—¡El pueblo no puede obligarme a contraer matrimonio! —replicó Rhiann. Era una frase bonita, pero falsa. Mucho más real era el miedo que aleteaba en su pecho.
—¡Ponle a prueba, niña! Sin rey, corremos un grave peligro frente a los otros clanes y las demás tribus. Y ante el olor del peligro, la gente piensa en su propio pellejo y no repara en un espectro huesudo y pálido como tú.
Rhiann se fijó en las personas que les seguían en procesión, nobles de los clanes menores de los epídeos que cabalgaban con orgullo sobre sus monturas, luciendo sus riquezas, proclamando su poder. Sabía que merodeaban en busca de sangre, hambrientos, pese a que hubieran acudido a rendir sus respetos al rey difunto, por arrebatar el reino a su clan. Uno de los aspirantes estaba justo delante de ella. Era Lorn, un joven exaltado y de cabellos tan rubios que, bajo la luz de la luna, parecían de plata. Tanto él como su padre miraban de soslayo, mientras cabalgaban, a los demás guerreros.
Gelert soltó el tobillo de Rhiann, quien, pese a la agudeza del dolor, no hizo gesto alguno para aliviarlo.
—No soy ninguna niña, druida —dijo, esforzándose para mantener la firmeza de su voz. Ciertamente, el periodo de instrucción como sacerdotisa había sido muy provechoso—. No puedes obligarme.
—Quizás no. Lo que sí has sido siempre es una muchacha muy consciente de tus deberes. Y no creas que no he percibido el peso de culpabilidad que encoge tus hombros. Deber y culpa… una mezcla muy poderosa. Hará mi trabajo mejor que yo mismo.
El druida se marchó con el mismo sigilo con el que había llegado. Rhiann se subió cuanto pudo el cuello de su manto. Sentía frío.
El aullido de las mujeres se apagó y el arpa, la flauta y los tambores dejaron de sonar. Rhiann se encontraba junto a su tía en la playa de la isla del Ciervo. Las olas mecían el barco del rey, que navegaba hacia los bajíos. La voz de Gelert, distorsionada por su máscara con forma de cabeza de caballo, resonaba en el aire mientras, apelando a sus dioses, rociaba agua del manantial sagrado en las cuatro direcciones.
Sobre las oscuras lomas de la isla, el cielo parecía en llamas. La playa seguía sumida en frías sombras de color púrpura, pero se aproximaba la salida del Sol. A la primera y débil luz del día, Rhiann vio cómo una madre acallaba las estridentes demandas de su hijo y cómo Aiveen, hija de Talorc, primo del monarca, sonreía con picardía a un guerrero que cabalgaba detrás de su padre. Bañada en lágrimas, la hija de Brude se frotó la nariz, manchándose de cenizas la mejilla, mientras su madre, que llevaba la cabeza rapada en señal de luto, tenía la vista fija en el suelo.
De pronto, Rhiann se dio cuenta de que Gelert se había detenido y de que todos la miraban con expectación. Talorc esperaba junto al cadáver con la espada del rey en las manos. Rhiann avanzó como en sueños, dejó que le colocasen la vaina de la espada de su padre sobre las palmas de las manos y entró en el agua para colocarla sobre el cuerpo de su tío.
El agua estaba fría como un témpano, pero Brude parecía resplandeciente. Llevaba finos ropajes y un manto exótico, adornos de ambar, anillos de cristal y de azabache, y la barba enaceitada y trenzada. Su torques era gruesa como una muñeca. Sobre los ojos cerrados reposaban dos monedas de oro galas. Pero cuando Rhiann depositó la vaina de la espada sobre su pecho y rozó su brazo, se sobresaltó al tocar la gélida y pesada carne.
Cuando Rhiann volvió a ocupar su sitio, sintió sobre sí la penetrante mirada de Gelert. Estaba convencida: el druida era capaz de oler el miedo. Le devolvió la mirada con frialdad, pero tan sólo pudo ver el brillo de los ojos de Gelert, que refulgían a través de las hendiduras de su máscara de caballo, bajo unas crines teñidas con ocre.
Cuando Linnet depositó la espada del rey en el barco funerario, Gelert cogió una antorcha encendida y apeló a Lugh, el de la Lanza Brillante, para que iluminase el camino del soberano hacia las Islas Bienaventuradas. Saltaron algunas chispas que se apagaron al tocar el agua y cuando los primeros rayos de sol acariciaban por fin las lomas, Gelert bajó el brazo y prendió fuego a la pira acumulada bajo el cadáver del rey.
Las llamas se apoderaron del aire con un rugido favorecido por la brea que empapaba las nueve maderas sagradas y, en respuesta a las lenguas hambrientas del fuego, las mujeres de la tribu volvieron a aullar y las arpas y las flautas sonaron de nuevo. Los guerreros golpearon ruidosamente las espadas contra los escudos de cuero, ahogando el sonido de los tambores druidas.
Gelert hizo una señal hacia los
curraghs
que estaban amarrados al barco del rey. Los remeros bogaron con fuerza y las sogas se tensaron. El barco del rey abandonaba la orilla para realizar su último viaje.
