejaremos que nadie le haga ningún mal, ¿verdad, Junior?

—¡Te lo prometo, mamá! Yo voy a ponerme inmediatamente a buscar ideas y proyectos para Casamia y tú, por tu parte, redacta una lista de ferias a las que podamos ir a dar una vuelta.

—¡Asunto arreglado! —exclamó Josiane levantándose y cogiendo a su hijo en brazos—. ¡Junior! ¡Qué felicidad haberte tenido! ¿Cómo he podido tener un niño como tú? Soy tan simplona e ignorante... Es un gran misterio...

Junior sonrió y le dio una palmadita en el hombro para indicarle que no pensase demasiado en ello.

—Lo que es incomprensible es que el mundo sea comprensible —añadió en voz baja, dejando que el gran Albert Einstein retomara la palabra.

* * *

Joséphine llamó a Garibaldi al día siguiente de su conversación con Iphigénie. No estaba en su despacho, le dejó un recado al compañero que le respondió. Cuando deletreó su nombre, Joséphine C-O-R-T-È-S, el compañero hizo una pausa y dijo:

—Ah... Es usted, señora Cortès...

Con un tono de respeto y dulzura. Como si la conociese. Como si Garibaldi le hubiese hablado de ella en términos afectuosos. Y la voz se convirtió en la voz cálida de un amigo. Decía Joséphine Cortès y un poco de luz caía sobre el despacho frío y gris de Garibaldi.

—Está fuera, en una misión... Una gran operación de tráfico de drogas. Trabajamos en ello día y noche, por turnos. Pero le diré que ha llamado usted y él le devolverá la llamada, eso seguro...

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