Las 52 profecías (41 page)

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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

BOOK: Las 52 profecías
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Antes de que amaneciera, Reszo volvería a recogerle con el coche para llevarle a la caravana, justo a tiempo de encontrarse con el sargento Spola, recién despertado. Ese, al menos, era el plan. Tenía el valor de la simplicidad, dejaba a salvo las profecías y serviría para mantener a la policía al margen.

Yola se había asegurado ya de que la investigación había seguido su curso y de que el
maset
estaría vacío. El sargento Spola era hombre respetuoso de su estómago. Yola le había ofrecido estofado de jabalí con migas para comer, en lugar de su sándwich de pollo de costumbre. Después de aquello, Spola se había mostrado especialmente complaciente. Sobre todo porque el jabalí fue acompañado de cerca de litro y medio de Costières de Nîmes y un coñac de sobremesa. El sargento le había confirmado que, un día y medio después de los hechos, el
maset
estaría precintado con cinta policial y abandonado a todos los efectos hasta que volvieran a necesitarlo. Eran necesarios todos los agentes disponibles para buscar a Ojos de Serpiente. ¿Qué se creía Yola? ¿Qué la policía iba dejando gente desperdigada por el campo, vigilando escenas de crímenes pasados?

Los dos policías de la
cabane
se levantaron para estirarse. Uno anduvo unos metros, se bajó la cremallera y orinó. El otro recorrió el claro con la luz de su linterna, deteniéndose en la cinta que marcaba el lugar en el que habían encontrado a Gavril.

—¿Tú crees que los asesinos vuelven de verdad al sitio donde se han cargado a alguien?

—No, joder. Y menos aún si tienen una bala en el cuerpo, hambre y un montón de perros rastreadores pisándoles los talones. Seguro que ese cabrón está muerto detrás de un arbusto. O se cayó del caballo en una ciénaga y se ahogó. Por eso no lo encuentran. Seguramente se lo habrán comido los jabalís. Pueden comerse a un hombre, con dientes y todo, en menos de una hora. ¿Lo sabías? Lo único que tiene que hacer el asesino es librarse de su propio bazo. No sé por qué, pero esa parte no les gusta.

—Qué tontería.

—Sí. Eso pensaba yo también.

Yola se había acercado por el sendero tal y como Alexi le había indicado, dejando tiras de papel blanco a intervalos de cinco metros para encontrar el camino de vuelta a la carretera cuando se hiciera de noche. Había marcado de memoria la posición del ciprés solitario detrás del cual estaban enterradas las profecías. Pero si los policías se quedaban donde estaban, no podría llegar hasta ellas sin que la vieran, ni siquiera escondiéndose entre los árboles. El ciprés estaba demasiado expuesto.

—¿Nos damos una vuelta por el bosque?

—A la mierda con eso. Mejor volvemos a la
cabane
y encendemos un fuego. Se me han olvidado los guantes y me estoy quedando frío.

Yola vio acercarse sus siluetas. ¿Qué buscaban? ¿Leña? ¿Cómo explicaría su presencia allí si tropezaban con ella? Estarían tan ansiosos por hacer méritos delante de Calque que seguramente se la llevarían en su
poulailler ambulant
, su gallinero móvil. ¿No era así como llamaba Alexi a los furgones de policía? Y Calque no era ningún tonto, desde luego. Enseguida se olería el pastel. No tardaría mucho en deducir que las profecías no se habían perdido, después de todo, y que ella había ido en su busca.

Cuando los policías se acercaron, Yola se pegó al suelo y empezó a rezar.

Uno de ellos se detuvo a tres o cuatro pasos de ella.

—¿Ves algún árbol muerto?

El otro encendió la linterna y describió un arco de luz por encima de sus cabezas. Justo en ese momento sonó su teléfono móvil. Le lanzó la linterna a su compañero y buscó a tientas el teléfono. La linterna pasó cerca de la cabeza de Yola, y ella sintió que su luz le rozaba el cuerpo. Se tensó, segura de que la habían descubierto.

—¿Qué has dicho? ¿Que tenemos que irnos? ¿De qué estás hablando?

El policía escuchaba atentamente la voz del otro lado de la línea. Gruñía de vez en cuando, y Yola casi le sentía mirar a su compañero, que, con la linterna encendida, enfocaba la costura de sus pantalones.

El que había hablado por teléfono cerró el móvil.

—Ese capitán de París que nos han encasquetado cree que ha descubierto dónde vive ese tío. Dice que, si se ha escapado, seguro que se habrá ido allí. Nos necesitan a todos. Esta vez sólo tenemos que acordonar toda la península de Saint-Tropez desde Cavalaire-sur-Mer hasta Port-Grimaud, pasando por La-Croix-Valmer y Cogolin. ¿Te lo puedes creer? Sesenta putos kilómetros.

—Más bien treinta.

—¿Y a ti qué más te da? Esta noche no dormimos.

