Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (36 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Ya no...

—¿Quieres que te ayude? —preguntó Shirley a Zoé.

—Si quieres... ¿Cogemos los platos color ala de mosca? ¿Y los cubiertos con mangos de nácar?

Daba vueltas alrededor de la mesa, enviaba besos a la cara de funeral de Gaétan y revoloteaba de una silla a otra, colocando un vaso de agua, un vaso de vino, una copa de champaña.

—¡Porque beberemos champaña, si no la fiesta será un fracaso!

Shirley sacudió la cabeza para alejar el enjambre de abejas asesinas que zumbaba en sus oídos. Olvidar, olvidar, poner buena cara delante de Gary. Dejarle espacio. Todo el espacio.

—Un mar de champaña —respondió a Zoé, con un tono alegre, pero desafinado.

Gaétan levantó la cabeza. Había captado la nota desafinada, era la misma que le había traicionado tan a menudo, y su pupila se ensombreció con una sola pregunta, ¿usted también?

Shirley le contempló con seriedad, ese noviete, obligado a parecer adulto. Estaba sentado ahí, en el salón, encima de la casa donde había vivido con su padre... Leyó en sus ojos que no podía evitar pensar en ello, acechar aquellos pasos que ya no resonaban. Conocía la distribución del piso, podía aventurarse en él con los ojos cerrados. Sabe dónde está su cama de niño en la que tantas veces se durmió maldiciendo a su padre. Su padre que ya no está, y al que echa de menos. Hasta a los padres criminales o indignos se les echa de menos. Por eso se ríe a destiempo o sonríe de modo forzado. Titubea, perdido entre su personaje de hijo pródigo y su papel de enamorado. Ya no sabe cómo mantener el tipo. Le gustaría olvidar ese sufrimiento atroz, pero todavía no es lo bastante fuerte como para desembarazarse de él de un empujón. Así que deja vagar por el salón una mirada dubitativa, cargada de tristeza, una mirada que se repliega hacia el interior e ignora a los demás.

Comprendió todo eso observando a Gaétan sentado, recto como un palo, en el sofá.

Sintió que era su alma gemela. Ella, la mujer audaz, que siempre había sabido defenderse y rechazar al enemigo, pero a la que un pellizco en el corazón bastaba para derribarla como a un trapo inerte.

Colocó los cuchillos y los tenedores con mango de nácar sobre el mantel blanco, fue a sentarse a su lado y, aprovechando que Zoé y Joséphine estaban en la cocina y horneaban la pierna de cordero mechada con hierbas aromáticas, le tomó la mano y le dijo te entiendo, entiendo lo que pasa por tu cabeza... Gaétan le dedicó una mirada dubitativa, ella le puso una mano sobre la frente, le apartó un mechón de pelo, añadió con dulzura puedes llorar, ¿sabes?, eso sienta bien... Él meneó la cabeza, con una expresión que decía los chicos no lloran, ¡y menos un enamorado! Pero gracias, gracias por haber venido a mi lado... Y permanecieron un par de minutos apoyados, pena contra pena, la cabeza de él contra la cabeza de ella, los brazos de Shirley alrededor del torso delgado del chico obligado a hacer de hombre, y los dos, sosteniéndose mutuamente, intercambiaron sus males.

Cuando se separaron, flotaba en sus labios el amago de una sonrisa. Gaétan balbuceó gracias, ya estoy mejor... Shirley le alborotó el pelo y dijo gracias también a ti. Él la miró, sorprendido, y ella añadió es bueno compartir. Él no lo entendió muy bien, ¿compartir, compartir qué? Adivinó que ella le estaba confiando un secreto y que ese secreto le enriquecía, le situaba en un lugar distinto, le ayudaba a valorarse a sí mismo, ella le había hecho una confidencia, había confiado en él, y aunque no acababa de entenderlo, no importaba. Ya no estaba solo, y ese pensamiento deshizo el nudo que tenía en la garganta desde que había vuelto a este edificio, había vuelto a ver el vestíbulo y las escaleras, el ascensor y los grandes espejos de la entrada, y volvió a sonreír. Y su sonrisa ya no temblaba. Se volvió franca, segura. Suspiró, un poco incómodo por ese momento de intimidad robado, dijo ¿terminamos de poner la mesa?, volviendo a su papel de gallardo enamorado, y ella también se incorporó de un salto, con una risa brusca que lloraba todavía el adiós al hombre de los bigotes de cerveza.

