Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (73 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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»Y luego, un día, casi veinte años después, ya convertido en una estrella, una gran estrella, recibió una carta de un abogado que le anunciaba que su padre había muerto y que su madre vivía en un manicomio, muy cerca de Bristol...

»Se quedó de piedra, me dijo. Como si el mundo se hubiese derrumbado a su alrededor.

»Tenía treinta años. Si se desplazaba, le seguían un centenar de fotógrafos y otro de periodistas. Llevaba trajes elegantes, camisas con las iniciales bordadas en el bolsillo e interpretaba películas de éxito.

»—Me conocía el mundo entero, menos mi madre...

»A su madre la había encerrado en un asilo su padre. Elias había conocido a otra mujer, quería vivir con ella, pero no quería pagar un divorcio, era demasiado caro. Había hecho desaparecer a su mujer. Como un pase de prestidigitador. ¡Y nadie se había vuelto a preocupar del asunto!

»Me contó su encuentro con su madre. En el pobre y vacío cuartito del asilo. No sólo lo contaba, interpretaba la escena, volvía a revivirla. Imitaba las dos voces, la de su madre y la suya.

»—Me precipité hacia ella, quería abrazarla y ella interpuso su codo entre los dos... "¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?", gritó. "¡Mamá, soy yo! ¡Archie!". "Usted no es mi hijo, no se le parece nada, ¡no tiene la misma voz!". "Pero si soy yo, mamá, ¡soy yo! ¡Sólo que he crecido!".

»Se tocaba el pecho diciendo "¡soy yo! ¡soy yo!" poniéndome como testigo.

»—No quería que la estrechase entre mis brazos. Fueron necesarias varias visitas para que aceptara que me acercase, varias visitas para que dejase el asilo y se instalase en una casita que le había comprado... No me reconocía. No reconocía al pequeño Archie en el hombre en el que me había convertido...

»Se agitaba, se sentaba, se volvía a levantar. Parecía destrozado.

»—¿Te das cuenta,
my boy
?

»Al cabo de los años, las cosas mejoraron, pero ella se mantuvo siempre un poco distante, como si no tuviese nada que ver con ese hombre que se llamaba Cary Grant. Aquello le volvía loco.

»—He pasado la mayor parte de mi vida dudando entre Archibald Leach y Cary Grant, sin estar seguro de ser el uno o el otro y desconfiando de los dos...

»Hablaba con los ojos perdidos en el vacío, con un leve reflejo turbio en la mirada. Hablaba en voz baja, como si se confesase a alguien que yo no veía. Debo decir que a mí se me puso la carne de gallina en aquel momento. Me pregunté con quién estaba exactamente, no estaba seguro de que fuese con Cary Grant. Volví a pensar en la frase que me había dicho su ayudante de vestuario,
to see him is to love him, to love him is never to know him.

»—Y yo deseaba tanto tener una relación auténtica con ella... Me hubiese gustado que habláramos, que nos contásemos nuestros secretitos, que me dijera que me quería, que se sentía feliz de haberme vuelto a encontrar... Me hubiese gustado que estuviese orgullosa de mí. ¡Ay, sí! ¡Que estuviese orgullosa de mí!

»Suspiró. Levantó los brazos y los volvió a bajar.

»—Pero nunca lo conseguimos ¡y Dios sabe que lo he intentado! Quería que se viniese a vivir conmigo a América, pero nunca quiso dejar Bristol. Le hacía regalos y los rechazaba. Nunca le gustó la idea de que la mantuviese. Un día, le regalé un abrigo de pieles, me miró y me dijo "¿Qué quieres de mí?" y yo dije "pues nada, nada de nada... Es sólo que te quiero...", ella dijo algo como "¡venga ya!", e hizo un gesto con la mano, enviándome a paseo... No quiso quedarse con el abrigo. Otro día, le llevé un gato, un gatito muy pequeño. Teníamos uno en casa antes de que la encerraran en el asilo. Se llamaba Buttercup. Ella lo adoraba. Cuando llegué con el gato en una jaula, me miró como si estuviese loco.

