—Conteste a mi pregunta, entonces. ¿Seguía vacía la cripta cuando volvió?
—Prácticamente. Sólo había un hombre. Tendido en el suelo, delante de la imagen. Rezando.
—¿Un hombre, dice usted? ¿Y está seguro de que no le vio antes de salir?
—No, señor. No le vi.
—Ya. Macron, quédese aquí con este señor mientras le echo un vistazo a la efigie.
—Pero no puede hacer eso, señor. Esto es una fiesta religiosa. Nadie toca la imagen hasta mañana.
Pero Calque ya estaba abriéndose paso a grandes zancadas entre la apretada falange de penitentes, como el Tiempo con su guadaña.
Parado frente a la iglesia, Calque entornó los ojos para mirar el sol del atardecer.
—Quiero seis detectives. Puede pedirlos a Marsella.
—Pero eso llevará tiempo, señor.
—Me da igual cuánto se tarde. O que nos critiquen por ello. Tienen que ir a ver a todos los
chefs de famille
de estos gitanos. Visitar todas las caravanas. Todas las chabolas, tiendas y chozas. Y quiero que les hagan estas preguntas… —Escribió rápidamente en una hoja de papel y se la pasó a Macron—. Estas preguntas en concreto.
Macron silbó entre dientes.
—Entonces, ¿Sabir encontró por fin lo que andaba buscando?
—Y lo que anda buscando Ojos de Serpiente. Sí. Casi con toda certeza.
—¿No se pondrá en contacto con usted, señor? —Macron no pudo evitar que su tono sonara sarcástico.
—Claro que no. Ese hombre no tiene ni idea de con quién está tratando.
—¿Y nosotros sí?
—Empezamos a tenerla, sí.
Macron echó a andar hacia el coche.
—Macron…
—¿Sí, señor?
—¿Quería usted saber qué me proponía? En el Domaine de Seyème. Con la condesa.
—Sí. Sí. —Macron era consciente (y ello le incomodaba) de que de nuevo se estaba perdiendo algo. Algo que su jefe había logrado deducir y que a él se le escapaba por completo.
—Dígales a esos bobos de París que tengo una pequeña prueba para ellos. Si salen bien parados, reconoceré que los ordenadores quizá sirvan para algo después de todo. Y hasta aceptaré llevar un teléfono móvil cuando esté de servicio.
Los ojos de Macron se agrandaron.
—¿Y qué prueba es ésa, señor?
—Quiero que sigan el rastro del hijo mayor de la condesa. Bale. O De Bale. Primero, a través de las monjas del orfanato. Eso debería ser bastante fácil. El chico tenía ya doce años cuando le adoptaron. Luego, quiero un informe completo de su paso por la Legión Extranjera, incluida una descripción física detallada, con particular énfasis en los ojos. Y si descubren que, en efecto, estuvo en la Legión, quiero que alguien vaya a hablar personalmente con su inmediato superior y le pregunte, o no, que le diga que queremos acceso a su historial militar. Y también a sus datos personales.
—Pero señor…
—No deben aceptar un no por respuesta. Esto es una investigación por asesinato. No quiero que la Legión nos venga con pamplinas sobre seguridad o sobre las promesas que les hagan a sus hombres cuando se enrolan.
—Eso sería tener mucha suerte, señor. Sé de buena tinta que nunca comparten sus archivos con nadie. Soy de Marsella, acuérdese. Crecí oyendo historias sobre la Legión.
—Siga.
—Su cuartel general está en Aubagne, a quince kilómetros de donde viven mis padres. Hasta tengo un primo segundo que se hizo legionario cuando salió de la cárcel. Me contó que a veces se saltan las normas y dejan que se enrole algún francés con una nacionalidad falsa. Hasta le cambian el nombre a la gente cuando se enrola. Les dan un nombre nuevo por el que se les conoce mientras están en el cuerpo. Luego, a no ser que los hieran y se conviertan en
français par le sang versé
, o sea, franceses por la sangre derramada, o a no ser que se aprovechen del derecho a convertirse en ciudadanos franceses después de tres años de servicio, sus nombres quedan enterrados para siempre. No le encontrará nunca. Que sepamos, puede que se haya convertido en ciudadano francés por segunda vez, pero con una identidad nueva.
—No creo, Macron. Sus nombres verdaderos no se pierden para siempre. Y menos aún en los archivos. Esto es Francia. La Legión es como cualquier otra burocracia de tres al cuarto. Están hasta el cuello de papeleo.
—Lo que usted diga, señor.
—Mire, Macron, sé que no está usted de acuerdo con algunos de mis métodos. O con algunas de mis decisiones. Es inevitable. Para eso están las jerarquías. Pero usted es teniente y yo capitán. Así que, para el caso, poco importa que esté de acuerdo conmigo o no. Tenemos que encontrar a Sabir y a los dos gitanos. Lo demás no cuenta. Si no los encontramos, Ojos de Serpiente los matará. Es así de sencillo y de elemental.
