—¡Está completamente fuera de lugar! ¡Un Portavoz de los Muertos es llamado por una especie de hereje medio loco y de repente nos enfrentamos a una emigración forzada!
—Mi amado padre, las cosas siempre han sido así entre la autoridad seglar y la religiosa. Tenemos que ser pacientes, aunque no sea por otra razón más que por ésta: ellos tienen toda la fuerza.
Navio frunció el ceño ante esto.
—Puede que tengan la fuerza, pero nosotros tenemos las llaves del cielo y del infierno —dijo el obispo.
—Y estoy seguro de que la mitad del Congreso Estelar ya se relame de ganas. Mientras tanto, quizá yo pueda ayudar a aliviar el dolor de este tiempo hostil. En vez de tener que retractarse públicamente de sus observaciones anteriores (sus estúpidas, destructivas y retorcidas observaciones), hagamos saber que ha instruido a los Filhos da Mente de Cristo para que soporten la onerosa carga de contestar las preguntas del infiel.
—Puede que no conozca usted todas las respuestas que quiere —dijo Navio.
—Pero podemos averiguar las respuestas para él, ¿no? Quizás así la gente de Milagro no tendrá que responderle nunca directamente; en cambio, hablarán solamente a inofensivos hermanos y hermanas de nuestra orden.
—En otras palabras —dijo Peregrino secamente —, los monjes de su orden se convertirán en servidores del infiel.
Dom Cristão cantó su nombre silenciosamente otras tres veces.
Ender no se había sentido más claramente en territorio enemigo desde que pasó su infancia con los militares. El camino que llevaba a la colina desde la praça estaba desgastado por los pasos de los pies de muchos adoradores, y la cúpula de la catedral era tan alta que, excepto en algunos lugares en lo más empinado de la cuesta, era visible todo el tiempo desde la colina. La escuela primaria estaba a la derecha, construida en forma de terraza en la ladera; a la izquierda estaba la Vila dos Professores, llamada así por los maestros, aunque en realidad estaba habitada por los jardineros, conserjes, empleados y otros cargos. Los profesores que vio Ender llevaban todos las túnicas grises de los Filhos, y le miraron con curiosidad mientras pasaban por su lado.
La enemistad empezó cuando llegó a la cima de la colina, una amplia, casi plana extensión de césped y jardín inmaculadamente cuidado, con ordenados parterres formando senderos. «Éste es el mundo de la Iglesia —pensó Ender —, todo en su sitio y ninguna mala hierba.» Era consciente de las muchas miradas que se le dirigían, pero ahora las sotanas eran negras o naranjas, sacerdotes y diáconos cuyos ojos brillaban malévolos de la autoridad que mantenían bajo amenazas. ¿Qué es lo que os robo al venir aquí?, les preguntó Ender en silencio. Pero sabía que su odio no era inmerecido. Era una hierba salvaje creciendo en el jardín bien cuidado; donde se detenía amenazaba el desorden, y muchas flores hermosas morirían si echaba raíces y chupaba la vida de su suelo.
Jane charlaba amigablemente con él, tratando de provocarle para que contestara, pero Ender rehusaba caer en su juego. Los sacerdotes no le verían mover los labios; había una considerable facción en la Iglesia que consideraba los implantes como el que llevaba en el oído un sacrilegio, al tratar de mejorar un cuerpo que Dios había creado perfecto.
—¿Cuántos curas puede soportar esta comunidad, Ender? —dijo ella, haciendo como que se maravillaba.
A Ender le habría gustado replicarle que ella ya tenía el número exacto en sus archivos. Uno de sus placeres era decir cosas molestas cuando él no estaba en posición de contestarle o reconocer públicamente que ella le hablaba al oído.
—Zánganos que ni siquiera se reproducen. Si no copulan, ¿no demanda la evolución que se extingan?