»—¿Y eso qué es?

»—¿Te acuerdas de Buttercup? Éste se le parece mucho... Pensaba que te gustaría, que podría hacerte compañía... Es bonito, ¿no?

»Me fulminó con la mirada.

»—¿Qué son esas gilipolleces?

»Y agarró al gato por el cuello y lo lanzó al otro lado de la habitación.

»—¡Debes de estar completamente loco si crees que yo quería un gato!

»Cogí el gato y lo volví a meter en su jaula. Ella me miraba con aspecto colérico.

»—¿Cómo pudiste hacerme eso? ¿Cómo pudiste encerrarme en aquella casa de locos? ¿Cómo pudiste olvidarme?

»—¡Pero si no te olvidé! ¡Te busqué por todas partes! Nadie se sintió más desesperado que yo cuando te fuiste, mamá...

»—¡Deja de llamarme mamá! ¡Llámame Elsie, como todo el mundo!

»Acabé sintiéndome incómodo a su lado. Ya no sabía qué hacer. La llamaba todos los domingos y, cada vez, justo antes de marcar su número, sentía que se me secaba la garganta, que tenía un nudo, que no podía hablar... Me aclaraba la garganta como un loco. En cuanto colgaba, mi voz se volvía clara y normal... Eso explica muchas cosas, ¿eh
, my boy
?

»Yo le escuchaba y seguía sin saber qué decir. Jugaba con la copa de champaña, la hacía girar entre mis manos. Estaba toda pringosa por lo que sudaba. El disco se paró, no volvió a ponerlo. El viento se colaba por la ventana y hacía ondear las cortinas. Pensé que íbamos a tener tormenta y que no había cogido paraguas.

»—Más tarde,
my boy
, comprendí muchas cosas... Comprendí que mis padres no eran responsables, que era el resultado de su educación, de los errores de sus padres, y decidí no conservar de ellos más que lo mejor. Olvidarme del resto... ¿Sabes,
my boy
?, tu padre y tu madre acaban siempre presentándote factura y haciéndotela pagar. Y lo mejor es que pagues y que perdones. La gente suele pensar que perdonar es una debilidad, yo pienso exactamente lo contrario. Cuando perdonas a tus padres, te fortaleces...

»Pensé en mis padres. No les había dicho nunca que les quería o que les odiaba. Eran mis padres, punto y final. No me hacía preguntas sobre ese tema. De hecho, no hablamos mucho. Fingimos... Papá me indica la dirección y yo la sigo. No me rebelo. Obedezco. Es como si no hubiese crecido nunca, como si fuese todavía un niño pequeño en pantalón corto...

»—Todo ese periodo fue un periodo horrible. Tenía la impresión de vagar entre la niebla. Tenía hambre, tenía frío, estaba solo. No hacía más que tonterías. No comprendía que ella me hubiese abandonado... Pensé que era peligroso querer a alguien, porque esa persona se volvería contra mí y me daría una bofetada en la cara. Y claro, eso no me ayudó en mis relaciones con las mujeres. Cometí el error de pensar que cada mujer a la que quería iba a comportarse como mi madre. Siempre tenía miedo de que me dejara...

»Levantó la mirada hacia mí, pareció extrañado de encontrarme allí. Hubo como un segundo de sorpresa en sus ojos. Aquello me incomodó. Carraspeé, hice ¡ejem, ejem! Él sonrió, hizo ¡ejem, ejem! Y nos quedamos los dos uno frente al otro, sin hablarnos.

»Al cabo de un momento, me levanté, murmuré que lo mejor sería que me fuese, que era tarde. No me detuvo.

»Yo estaba un poco aturdido. Pensé que quizás él había hablado demasiado, que yo no me merecía toda esa confianza. Que al día siguiente se arrepentiría de haberme contado todo eso.

