—Estoy seguro de que mi primo entiende que tenemos poco tiempo para estas… cortesías. Remad con nosotros a Dunadd. Allí os recibiremos como es debido y podremos continuar charlando dijo Gelert, y Eremon sintió que su fría mirada le recorría de pies a cabeza.
Atrapado en la red del viejo druida, el príncipe de Erín sintió un impulso repentino e infantil de convocar a sus hombres y salir corriendo. Pero ¿salir corriendo adónde? Tal descortesía tan sólo le valdría para concitar las mayores sospechas. No, pensar en huir era una tontería. Debía confiar en el Jabalí. Incumplir las leyes de la hospitalidad sería algo inaudito. Además, aquellas gentes no eran salvajes, en absoluto, a pesar de lo que les había dicho el pescador.
—Gracias, iremos gustosamente —dijo, casi sin pensar—. Pero ¿es necesario ir por mar? —Le resultaba imposible olvidar la desagradable tormenta.
Gelert sonrió ligeramente, como si se percatara de que a Eremon el recuerdo del viaje recién concluido le revolvía las tripas.
—Estamos en una isla. Dunadd se halla al Este, al otro lado del estrecho. Unos guías os acompañarán: la Bahía de las Islas está llena de rocas. Talorc se encargará de todo. —El druida se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo—. Una cosa más. No se nos permite hablar del difunto durante una luna. Respeta nuestra costumbre y no hagas preguntas.
Eremon asintió con gesto grave.
En cuanto Gelert se hubo marchado, el aire pareció más ligero. Talorc dio a Conaire una palmadita en el hombro y se puso en pie.
—Me voy —dijo. Al contrario que los del druida, sus ojos, del pálido azul del cielo del invierno, carecían de malicia—. Nuestros sirvientes aún tardarán un rato en terminar los preparativos. ¡No malgastéis la cerveza!
Eremon se alegró de que el día se hubiera levantado tan sereno y despejado, porque sus hombres estuvieron a punto de amotinarse cuando les dijo que debían volver al barco.
—Ésto es una isla —explicó mientras se arracimaban en torno al fuego de la choza, con las copas en las manos. Talorc había salido para hablar con los nobles epídeos—. No hay más remedio.
—¿Cómo sabemos que podemos confiar en ellos? —preguntó Finan, tan hosco como siempre.
—Nos protegen las leyes de la hospitalidad —repuso Eremon, transmitiendo más confianza de la que en realidad sentía—. No las violarán. Y hay algo más —añadió, apurando la cerveza—. Piensan que van a venir más de los nuestros y que mi padre es un gobernante poderoso. No creo que quieran arriesgarse a iniciar una contienda contra un rey.
Lo harán cuando sepan que tal rey no existe —dijo Colum, limpiando espuma de cerveza de su barba de tres días.
En ese caso, nos aseguraremos de que no lo sepan. Escuchad, sin aliados, sólo el Jabalí sabe cuánto tiempo podríamos resistir como fugitivos, obligados a defender nuestras vidas en lugar de aumentar nuestra fuerza. ¿Como voy a recuperar mi reino si continuamos huyendo? —preguntó Eremon, y miró a sus guerreros uno por uno. Nadie le respondió.
Abandonaron la choza y cruzaron la playa hasta su maltrecha embarcación bajo la mirada suspicaz de los guerreros epídeos y los ojos curiosos de sus mujeres. De camino, un resplandor surgido de las rocas que rodeaban la bahía llamó la atención de Eremon, que se detuvo mientras sus hombres seguían caminando. ¡Los epídeos estaban quemando los
curraghs
pintados!
Aunque nacido y educado como guerrero, el príncipe de Dalriada siempre sintió, al menos a ojos de su padre, una muy poco viril atracción por los misterios de los druidas. De haber sido un hombre del pueblo, habría seguido esa senda, por mucho que las palizas de Ferdiad le hubieran obligado a renunciar a tales inclinaciones. De modo que se detuvo y contempló la quema de los
curraghs.
La destrucción de algo tan hermoso le intrigaba.
De repente, se dio cuenta de que, muy cerca de él, otra figura observaba. Alguien con el aire inconfundible de un druida, envuelto en un manto color zafiro y encapuchado. Llevado por un impulso, abrió la boca para preguntar por qué estaban quemando aquellos botes y qué significaban los símbolos que los adornaban.
Pero antes de pronunciar palabra, el druida giró la cabeza y le miró. Tenía los ojos azules y extraordinariamente penetrantes, el semblante blanco y un aura de cabello extraordinaria.
—No me pongas las manos encima, hombre de Erín.
La voz de la mujer, porque se trataba de una mujer, le traspasó como una astilla de hielo. Nadie le había mirado así en toda su vida, con unos ojos en llamas desde un rostro de tan tensa frialdad. Las mujeres no miraban así. A él no. Tragó saliva y se quedó quieto como un idiota. La mujer se protegió con su manto y se marchó.
Por los dioses, ¿he insultado a una druidesa? ¿Cómo? ¿Por qué?
Conaire se aproximó a su lado.