Cuando por fin se alejaron, Yola se tumbó de espaldas y miró maravillada la primera estrella de la noche.

73

Mientras cruzaba el patio, camino de la casa de la
comtesse
de Bale, Calque se descubrió, con cierta sorpresa, lamentando la falta de Macron. No se consideraba un sentimental, y, a fin de cuentas, Macron había sido en buena medida responsable de su propia muerte, pero había en él algo extraordinariamente irritante, y esa irritación había avivado en Calque la exacerbada conciencia que tenía de sí mismo. El capitán concluyó que Macron actuaba como una especie de contrapunto a su heterodoxia, y que echaba de menos tener una excusa para enfurruñarse.

Recordaba, además, su satisfacción cuando Macron saltó en su defensa al cuestionar la condesa sus conocimientos sobre los pares de Francia y la nobleza francesa. Macron podía ser un intolerante, pero nunca era predecible, eso había que reconocérselo.

Salió a recibirle la secretaria privada, aquella mujer tan preocupada de su apariencia con su traje de
tweed
y cachemira. Esta vez, sin embargo, llevaba un vestido de seda burdeos que la hacía parecer más aristocrática que la propia condesa. Calque buscó su nombre en los archivos de su memoria.

—¿
Madame
Mastigou?

—Capitán Calque. —Sus ojos patinaron sobre sus hombros para clavarse en los ocho policías que iban tras él—. ¿Y su ayudante?

—Muerto,
madame
. Le mató el hijo adoptivo de su jefa.

Madame
Mastigou dio involuntariamente un paso atrás.

—Eso no puede ser, estoy segura.

—Yo también confío en que me hayan informado mal. Pero traigo una orden para registrar la finca y pienso hacer uso de ella inmediatamente. Estos agentes me acompañarán dentro. Obviamente, respetarán las propiedades y la intimidad de
madame la comtesse
. Pero debo pedirle que no los interrumpan mientras cumplen con su deber.

—Tengo que ir a avisar a
madame la comtesse
.

—La acompaño.

Madame
Mastigou vaciló.

—¿Puedo ver la orden?

—Por supuesto. —Calque se palpó el bolsillo y le entregó el documento.

—¿Puedo fotocopiarla?

—No, señora. Pondremos una copia a disposición de los abogados de
madame la comtesse
, si lo desean.

—Muy bien, entonces. Venga conmigo, por favor.

Calque hizo una seña con la cabeza a los agentes. Se desplegaron por el patio. Cuatro de ellos aguardaron pacientemente al pie de la escalinata a que Calque y
madame
Mastigou entraran en la casa, antes de subir tras ellos, haciendo ruido, para empezar el registro.

—¿De veras piensa implicar al conde en el asesinato de su ayudante?

—¿Cuándo fue la última vez que vio al conde,
madame
?

Madame
Mastigou titubeó.

—Hace ya unos años.

—Entonces puede creerme. Ha cambiado.

—Veo que ha prescindido del cabestrillo, capitán Calque. Y que su nariz se está curando. Una gran mejoría.

—Es usted muy amable por fijarse, condesa.

La condesa se sentó.
Madame
Mastigou cogió una silla y la colocó tras la condesa, un poco hacia un lado; luego se sentó recatadamente, con las rodillas juntas y los tobillos hacia atrás y ligeramente cruzados.
Escuela de señoritas
, pensó Calque.
Suiza, posiblemente. Se sienta igual que la reina de Inglaterra
.

Esta vez, la condesa despidió al lacayo sin molestarse en pedir café.

—Es absurdo, desde luego, sospechar que mi hijo haya podido cometer un acto de violencia.

—No sospecho que su hijo haya cometido un acto de violencia, condesa. Lo acuso formalmente de ello. Tenemos testigos. Yo mismo, de hecho. A fin de cuentas, sus ojos le hacen destacar entre la multitud, ¿no le parece? —La miró ladeando la cabeza en un gesto educado e inquisitivo. Al ver que no respondía, Calque decidió tentar su suerte—. La pregunta que debo hacerle, la pregunta que de verdad me preocupa, no es si ha hecho esas cosas, sino por qué.

—Lo que haya hecho lo habrá hecho con la mejor intención.

Calque se irguió, aguzando las antenas.

—No hablará en serio,
madame
. En París torturó y mató a un gitano. Ha herido gravemente a tres personas: un policía español y dos ciudadanos de a pie. Ha matado a un guardia de seguridad en el santuario de Rocamadour. Ha torturado y asesinado a otro gitano en la Camarga. Y hace dos días le pegó un tiro a mi ayudante en el curso de un asedio en el que amenazaba con ahorcar a la hermana del hombre al que mató en París. Y todo eso por descubrir unas profecías que pueden ser auténticas o no; que quizá sean o no del profeta Nostradamus. Sospecho,
madame
, que sabe usted más sobre los motivos que se ocultan tras esa horrenda cadena de acontecimientos de lo que pretende hacerme creer.