Por supuesto, sabía que los sacerdotes hacían la mayor parte del trabajo administrativo y público de la comunidad. Ender pensó sus respuestas como si pudiera expresarlas en voz alta. Si los sacerdotes no estuvieran aquí, entonces serian los miembros del gobierno, o grupos de negocios, o corporaciones o cualquier otro grupo quienes se expanderían para tomar la carga. Alguna jerarquía rígida emerge siempre como la fuerza conservadora de una comunidad, manteniendo su identidad a pesar de las constantes variaciones y cambios que la amenazaban. Si no hubiera ningún abogado de la ortodoxia, la comunidad se desintegraría inevitablemente. Una ortodoxia poderosa es molesta, pero es esencial para la comunidad. ¿No había escrito esto Valentine en su libro sobre Zanzíbar? Comparaba la clase sacerdotal con el esqueleto de los vertebrados…
Sólo para demostrarle que podía anticipar sus argumentos antes incluso de que pudiera decirlos en voz alta, Jane proporcionó la cita; implacable, habló con la voz de Valentine, que había almacenado obviamente para atormentarle.
—Los huesos son duros y parecen muertos y óseos, pero al agruparse a su alrededor, el resto del cuerpo ejecuta los movimientos de la vida.
El sonido de la voz de Valentine le lastimó más de lo que esperaba, ciertamente más de lo que Jane había pretendido. Advirtió que era su ausencia lo que le hacía tan sensible a la hostilidad de los sacerdotes. Había soportado las dentelladas de los calvinistas, había caminado filosóficamente desnudo entre los carbones ardientes del Islam, y los fanáticos Shinto le habían cantado amenazas de muerte en su ventana de Kyoto. Pero Valentine había estado siempre cerca, en la misma ciudad, respirando el mismo aire, afligida por el mismo clima. Le inspiraba valor al partir; él regresaba en busca de consuelo y su conversación encontraba sentido incluso a sus fallos, dándole pequeñas notas de triunfo incluso en la derrota. La dejé hace apenas diez días y ya siento su falta.
—A la izquierda, creo —dijo Jane. Afortunadamente, ahora usaba de nuevo su propia voz —. El monasterio está en el ala oeste de la colina, vigilando la Estación Zenador.
Ender pasó junto a la faculdade, donde los alumnos estudiaban las ciencias superiores a partir de los doce años. Y allí estaba esperando el monasterio. Sonrió ante el contraste entre la catedral y el monasterio. Los Filhos eran casi inofensivos en su repudio de la opulencia. No era extraño que la jerarquía les temiera, dondequiera que fueran. Incluso el jardín del monasterio era un argumento rebelde… todo estaba abandonado y formaba matojos de hierba sin cortar.
El abad se llamaba Dom Cristão, por supuesto; se habría llamado Dona Crista si hubiera sido una abadesa. En este lugar, como sólo había una escola baixa y una faculdade, había sólo un encargado; con elegante simplicidad, el marido dirigía el monasterio y la esposa las escuelas, envolviendo todos los asuntos de la orden en un solo matrimonio. Ender le había dicho a San Ángelo al principio que era la cima de la pretensión y no de la humildad, el que los jefes de los monasterios y las escuelas se llamaran «Don Cristiano» o «Doña Cristiana», arrogándose un titulo que debería pertenecer a todos los seguidores de Cristo indistintamente. San Ángelo solamente había sonreído, porque eso era, precisamente, lo que tenía en mente. Arrogante en su humildad, eso era, y ésa era una de las razones por las que Ender le amaba.
Dom Cristão salió al patio para saludarle en vez de esperarle en su escritorio: parte de la disciplina de la orden era la de molestarse uno deliberadamente en favor de aquellos a quienes se sirve.
—¡Portavoz Andrew! —exclamó.
—¡Dom Ceifeiro! —dijo Ender a su vez. Ceifeiro (segador), era el título que la orden daba al oficio de abad; los encargados de las escuelas eran llamados aradores, y los monjes maestros semeadores, sembradores.
El Ceifeiro sonrió al ver que el Portavoz rehusaba su título común, Dom Cristão. Sabía lo difícil que era requerir que otra gente llamara a los Filhos por sus títulos y sus nombres compuestos. Como decía San Ángelo: «Cuando te llaman por tu título, admiten que eres cristiano; cuando te llaman por tu nombre, un sermón sale de sus propios labios.» Tomó a Ender por los hombros, sonrió y dijo:
—Sí, soy el Ceifeiro. ¿Y qué es usted para nosotros… nuestra mala hierba?