Rhiann tenía la mirada fija en el humo, pero no lo veía.
El rey se ha ido.
Desesperada, quiso estirar el brazo y alcanzar el barco para hacerlo volver; levantar el cuerpo del rey, oírle reír de nuevo, escuchar otra vez su voz tronante.
Se ha ido.
Los
curraghs
cortaron las amarras y regresaron apresuradamente a la orilla. Muy pronto, el barco en llamas, oscurecido por el humo, no fue más que una mota en la inmensidad de las aguas. El miedo se apoderó de Rhiann y con él, la imagen febril de un hombre, el esposo al que aún no conocía, tendido sobre ella, asfixiándola con su repugnante barba, apestando a carne y a sudor y a cerveza… Se tambaleó ligeramente, presa del horror. Cómo hacer frente a un ataque como aquél, noche tras noche, durante el resto de su vida. No, no podría soportarlo.
No lo haré,
se dijo, con determinación.
Les daré lo que quieren y luego me iré. ¡O moriré!
Y entonces, ocurrió algo que acabó con estos oscuros pensamientos con un solo fogonazo. Algo… imposible.
Un destello de rojo y oro brilló durante el tiempo que dura un latido, hendiendo el humo. Rhiann entornó los ojos. A continuación, la brisa aclaró la bruma durante un breve instante y, en la distancia, de nuevo el destello, tan refulgente que hacía daño. Por la Diosa, ¿qué era aquello?
Los cánticos y los aullidos cesaron bruscamente. Declan, el vidente, se abrió paso hasta Gelert. Todos los presentes estaban boquiabiertos y con la vista fija en el mar. Pero aquel silencio pasmoso duró tan sólo un momento. Al poco, un rumor creciente recorrió la multitud, extendiéndose como la espuma sobre la arena. Guando el destello apareció por tercera vez, el rumor ganó en volumen y en inquietud. El tiempo se detuvo, suspendido sobre el viento helado de la mañana.
Pero aquel día la muerte lo impregnaba todo, y el miedo y la tensión crecieron. Por fin, el primer grito de terror se elevó en el aire. Lo oyeron todos los presentes.
—¡El Sol vuelve a salir por el Oeste! ¡Los dioses han llegado!
—¡Un presagio! —gritó otro.
El pánico se extendió rápidamente, prendiendo en la multitud como una chispa en la yesca.
—Los dioses están furiosos —chilló una mujer—. ¡Oh, piedad, piedad!
Los guerreros cogían las lanzas de manos de los portadores de escudos y desenvainaban sus espadas, sin saber si debían hacer frente a una amenaza de Este Mundo o del Otro Mundo. Bramando, Talorc les ordenó formar una línea de cara al mar. Los druidas se apiñaron en torno a Declan y a Gelert. Guando Rhiann sintió que Linnet cogía su mano y cerraba los ojos a fin de convocar una visión, ella hizo lo mismo, orientando los sentidos hacia la extraña luz.
Por favor, Madre, aunque sólo sea por esta vez, ¡permíteme ver!
Contuvo la respiración… y entonces, una imagen vibrante cobró vida en su mente. El ojo del espíritu, situado sobre la frente, brilló de dolor. Rhiann dio un respingo, procurando vislumbrar bien aquella imagen. Mientras lo hacía, su sobresalto se convirtió en un grito de estupor. Porque lo que se avecinaba no era, como la gente temía, un sol del Otro Mundo, sino algo mucho peor. El destello que habían visto era el reflejo del sol sobre armas y petos. Se acercaba un barco cargado de guerreros resplandecientes de la cabeza a los pies y con las espadas desenvainadas.
A medida que cobraba conciencia de lo que estaba sucediendo, el terror empezó a correr por las venas de Rhiann con la fuerza de un torrente. Su miedo era tan intenso que acabó por cortarle la respiración. ¡
Una incursión! ¡Cómo he podido dejar que se acercasen tanto otra vez!
A continuación, un nuevo pensamiento.
¡No! La sangre en la arena…, los gritos… No, Madre, no…
Oyó un largo gemido y,se percató de que provenía de su propia garganta. Junto a ella, Linnet se mecía sobre sus pies. Agarraba a Rhiann cada vez con más fuerza, hasta que la carne se le adormeció.
La imagen que se había formado tras los ojos de Rhiann se hizo más clara. En la proa del barco había un hombre joven, moreno, de piel también morena y despejada, sin los tatuajes azules que adornaban a los hombres de la tribu. Y llevaba la barba rasurada. Un
gael
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de Erín.
Vestía un manto verde echado hacia atrás que dejaba al descubierto una inmensa torques de oro, y bajo las mangas de su túnica bordada, en sus antebrazos, brillaban unos anillos anchos. El peto, que llevaba sobre la túnica, era bruñido y refulgía, y en la frente brillaba el fuego verde de una joya. En una mano sostenía una espada con la hoja desnuda, en la otra, un escudo carmesí, decorado con la imagen de un jabalí.
Por fin, Rhiann abrió los ojos, deseando que aquello no fuera más que un sueño. Pero allí estaba. Oh, Diosa, era real.