»Salí del hotel. Era de noche, soplaba el viento, el cielo estaba negro, amenazador. El portero me ofreció un paraguas, le dije que no. Me levanté el cuello y me sumergí en la noche de París. Estaba demasiado triste para coger el metro. Tenía que marcharme. Volver a pensar en todo lo que me había dicho.

»Y entonces estalló la tormenta...

»No tenía paraguas; cuando llegué a mi casa, estaba empapado».

Joséphine dejó la libreta negra y pensó en su madre.

También a ella le hubiese gustado que su madre la mirase, que estuviese orgullosa de ella, que compartiesen secretitos.

Eso no había pasado nunca.

Ella también pensaba que querer a alguien era asumir el riesgo de recibir un buen bofetón en la cara. Ella se había llevado sus buenos bofetones en la vida. Antoine se había marchado a vivir con Mylène, Luca estaba en un sanatorio, Philippe vivía días felices con Dottie en Londres.

Ella no luchaba. Se dejaba despojar. Pensaba es la vida, la vida es así...

Volvió unas páginas atrás en la libreta:

«Cometí el error de pensar que cada mujer a la que quería iba a comportarse como mi madre. Siempre tenía miedo de que me dejara...».

Henriette la había dejado a merced del mar embravecido cuando era pequeña. Atrapada por el fuerte oleaje, había elegido entre ella y su hermana. Eligió dejarla morir y salvar a Iris. A ella eso le había parecido normal. Ante aquello que se le presentaba como una evidencia, ella se había contraído.

Todo el éxito de Cary Grant no había logrado borrar el dolor del pequeño Archibald Leach.

Todo el éxito de
Una reina tan humilde
, el éxito de su HDI, su brillante historial universitario, sus conferencias por el mundo entero, no borraban el dolor de saber que su madre no la quería, que no la querría nunca.

Cary Grant había seguido siendo el niño de nueve años que busca a su madre por toda la casa.

Ella había seguido siendo la niña de siete años tiritando sobre una playa de las Landas.

Cerró los ojos. Apoyó la frente sobre las páginas de la libreta negra y lloró.

Había perdonado a su madre. Su madre era la que no la perdonaba.

Poco tiempo después de la muerte de Iris, había llamado a Henriette.

—Joséphine, es preferible que no me vuelvas a llamar. Yo sólo tenía una hija, y la he perdido...

Y la fuerza de las olas la había aplastado de nuevo.

Uno no se cura de tener una madre que no le quiere, se dice que no es digno de ser amado, que no vale un pimiento.

No corre a Londres para echarse en los brazos del hombre a quien ama.

Philippe la amaba. Ella lo sabía. Lo sabía en su cabeza, lo sabía en su corazón, pero su cuerpo se negaba a avanzar. No podía tomar impulso, empezar a dar zancadas, correr hacia él.

Seguía tiritando sobre la playa.

Iphigénie pasó el aspirador por el piso, llamó a la puerta de su despacho, preguntó ¿se puede, molesto? Joséphine se incorporó, se secó los ojos, y simuló buscar un libro.

—¡Pero señora Cortès! ¿Está usted llorando?

—¡Que no! No es nada, Iphigénie, sólo una alergia...

—¡Está usted llorando, señora Cortès! ¡No hay que llorar! ¿Qué le pasa?

Iphigénie dejó el mango del aspirador y abrazó a Joséphine, la estrechó contra su delantal.

—¡Trabaja usted demasiado! ¡Se pasa el día en su despacho con sus libros y sus cuadernos! ¡Eso no es vida!

La acunó, repitiendo eso no es vida, eso no es vida, pero ¿por qué llora, señora Cortès?

Joséphine sorbió, se limpió en la manga del jersey, dijo no es nada, se me pasará, no se preocupe, Iphigénie, es que he leído algo muy triste...

—Yo sé muy bien cuándo usted no está bien, ¡y puedo decirle que no está usted nada bien! ¡Nunca la había visto en ese estado!

—Lo siento, Iphigénie.