—¡Eremon, te estaba llamando! Ya tenemos guías, y nos están esperando.
Un sonoro eructo resonó en los oídos de Eremon. Conaire se interrumpió, observando la esbelta figura que se alejaba por la playa. Miró a Eremon entornando los ojos y se rió.
—Ya veo que no pierdes el tiempo, hermano.
Eremon se encogió de hombros y siguió a Conaire, esforzándose por olvidar el incidente. Su barco estaba ya a flote, en los bajíos. Uno de los guías epídeos daba instrucciones a algunos de sus hombres a fin de que la embarcación no se moviera demasiado mientras los demás subían a bordo.
Unos niños curiosos jugaban en la orilla. Algo más allá, unas jóvenes miraban a Eremon con interés y hablaban entre sí tapándose la boca con las manos. El príncipe entró en el agua y dejó su espada en el barco con cuidado. Cuando saltó la borda, el murmullo de las mujeres se hizo más intenso. Uno de los guías epídeos le miró con hosquedad.
—No estoy familiarizado con el dialecto local —dijo Eremon con amabilidad, mientras guardaba su espada y se colocaba a los remos—. ¿Qué dicen?
—Le llaman Mac Greine, señor —dijo el hombre, con un tono de mofa en su voz no del todo contenido. Evidentemente, tenía en muy poco las fantasías de las mujeres.
Mac Greine, Hijo del Sol. Eremon no sabía si sentir satisfacción o bochorno, porque ése era un nombre que se daba al dios Lugh, el de la Lanza Brillante. Pero se encogió de hombros. Había que ser prácticos. Si causaba asombro entre los epídeos, tanto mejor.
Y aunque lamentaba haber importunado a la druidesa, que algunos de ellos le temieran podía resultarle muy favorable.
Los barcos de Alba estaban hechos de troncos y eran tan delgados y afilados como puntas de lanza. Las proas estaban pintadas con figuras de animales, sobre todo de caballos. ¿Qué había dicho Talorc mientras tomaban cerveza?
Somos el pueblo del caballo.
Una noble criatura, en verdad.
Ojalá,
se dijo Eremon, aquella tribu estuviera a la altura de su tótem.
Pese a sus preocupaciones, el príncipe no podía evitar cierta excitación. Tras él había dejado una inmensa tiniebla y era presa de un enorme dolor al que tendría que enfrentarse muy pronto, demasiado pronto, pero de momento, sin embargo, se encontraba inmerso en una aventura que transcurría en tierras desconocidas, con el sol del nuevo día en la cara y espadas a ambos lados. Sólo el Jabalí sabía qué glorias podría depararle aquel viaje, qué nuevos caminos podría abrir…
Tranquilízate, chico. Concéntrate únicamente en volver a casa.
Tenía la vista fija en el Oeste, en dirección a Erín, que se encontraba más allá del horizonte… Erín, su tierra, su amor, con sus suaves y verdes colinas y sus agradables brisas. Sintió una punzada de melancolía, a la que se esforzó por cerrar las puertas de su espíritu. No podía volver, todavía no. Llegaría la hora, algún día, en el momento oportuno, bajo circunstancias más apropiadas.
Cruzó la mirada con el segundo guía epídeo, más amistoso que el primero. Tenía la piel surcada de arrugas y quemada por el sol, y padecía la bizquera característica de quien se pasa la vida faenando en la mar. Tal vez fuera pescador.
—¿Qué isla es ésta? —preguntó Eremon.
El hombre sonrió, satisfecho de sentirse superior.
—La isla del Ciervo.
—Ah. —Eremon entornó los ojos para ver mejor los robles y castaños que poblaban las cañadas de la isla—. He oído hablar de este lugar incluso en Erín. Tengo entendido que la caza es excepcional.
Al oír la palabra «caza», Cù erizó las orejas y miró a Eremon con un ansia que tan sólo igualaba el rostro de Conaire.
—¿Es eso cierto, compañero? —preguntó Conaire.
El guía asintió.
—Una buena mañana de caza con el perro es justo lo que necesito para apaciguar mis tripas —dijo Conaire, complacido—. ¿Cuándo podemos ir?
Eremon sonrió.
—Primero vamos a Dunadd.
—Yo os llevaré de caza —prometió el pescador, fijándose en los brazos de Conaire con envidia mal disimulada—. En esos bosques los jabalíes son tan grandes que incluso tú, joven gigante, tendrás problemas para derribarlos.
—¡Los dioses os han bendecido con muchas riquezas! —exclamó Conaire.
El hombre se encogió de hombros, pero se había sonrojado de puro orgullo.
—Estamos bajo la protección de Rhiannon y de Manannán. Rhiannon es la Señora de los Caballos, quien monta la Yegua Blanca. Nos ha dado las mejores montañas de Alba. Manannán llena de peces nuestras redes y nos trae comerciantes.
—Nosotros también adoramos a nuestro señor Manannán —intervino Aedan.
El pescador, que iba sentado en uno de los bancos de los remos, se giró para ver quién se dirigía a él y lo miró de la cabeza a los pies.