El barco se hallaba tan cerca que hasta los epídeos sin poderes para ver visiones eran capaces de discernir por sí mismos lo que los dioses les habían deparado: una nave maltrecha y con el mástil quebrado que transportaba a un grupo de hombres de fieras miradas.
Y se acercaban a la orilla.
En un instante, el pánico se adueñó de la playa. Las mujeres cogían en brazos a sus hijos y se precipitaban hacia las lomas que asomaban a la playa. Los viejos andaban a empellones, torpemente, tropezándose, con las piernas entumecidas por la edad y por el frío. Rhiann permaneció inmóvil, como si hubiera echado raíces, con una acusada debilidad en las rodillas. Trató de girar sobre sus talones, pero estuvo a punto de caer. Lo impidieron los firmes brazos de Linnet.
—No ocurre nada —murmuró Linnet, como si apaciguara a una potrilla—. No corremos peligro, hija. No corremos peligro.
Rhiann trató de respirar profundamente, pero el pánico había calado en ella y apenas dejaba espacio a sus pulmones. Los bordes de su campo de visión temblaron y su vista se nubló.
—¡Quietos!
El bramido de Gelert rasgó el aire. Inspiraba tanto miedo en su pueblo que la marea humana que corría por la playa se detuvo en seco. El gran druida se despojó de su máscara y se la entregó a Declan. Con su blanca melena al viento, volvió a coger el cayado de roble y lo elevó hacia el cielo. Aunque anciano, era un hombre formidable. Por primera vez, Rhiann casi sintió gratitud al contemplar el poder de intimidación del druida.
Los
gael
habían dejado de remar y el barco estaba al pairo. El manto de su jefe se recortaba contra el cielo como la primera brizna de hierba después de la nieve invernal. Y entonces el jefe levantó la mano y separó los dedos. Era un signo de paz. El que empleaban los comerciantes al arribar a tierras extrañas.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Gelert a voz en cuello, levantado el cayado. Su voz resonó con claridad sobre las aguas—. ¡Perturbas el viaje de un alma hacia el Oeste!
—¡Soy un príncipe de Erín! —respondió el hombre. Su voz era grave y hermosa; su lengua, parecida al albano, aunque con un acento peculiar—. Hemos venido a negociar un tratado de comercio, pero nos sorprendió la tormenta. Por favor, permitidnos desembarcar y hablaremos.
A Rhiann todavía le daba vueltas la cabeza, pero las palabras del
gael
penetraron la neblina de estupor en la que estaba sumida. Aquellos hombres no eran saqueadores, por bien pertrechados que fueran. En sus incursiones, los saqueadores cogían a sus víctimas por sorpresa, jamás se aproximaban a una playa defendida por guerreros con lanzas, ni intercambiaban palabras hermosas. Pese a todo, le temblaban los hombros.
Gelert se aproximó a Declan y ambos conversaron por unos instantes. Luego, el gran druida volvió a dirigirse al barco.
—Puedes desembarcar, hombre de Erín —concedió—, pero sólo si me juras por lo que sea para ti más sagrado que no nos harás daño.
Sin vacilar, el
gael
levantó la espada en la palma de las manos.
—Por el honor de mi padre y el de Hawen, el Gran Jabalí, dios de nuestra tribu, juro que no alzaremos nuestras armas contra vosotros. —Volvió a bajar la espada y esbozó una sonrisa llena de picardía, lo cual, teniendo en cuenta la severidad de su expresión, resultaba sorprendente—. ¡Estad seguros! No iría ataviado de esta forma si quisiera atacar, honorable druida. Sólo os pido que nos perdonéis por interrumpir vuestra ceremonia.
En torno a Rhiann, muchos que habían llorado hasta momentos antes comenzaron a susurrar y en sus voces había una nota… ¿de admiración?
Gelert se quedó mirando al
gael,
impasible, mientras el barco se acercaba a la playa, empujado por las olas y la marea.
—¡Así sea, bravo príncipe! Tendréis que entregarnos vuestras armas como garantía, hasta que os agasajemos.
La sonrisa del extranjero se disipó y un murmullo recorrió su barco, pero él los acalló con un gesto. Rhiann advirtió cómo le obedecían al instante, pese a que muchos de ellos eran mayores que él.
—Mis hombres entregarán sus armas —repuso por fin el
gael,
con la mandíbula tensa. Su sonrisa picara se había desvanecido tan bruscamente como llegó—. Y podéis tomar mis lanzas, aunque no mi espada. La aprecio más que a mi vida —dijo, guardando el arma en una vaina con punta de bronce. El ruido metálico que hizo al enfundarla resonó por encima de las olas—. Si la toco, derribadme. Juro que ninguno de mis hombres hará nada por salvarme.
Los demás
gael
se estremecieron al oír esto, pero guardaron silencio. Evidentemente, confiaban en él. Era una medida inteligente. Sin provocación, ningún guerrero epídeo podría herirle sin perder su honor. Y, por supuesto, los hombres valoraban su honor incluso más que a sus caballos.
Gelert asintió con parsimonia.