Ambos sabían que, a partir de ese momento, serían amigos.

Hortense se abalanzó sobre la mesa y golpeó el mantel con los codos, haciendo temblar los vasos y los platos.

—¡Terminado! ¡Listo! ¡Tengo un hambre de lobo!

Joséphine, que estaba trinchando la pierna de cordero, levantó el cuchillo y preguntó:

—¿Podemos saber de qué se trata?

—Muy bien... —Hortense se animó y levantó el plato, y reclamó un trozo grande y rojo—. El título de mi show en dos escaparates:
Rehab the detail
... Rehabilitemos el detalle. En inglés suena mejor. ¡Si no parece una clínica para drogadictos!

Y se sirvió unas cuantas patatas bien tostadas, judías verdes, añadió la salsa, se relamió, gruñó de placer ante el plato humeante y prosiguió:

—He partido de la idea de los edificios, todos iguales, del barón Haussmann. Gary es testigo...

Gary suspiró jugando con el teléfono de Hortense y el suyo, como dos fichas de dominó dispuestas sobre el mantel blanco.

—La de tiempo que hemos perdido observando esos malditos edificios —gruñó—. ¡Menudas vacaciones!

—Bueno, sigo... Esas fachadas, a priori, son todas iguales, y sin embargo son todas diferentes. ¿Por qué? Porque sobre cada una de ellas el arquitecto ha colocado detalles, detalles insignificantes que otorgan su estilo inimitable al conjunto..., y en el caso de la moda, es igual. La ropa no es nada. La ropa es monótona, la ropa es plana, la ropa no dice nada sin EL detalle. El detalle la ennoblece, la rubrica, la sublima... ¿Entendido, pingüinos?

Ellos la escuchaban intrigados. Ella unía la sutil feminidad de la parisina con el ojo avizor del maestro de taller experimentado que busca el trazo de carboncillo.

—Prosigo... Primer escaparate, en una esquina, a la izquierda: una mujer vestida según las normas con el abrigo adecuado (un abrigo negro), los zapatos adecuados (botines de tacón bajo, también negros), el bolso adecuado (bolso azul real), las medias adecuadas (medias negras), la falda azul real bajo el abrigo, el pelo suelto, la tez pálida. Es guapa, va bien vestida, de acuerdo. Pero no ES. Es la fachada de un edificio. Todo es limpio, simétrico, aburrido, plano, monótono. No se la ve.

Describía sus ideas con gestos de director teatral mientras pinchaba un pedazo de cordero y una patata dorada.

—En torno a esa mujer convencional y apagada, como flotando en el aire, yo colgaré accesorios que giran lentamente, como las piezas de un móvil de Calder. ¿Me seguís, pingüinos? Al fondo, en una pantalla gigante, el vídeo de Amy Winehouse cantando su éxito
Rehab
... La chica buena sigue siendo buena. No se mueve nada, sólo los accesorios, los divinos detalles. Ni siquiera su melena... Y pasamos a la segunda parte del escaparate, en el lado derecho. Y entonces ¡tachán! La chica buena se ha convertido en una
fashion killer
... El pelo echado hacia atrás, una gran boca roja dibujada sobre su rostro muy pálido, con una gran bufanda anudada, algo enorme alrededor del cuello, cuanto más volumen haya en el cuello, más delgada parecerá la chica... Un cinturón beige, fino, largo, muy largo, rodea varias veces el abrigo y el abrigo deja de ser un abrigo, es femenino, inclasificable... ¿El bolso? Ya no lo lleva como un accesorio, ni en el codo (estilo señorona), ni en el hombro, ni en bandolera (¡socorro, una
girl scout
!), lo sujeta con las dos manos. Y, de golpe, existe. Es bonito, es
it
, es inexplicable... La falda sobresale dos centímetros del abrigo y eso forma una capa más y, por fin, el detalle que rompe, inmoviliza, inmortaliza: el calcetín corto fluorescente sobre las medias negras, violeta fluorescente, que anuncia el color, la primavera, el sol, ¡la marmota que despierta! La chica ha dejado de ser buena, la fachada ha dejado de ser fachada, ha trascendido gracias a los detalles... Eso es sólo el principio, encontraré un montón de ideas más, ¡confiad en mí!