—¿Es verdad eso? Pero apuesto a que no habéis visto el ojo de Manannán, como yo he hecho, bardo. Está cerca, quizá oigáis su rugido.
Aedan, el de las mejillas rosadas, palideció, al tiempo que sus ojos, de color gris, se agrandaron.
—¿Un ojo que ruge? —susurró—. ¿Qué es eso?
—Un remolino —respondió el pescador— que te succiona para escupirte en el Otro Mundo. Jamás regresarías, tenlo por seguro.
Aedan palideció todavía más y Eremon lo miró con afecto y no poca frustración. Habría preferido no contar con él, porque aquella expedición no era para pusilánimes, pero Aedan saltó al barco mientras combatían por salir de Erín y habría sido imposible hacerle bajar. «¡Partes hacia la gloria, señor!», había dicho. «Y yo estaré allí para cantar tus alabanzas y para que tus hazañas se conozcan en toda Erín. ¡No conocerás el olvido!». Una lluvia de flechas de los hombres de Donn había interrumpido este discurso conmovedor y, en el apremio de la huida, no hubo tiempo para discutir. Ahora Aedan estaba en Alba y debía cumplir su papel, de modo que Eremon le miró a lo ojos, con la esperanza de que su mirada pudiera transmitir lo que sus palabras no podían. Aedan, ¿por qué no cantas algo para animar a los hombres? Así su cabeza dejará de estar tan pendiente de su tripa.
Felizmente, Aedan se puso en pie y se unió a los hombres de Eremon, que estaban a popa. Muy pronto estaba tañendo ya su arpa. Tocó bien, pero lejos de sus mejores momentos.
Al primer golpe de remo, se rompieron las ampollas más recientes de las manos de Eremon, que tuvo que apretar los dientes a causa del dolor. Luego, en cuanto el barco comenzó a deslizarse sobre las olas, sintió un cosquilleo en la nuca. Giró la cabeza para mirar la embarcación que les precedía y vio una proa blanca en forma de cisne y, junto a ella, una figura envuelta en un manto azul. No tardaron en abandonar el abrigo de las rocas y salir a mar abierto, donde las olas golpearon la proa de su propio barco en medio de una creciente brisa y una cascada de agua helada resbaló sobre sus manos.
A su lado, Conaire soltó una carcajada.
—¿Sabes? Creo que podría acostumbrarme a esto.
Desde la inesperada llegada de los
gael,
Linnet estaba taciturna. Rhiann había hablado con ella en la playa, pero parecía desganada, con la cabeza en otra parte. De modo que, cuando zarparon, Rhiann se sentó junto a la proa en forma de cisne de su barco y se sumió en sus propios pensamientos.
Con la vista clavada en el agua, se preguntó una vez más cómo era posible que, con todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, Linnet pudiera haberse
emocionado.
A Rhiann, los extranjeros únicamente le inspiraban miedo —todavía podía recordar el enorme temblor que se había apoderado de sus extremidades—. Y luego aquel bruto embustero que había estado a punto de tocarla. Se estremecía sólo de pensarlo, pese a la calidez del Sol en su cara, y se obligó a sentarse algo más erguida.
Estaba deseando salir a mar abierto, porque el mar siempre la tranquilizaba. Cuando las aguas cristalinas dieron paso a otras de un azul muy intenso, casi negro, manchadas de algas aquí y allá, Rhiann aspiró profundamente el aire salado y lo fue dejando escapar muy lentamente. Cada vez se sentía menos capaz de mantener el dominio de sí misma al que estaba obligada en público. Sólo deseaba estar en su choza, donde podía meterse en la cama y ahuyentar los pensamientos que la acosaban.
Un chillido descendió desde el cielo sobre las embarcaciones. Rhiann levantó la vista y vio a un ave zancuda, que volaba, lentamente, hacia los pantanos que rodeaban Dunadd. Fue un graznido lúgubre, solitario, y Rhiann trató de perderse en él, de que su espíritu remontase el vuelo y se uniese al pájaro. Durante un momento, estuvo a punto de lograrlo y comenzó a alejarse de su cuerpo y sus heridas…
A continuación se dio cuenta de que, en realidad, su mente seguía firmemente anclada en su cráneo y de que sus ojos no se apartaban del barco que avanzaba justo a continuación del suyo, el que llevaba a los hombres de Erín. Estaba lo suficientemente cerca de él para ver los brillos cobrizos del cabello oscuro del jefe, en el que se reflejaba el Sol de la mañana. Y, una vez más, recordó el pavor que se había apoderado de ella cuando había hecho ademán de tocarla.
Un guerrero que mentía. Un asesino de niños, un violador, como todos los demás.
De pronto, vio que el hombre giraba la cabeza y miraba en su dirección, como si la hubiera oído. ¡Imposible!
Frunció el ceño y miró hacia otra parte, hacia la lejanía, donde se divisaba la bruma azul de los montes de tierra firme y el Sol, que entraba en la ancha hendidura que daba paso a la llanura de Dunadd. Cuando giró de nuevo la cabeza, el extranjero no era más que una mancha borrosa de color verde y bronce titilante que se balanceaba sobre las aguas.