—¿Eso es otra acusación formal, capitán? Si es así, le recuerdo que hay otra persona presente.

—No era una acusación formal,
madame
. Las acusaciones formales son para los tribunales. Yo estoy dirigiendo una investigación. Tengo que detener a su hijo antes de que haga más daño.

—Lo que dice de mi hijo es grotesco. Sus acusaciones carecen por completo de fundamento.

—¿Y usted,
madame
Mastigou? ¿Tiene algo que añadir?

—Nada, capitán.
Madame la comtesse
no se encuentra bien. Considero del peor gusto que continúe con sus pesquisas en tales condiciones.

La condesa se levantó.

—He decidido lo que voy a hacer, Matilde. Voy a telefonear al ministro del Interior. Es primo de mi amiga Babette de Montmorigny. Enseguida arreglaremos esta situación.

Calque también se levantó.

—Haga lo que le parezca conveniente, señora.

Uno de los agentes uniformados irrumpió en la sala.

—Capitán, creo que debería ver esto.

Calque le miró con el ceño fruncido.

—¿Ver qué? Estoy haciendo una entrevista.

—Una habitación, señor. Una habitación secreta. Monceau la ha encontrado por casualidad cuando estaba registrando la biblioteca.

Calque se volvió hacia la condesa con un destello en los ojos.

—No es una habitación secreta, capitán Calque. Todo el mundo en esta casa conoce su existencia. Si me hubiera preguntado, se la habría indicado.

—Por supuesto, condesa. No me cabe duda. —Con las manos firmemente ancladas a la espalda, Calque salió tras su subordinado.

74

Una puerta hecha a medida, magistralmente disimulada entre los estantes de la biblioteca, daba paso a la habitación.

—¿Quién ha descubierto esto?

—Yo, señor.

—¿Cómo se abre?

El agente empujó la puerta. Ésta se cerró ajustándose a los libros. Después se inclinó y presionó el lomo ribeteado de tres volúmenes situados cerca del suelo. La puerta volvió a abrirse.

—¿Cómo sabía qué libros empujar?

—Vi al lacayo, señor. Entró aquí cuando creía que no mirábamos y se puso a toquetear el cierre. Creo que intentaba atrancarlo para que no accionáramos accidentalmente el mecanismo. Al menos, eso es lo que me ha dicho.

—¿Quiere decir que le preocupaba nuestra seguridad? ¿Que la puerta podía abrirse de repente y golpear a alguien?

—Seguramente, señor.

Calque sonrió. Si no se equivocaba respecto al carácter de la condesa, aquel lacayo acababa de meterse en un buen lío. Y siempre convenía tener a mano un empleado descontento. Podía obtenerse información valiosa. Alguien podía recibir alguna puñalada por la espalda.

Calque se asomó a la puerta. Se irguió al entrar en la habitación y soltó luego un suave silbido de admiración.

Una mesa rectangular ocupaba el centro de la estancia. En torno a ella había trece sillas. Detrás de cada silla, en la pared, había un escudo de armas y una serie de blasones. Calque reconoció algunos. Pero no eran los de los doce pares de Francia, como cabía esperar teniendo en cuenta quién era la anfitriona del capitán.

—Esta habitación no se ha abierto desde que murió mi marido. Aquí no hay nada que pueda interesarles.

Calque pasó la mano por la mesa.

—No hay polvo, sin embargo. Aquí tiene que haber entrado alguien mucho después de la muerte de su marido.

—Mi lacayo. Por supuesto. Mantener limpia la habitación forma parte de sus deberes.

—¿Igual que atrancar la puerta si vienen extraños?

La condesa apartó la mirada.
Madame
Mastigou intentó cogerle la mano, pero ella la rechazó.

—Lavigny, quiero que fotografíen esos escudos heráldicos.

—Preferiría que no lo hiciera, capitán. No tienen nada que ver con su investigación.

—Al contrario,
madame
. Yo creo que tienen mucho que ver con ella.

—Ésta es una habitación privada, capitán. La sala de un club. Un lugar donde personas de ideas parecidas acostumbraban a reunirse para debatir asuntos de gran importancia en un entorno discreto y propicio. Como le decía, la habitación no se usa desde la muerte de mi marido. Puede incluso que algunas de las familias a las que pertenecen esos escudos de armas ignoren que sus insignias se encuentran en esta habitación. Le agradecería que las cosas siguieran así.

—No veo mesa de billar. Ni bar. Es un club muy curioso. ¿Qué es esto, por ejemplo? —Calque señaló un cáliz guardado dentro de un sagrario—. ¿Y estas iniciales que tiene grabadas? CM.

A la condesa pareció picarle una víbora.

—¿Señor?

—Sí.

—Aquí hay un rollo de pergamino. Con unos sellos. Pesa mucho. Debe de tener dentro rodillos de madera o algo así.

Calque indicó que extendieran el pergamino sobre la mesa.

—Por favor, no toque eso, capitán. Es muy valioso.

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