El revisor miraba a Alexi como si fuera un animal salvaje herido con el que se hubiera topado inesperadamente en un paseo vespertino. El piloto y los ocupantes de la furgoneta y los dos coches se habían unido a él. Los otros dos coches habían preferido ahorrarse la escena y se habían marchado. El piloto se disponía a usar su teléfono móvil.
Alexi se desembarazó con esfuerzo del salvavidas y lo arrojó a la cubierta. Luego se dobló por la cintura, abrazándose los costados.
—Por favor, no llame a la policía.
El piloto vaciló con el teléfono a medio camino de la oreja.
—No es la policía lo que te hace falta, chico. Es una ambulancia, una cama de hospital y un poco de morfina. Y puede que algo de ropa seca.
—Pues no llame tampoco.
—Explícate.
—¿Puede volver a llevarme al otro lado?
—¿Llevarte al otro lado?
—Se me ha caído una cosa.
—¿Qué? ¿Te refieres al caballo? —Los dos hombres se echaron a reír.
Alexi intuyó que, ciñéndose con descaro a hechos concretos, quizá pudiera pisar terreno más firme: diluir el recuerdo de lo que había pasado y convertirlo en una travesura que había salido mal, en vez de la tragedia que había estado a punto de ser.
—No se preocupe. Puedo ocuparme de que se lleven el cadáver del caballo. Tiene un montón de carne fresca. Conozco a gente en Saintes-Maries que vendrán a buscarla.
—¿Y nuestra barrera?
—Les daré lo que saque por la carne. En metálico. Pueden decirles a sus jefes que un coche chocó con la barrera y que luego salió pitando.
El piloto miró al revisor entornando los ojos. Había ya tres coches esperando a subir a bordo para el viaje de regreso. Los dos hombres sabían que la barrera se rompía tres o cuatro veces al año, normalmente por culpa de algún borracho. O de extranjeros en coches de alquiler. El encargado de repararla estaba en nómina.
El conductor de la furgoneta y los ocupantes de los dos coches habían notado que la tensión se aflojaba. Se alejaron para seguir viaje. A fin de cuentas, el herido no era más que un gitano imbécil. Y los gitanos estaban todos locos, ¿no? Vivían conforme a otras normas.
—Puedes guardarte tu dinero. Te llevaremos al otro lado. Pero deshazte del cadáver del caballo, ¿entendido? No quiero que esté dos semanas apestando la terminal.
—Enseguida llamo. ¿Puedo usar su teléfono?
—Está bien. Pero ojo, nada de llamadas internacionales. ¿Me has oído? —El piloto le pasó su móvil—. Sigo pensando que estás loco por no ir a que te echen un vistazo. Con esa caída, lo más probable es que tengas un montón de costillas fracturadas. Y quizás una conmoción cerebral.
—Nosotros tenemos nuestros médicos. No nos gusta ir a los hospitales.
El piloto se encogió de hombros. El revisor estaba ya haciendo señas a sus nuevos clientes de que subieran a bordo.
Alexi marcó un número al azar y fingió estar haciendo preparativos para que se llevaran el caballo.
Alexi nunca había tenido tantos dolores. ¿Costillas fracturadas? ¿Conmoción cerebral? Se sentía como si le hubieran perforado los pulmones con un punzón, se los hubieran extendido sobre un yunque y se los hubieran machacado con un mazo, de propina. Cada vez que respiraba se creía morir. Cada paso que daba le repercutía en la cadera y el hombro derechos como una descarga eléctrica.
Se agachó en la rampa de cemento del ferry y comenzó a buscar el tubo de caña. La gente de los coches le miraba con curiosidad al pasar.
Si Ojos de Serpiente vuelve ahora
, pensaba Alexi,
me echo en el suelo y me rindo. Puede hacer conmigo lo que quiera. O Del, por favor, quítame este dolor. Dame un respiro, por favor
.
No veía el tubo de caña por ninguna parte. Se levantó con esfuerzo. El ferry estaba lleno. Iba a zarpar otra vez. Alexi salió cojeando de la rampa y empezó a seguir el curso del río, con los ojos fijos en el agua de la orilla. Quizá la corriente se hubiera llevado el tubo. Con un poco de suerte, habría quedado prendido entre la vegetación del borde del río.
O quizá se hubiera hundido. Se había hundido, los versos se habrían estropeado, de eso estaba seguro. Abriría el tubo y sacaría un montón de papel mojado manchado de tinta. En cuyo caso no tendría que preocuparse por Ojos de Serpiente: Sabir y Yola le matarían con sus propias manos.
Hacía rato que sentía una molestia en la pierna derecha, justo encima del tobillo. Había preferido ignorarla, convencido de que no era más que otra de sus muchas heridas. De pronto se paró y alargó los brazos para subirse los pantalones. Ojalá no tuviera nada roto. El tobillo, quizás. O la espinilla.
Algo sobresalía por el borde de sus botas camperas. Metió la mano dentro y sacó el tubo de caña. Se lo había metido en el cinturón, y la fuerza del agua lo había arrastrado por dentro de sus pantalones, y de allí a sus botas. El sello de cera que unía las dos mitades del tubo seguía intacto, por suerte.