—¡No se disculpe encima! Todos podemos tener nuestras penas. Está usted demasiado sola, ¡eso es todo! Está usted demasiado sola... Voy a hacerle un café, ¿quiere un café?

Joséphine dijo sí, sí.

Iphigénie la contempló desde el umbral de la puerta, suspiró y se marchó a prepararle el café haciendo su ruido de trompeta enfadada. Volvió con una gran taza y tres terrones de azúcar en la mano y preguntó ¿cuántos terrones quiere en el café?

Joséphine sonrió y dijo los que usted quiera.

Iphigénie meneó la cabeza y puso los tres terrones en la taza.

—El azúcar consuela.

Removió con la cucharilla meneando la cabeza.

—¡No me lo puedo creer! Una mujer como usted, ¡llorando como una chiquilla!

—Pues sí... —dijo Joséphine—. Iphigénie, ¿y si hablásemos de algo más alegre? Si no, voy a echarme a llorar otra vez y sería una pena, con un café tan bueno.

Iphigénie sacó pecho, satisfecha de haber conseguido un buen café, y explicó:

—Hay que verter el agua sobre el café en polvo antes de que hierva... Ése es el secreto.

Joséphine bebió bajo la atenta mirada de Iphigénie. Venía dos veces por semana a limpiar la casa. Cuando se marchaba, la casa estaba resplandeciente. Me siento bien en su casa, lo hago como si fuese la mía, ¿sabe?... ¡No lo haría con todo el mundo!

—Diga, señora Cortès, ya que hacemos una pausa en el trabajo, usted y yo, hay una cosa que he estado pensando... ¿Recuerda nuestra conversación, el otro día, sobre el hecho de que nosotras, las mujeres, dudábamos siempre de nosotras mismas, que pensábamos que no valíamos, que éramos incapaces de hacer nada...?

—Sí —respondió Joséphine bebiéndose aquel café demasiado dulce.

—Pues bien, estaba pensando que si nosotras dudamos, si pensamos siempre que no lo vamos a conseguir, ¿cómo van a confiar en nosotras los demás?

—No tengo ni idea, Iphigénie.

—Escúcheme bien... Si yo no creo en mí misma, ¿quién lo hará? Si yo no confío al cien por cien en mí, ¿quién lo hará? Hay que transmitir a la gente la idea de que somos formidables, si no, no se dan cuenta...

—Es bastante cierto lo que está diciendo, Iphigénie, ¡bastante cierto!

—¡Ajá! ¿Ve usted?

—¿Y se le ha ocurrido a usted sola? —preguntó Joséphine mojando los labios en su café, realmente demasiado dulce.

—Sí. Y sin embargo, no he estudiado en la Politécnica, como el señor del segundo.

Joséphine se sobresaltó.

—¿Politécnica? ¿Quién ha estudiado en la Politécnica?

—Pues... el señor Boisson. Cuando reparto el correo, me fijo mucho en no equivocarme, leo atentamente lo que pone en el sobre y he visto que recibía convocatorias a reuniones de antiguos alumnos o cosas así. En el sobre estaba el nombre de la escuela y de la asociación de antiguos...

—¿El señor Boisson ha estudiado en la Politécnica?

—Sí, y yo no. Pero eso no me impide pensar. Pensar en las cosas de la vida cotidiana... Y para eso, simplemente hay que sentarse en una silla cuando los niños se acuestan y preguntarse por qué una mujer como usted, una mujer inteligente, sabia, piensa que no vale gran cosa y que todo el mundo puede pisotearla...

—¿El señor Boisson? Ha estudiado en la Politécnica —repetía Joséphine—. Y su mujer, Iphigénie, ¿cómo se llama?

—De eso no sé nada. ¡No vaya a pensar que abro las cartas! ¡Qué ocurrencia! Leo lo que está escrito encima. Pero no se quede en eso, señora Cortès, piense en lo que le he dicho justo antes. Si usted no está segura de sí misma al cien por cien, ¿quién lo estará? Piénselo...

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