Cogió otro bocado de cordero, levantó su vaso de vino para que le sirvieran y continuó:

—Y en el otro escaparate hago lo mismo: salvo que en ese la gente habrá comprendido el principio y colocaré maniquíes vestidos con detalles que lo cambian todo. Una chica con chaqueta negra, una camiseta y unos vaqueros..., salvo que desgarraré los vaqueros, haré un agujero en la camiseta, llevará la chaqueta con el cuello levantado, arremangada, un enorme imperdible con colgantes en el reverso de la chaqueta, un fular anudado a la cabeza atado con un gran nudo, guantes demasiado cortos que muestran las muñecas, una pashmina enrollada con una bufanda alrededor del cuello..., en fin, ¡todo detalles! Otra chica con un abrigo de hombre demasiado grande, un chaleco masculino, una camisa larga, un pantalón de chico, una cadena de oro alrededor de la cintura, una piel alrededor del cuello, una piel falsa, por supuesto, ¡si no me saquean el escaparate! Y así todo, desarrollando el detalle... Conjugo el concepto, impongo una moda callejera, una invención que huele a asfalto y a star de barriada. Invento, reciclo, desplazo, respeto la crisis y exalto la imaginación... Soy genial, amontono ideas, trucos asombrosos, ¡se pararán todos, tomarán notas y querrán conocerme!

Todos la miraban con la boca abierta. No muy seguros de haberlo entendido todo, salvo Zoé, que encontraba aquello alucinante.

—¡Pero qué hermana tan genial tengo!

—Gracias, gracias... No puedo estar quieta, tengo ganas de bramar, de bailar, ¡de besaros a todos! Y os prohíbo pensar lo que estáis pensando en este momento. ¡En todo caso tú, mamá! ¡La reina de la corona de espinas en la cabeza!

Joséphine bajó la nariz hasta el cordero y prosiguió con el trinchado.

—¿Y si mi hija no gana el concurso? Eso es lo que piensas, ¿verdad?

—¡Que no, cariño! —protestó Joséphine, que acababa de pensar exactamente eso.

—Sí, sí, ¡te oigo dudar! Y te respondo categóricamente: lo ganaré... No habría tenido esa idea si no fuese a ganar. Diáfano, ¿verdad?

—En efecto...

—¡Ajá! ¿Ves? Tenía razón. Tú siempre tienes miedo, te imaginas lo peor, te escondes en una trinchera, ¡yo, nunca! Resultado: a ti no te pasa nunca nada, o casi, y yo ¡vuelo hasta la luna! Roma está a mis pies, los romanos tropiezan con sus togas para acercarse a mí... A propósito, ¿sabíais que Junior habla latín?

Ellos balbucearon no. Y ella concluyó:

—Pues bien. Suelta latinajos y debo deciros que ese chico es todo menos un tontainus albinos pelirrojo... ¡Ese crío es algo digno de ver y todavía no ha terminado de asombrarnos!

Después se volvió a Gary y soltó:

—Y esta noche, Gary, ¿qué hacemos? No vamos a pudrirnos aquí... ¿Vamos a ver a Peter y a Rupert, que están en París? Lo celebramos, bailamos, nos negamos a dormir, bebemos Johnny-caminante y fumamos esos cigarrillos que marean. ¡Porque no estoy de humor para quedarme tranquila! A las doce besamos a nuestra gente y salimos de fiesta, ¿vale?