Alexi levantó los ojos al cielo y se echó a reír. Luego gimió de dolor al sentir un tirón en las costillas.
Agarrándose la tripa, emprendió con paso lento y penoso el camino de vuelta al
maset du marais
.
Llevaba media hora andando cuando vio el caballo ensillado. Estaba pastando junto a la cabaña de un
gardian
.
Alexi se dejó caer detrás de un árbol. El sudor le corría por la frente y los ojos. Había ido derecho a la trampa. No se le había ocurrido que Ojos de Serpiente pudiera estar esperándole a aquel lado del río. ¿Qué posibilidades había de que volviera a cruzar el río después de escapar en la barca? ¿Una entre un millón? Aquel hombre estaba loco.
Alexi se asomó por detrás del árbol. Había algo raro en el caballo. Algo chocante.
Entrecerró los ojos para protegerse del sol del ocaso. ¿Qué era esa cosa negra que había junto a los pies del caballo? ¿Una persona? ¿Se había caído Ojos de Serpiente y estaba inconsciente? ¿O era una trampa y estaba esperando a que se tropezara con él para rematarle?
Alexi dudó mientras examinaba detenidamente la cuestión. Luego se puso en cuclillas y enterró el tubo de caña detrás del árbol. Dio unos pasos, indeciso, y se volvió para ver si reconocía dónde lo había enterrado. No había problema. El árbol era un ciprés. Se veía a kilómetros de distancia.
Recorrió varios metros renqueando; luego se detuvo y empezó a hurgarse en los bolsillos como si buscara una golosina. El caballo relinchó, mirándole. La figura que tenía a sus pies no se movió. Tal vez Ojos de Serpiente se había roto el cuello. O quizás O Del había atendido sus oraciones y se había ocupado de aquel cabrón de una vez por todas.
Avanzó de nuevo arrastrando los pies mientras le hablaba al caballo en voz baja para calmarlo. Vio que el hombre tenía un pie enganchado al estribo. Si el caballo avanzaba hacia él y notaba de pronto el peso muerto del cuerpo, se asustaría. Y Alexi lo necesitaba. Sin él no conseguiría llegar al
maset
: los últimos veinte minutos se lo habían dejado claro.
Con cada paso que daba estaba más débil y más desesperado. La ropa se le había secado encima, atiesándole las heridas. Tenía el brazo derecho agarrotado y ya no podía levantarlo por encima del ombligo. En aquel estado no podría ni adelantar a una tortuga.
Tendió el brazo hacia el caballo y dejó que le husmeara. Estaba claro que le inquietaba la presencia del cuerpo, pero que los suaves silbidos de Alexi y la hierba que había comido le habían calmado momentáneamente. Alexi tomó las riendas y se arrodilló junto al animal. Sabía ya, por la ropa, con quién se enfrentaba. Nadie más llevaba cinturones tan grandes, ni hebillas tan vistosas. Gavril. Santo Dios. Debía de haber intentado seguirlos, y se había caído del caballo y golpeado la cabeza. O se había encontrado con Ojos de Serpiente volviendo del ferry y Ojos de Serpiente había creído que sabía más de lo que sabía. Sintió una náusea y escupió el exceso de saliva. Las moscas empezaban a congregarse alrededor de las fosas nasales de Gavril y de la enorme brecha de su sien. Aquello sí que era mala pata.
Desenganchó el pie de Gavril del estribo. Ató el caballo al poste y miró alrededor, buscando algo que pudiera haber causado aquella herida. El caballo no podía haber avanzado mucho, lastrado con el cuerpo de Gavril.
Se acercó cojeando a la piedra. Sí. Estaba cubierta de sangre y pelo. La cogió en brazos, usando sólo las mangas: sabía lo suficiente para no borrar ninguna huella. Volvió y colocó la piedra junto a la cabeza de Gavril. Sintió por un momento la tentación de registrarle los bolsillos por si llevaba algún dinero suelto, pero decidió no hacerlo. No quería dar a la policía un posible falso móvil para el asesinato.
Cuando estuvo satisfecho con el escenario, se subió al caballo. Se tambaleó en la silla; la sangre le vibraba en la cabeza como el cojinete de una máquina de
pinball
.
Dos a uno a que Ojos de Serpiente era el culpable de la muerte de Gavril: era demasiada coincidencia. Estaba claro que se había encontrado con Gavril al volver. Lo había interrogado. Lo había matado. En cuyo caso había muchas posibilidades de que supiera lo del
maset
, porque Gavril, como todos los gitanos de su edad que visitaban con frecuencia la Camarga, tenía que haber oído hablar de la famosa partida de cartas entre Dadul Gavriloff y Aristeo Samana, el padre de Yola. Quizá no supiera exactamente dónde estaba la casa, pero seguro que sabía que existía.
Por un instante, Alexi sintió el impulso de volver al árbol y recoger el tubo de caña. Pero la cautela acabó por imponerse a la vanagloria. Puso en orden las riendas del caballo y le dejó volver hacia la casa.