—Y a mí me gustaría bajar al trastero con Gaétan, mamá. Podríamos coger unas velas, una copa de champaña e ir a besarnos en donde todo empezó —declaró Zoé, con aire de monja que va a recogerse en un lugar de peregrinaje.

—Gary, ¿me escuchas? —exclamó Hortense.

Gary no escuchaba. Gary tecleaba un mensaje en su móvil, con las manos bajo la mesa.

—¿Gary? ¿Qué haces? —se enfadó Hortense—. ¡Apuesto a que ni siquiera has escuchado mi idea genial!

Habla a mi hijo como si le perteneciera, no pudo evitar pensar Shirley. Rebélate, hijo, rebélate, dile que acabas de recibir un mensaje de Charlotte Bradsburry, que está en París y que vas a reunirte con ella.

Gary levantó la cabeza sonriendo. Quizás sea Charlotte, esperó Shirley. No me gusta que nadie se crea propietario de mi hijo. Y sin embargo, inmediatamente se calificó de madre abusiva. ¡Es que ya sólo me queda él!, quiso protestar. Y cerró a medias sus grandes ojos atormentados de mujer que se siente empujada hacia una retirada forzosa, porque acaba de perder un amor que esperaba con todas sus fuerzas de hembra hambrienta. Ya nunca volveré a ser una hembra hambrienta, se dijo, espoleándose con palabras para recuperar su dignidad. Reacciona, chica, reacciona, pero no por ello te vuelvas mala y deja que esos dos se amen a su modo, no es asunto tuyo. Sintió que aumentaba su angustia y buscó una punta de mantel o de servilleta para retorcerla y calmarse.

—Es el Maestro que me desea un feliz año —dijo por fin Gary cerrando el teléfono—. Dice que el año que viene va a ser fantástico. Dice que se siente feliz, que tiene muchos proyectos y que está esperando a una mujer que pasa las fiestas en París. Me parece que está enamorado...

A la una de la mañana, tras haberse besado bajo el muérdago con Shirley, sus hijas, Gaétan y Gary, tras haber puesto el hermoso mantel blanco con la ropa sucia, guardado los cubiertos de mango de nácar, limpiado los platos y apagado las velas, tras haber abrazado a su amiga dolorosa que, como atontada, reclamaba el olvido del sueño, Joséphine salió al balcón a susurrarle sus mejores deseos a la blanca luna creciente.

Uno de enero. Primer día del año. ¿Dónde estaré el último día del próximo diciembre? ¿En Londres o en París? ¿Sola o en compañía? ¿Con Philippe o sin él, que no me ha llamado y debe de estar contemplando la luna creciente en su balcón inglés?

En el instante en que tendió el gran edredón sobre el balcón, oyó una risa de mujer seguida de la voz de un hombre que susurraba Edwige, Edwige, y después ni un ruido más... Imaginó un beso que se elevaba en la noche. Pensó que era una señal y corrió a buscar el teléfono para llamar al hombre en el balcón inglés.

Con un nudo en la garganta, marcó el número.

Esperó a que el timbre sonara varias veces. Apretó los dientes, rezó para que él contestara. Se frotó las sienes. Había salido. Debía colgar. ¿Qué voy a decirle? Feliz año, estoy pensando en ti, te echo de menos. Palabras vacías que no dicen nada de mi corazón que enloquece ni de mis manos húmedas. ¿Y si estuviera brindando con champaña con unos amigos o, peor aún, con una belleza lánguida que gira la cabeza hacia él y frunce el ceño murmurando quién es? Sólo me quedará la luna creciente para consolarme. Pasó la yema del dedo por el frío enlosado del balcón, frotó un poco para calentarlo, para darse coraje. Dibujó una especie de manzana con cabellos de hada, una gran nariz, una gran sonrisa tonta. O no tiene contestador o no lo ha conectado. Recuerdo cuando se inclinó sobre mí en la penumbra del teatro, su boca me pareció grande, tan grande..., y me cogió la cara entre sus manos como para estudiarla... Recuerdo que la tela de su chaqueta me pareció suave... Recuerdo sus manos cálidas que me aprisionaban el cuello, me hacían estremecer, me olvidé de todo...

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