—Intento ser un tizón adondequiera que voy.
—Tenga cuidado, entonces, o el Señor de los Cosechas le quemará con las cizañas.
—Lo sé, la condenación está sólo a un suspiro de distancia, y no hay esperanza de que me arrepienta.
—Los sacerdotes se arrepienten. Nuestro trabajo es enseñar a la mente. Es bueno que haya venido.
—Fue bueno que me invitara. Me han obligado a tomar unas medidas de fuerza para lograr que alguien converse conmigo.
El Ceifeiro comprendía, por supuesto, que el Portavoz sabía que la invitación se debía solamente a su amenaza inquisitorial. Pero el Hermano Amai prefería mantener la conversación en términos alegres.
—Venga, ¿es cierto que conoció a San Ángelo? ¿Es usted el mismo que Habló en su muerte?
Ender hizo un gesto hacia los altos matojos que sobrepasaban el muro del patio.
—Habría aprobado el desarreglo de su jardín. Le encantaba provocar al cardenal Aquila, y sin duda su obispo Peregrino también arruga la nariz de disgusto por su mantenimiento.
Dom Cristão retrocedió.
—Conoce demasiados secretos nuestros. Si le ayudamos a encontrar respuestas a sus preguntas, ¿se marchará?
—Hay esperanza. El máximo tiempo que me he quedado en un lugar desde que empecé a servir como Portavoz ha sido el año y medio que he estado viviendo en Reykiavik, en Trondheim.
—Desearía que nos prometiera una estancia igualmente breve aquí. No por mí, sino por la paz interior de aquellos que llevan sotanas mucho más importantes que la mía.
Ender dio la única respuesta sincera que podría ayudar a tranquilizar la mente del obispo.
—Prometo que si alguna vez encuentro un lugar en donde asentarme, dejaré mi título de Portavoz y me convertiré en un ciudadano productivo.
—En un lugar como éste, eso incluiría convertirse al catolicismo.
—San Ángelo me hizo prometer hace años que si alguna vez me convertía a alguna religión, sería a la suya.
—De alguna manera, eso no parece una profesión de fe sincera.
—Es porque no tengo ninguna.
El Ceifeiro se rió como si lo supiera por experiencia, e insistió en mostrarle a Ender el monasterio y las escuelas antes de tratar sobre sus preguntas. A Ender no le importó: quería ver hasta dónde habían llegado las ideas de San Ángelo en los siglos que habían pasado desde su muerte. Las escuelas parecían bastante agradables, y la calidad de la educación era alta; pero oscureció antes de que el Ceifeiro le llevara de vuelta al monasterio y le hiciera pasar a la pequeña celda que compartían él y su esposa, la Aradora.
Dona Cristã ya estaba allí, creando ejercicios gramaticales en el terminal situado entre las dos camas. Esperaron hasta que encontró un punto en el que pararse antes de hablarle.
El Ceifeiro lo presentó como el Portavoz Andrew.
—Pero parece que le cuesta trabajo llamarme Dom Cristão.
—Lo mismo le pasa al obispo —dijo su esposa —. Mi nombre verdadero es Detestai o Pecado e Fazei o Direito —Ender tradujo: Detesta el pecado y haz el bien —. El nombre de mi marido tiene una abreviatura encantadora: Amai, amaos. ¿Pero el mío? ¿Puede imaginarse gritarle a un amigo Oi! Detestai! —los tres se echaron a reír —. Amor y Repulsa, eso es lo que somos, marido y mujer. ¿Cómo me llamará, si el nombre de Cristiana es demasiado bueno para mí?
Ender le miró a la cara, que empezaba a mostrar arrugas y que alguien más crítico que él consideraría vieja. Sin embargo, había una alegría en su sonrisa y un vigor en sus ojos que la hacían parecer mucho más joven, aún más que Ender.
—Le llamaría Beleza, pero su marido me acusaría de flirtear con usted.
—No, él me llamaría Beladona… de la belleza al veneno en un chiste un poco molesto. ¿No es verdad, Dom Cristão?
—Es mi trabajo hacer que seas humilde.
—Y es el mío mantenerte casto —respondió ella.
Ender no pudo evitar mirar de una cama a otra.
—Ah, otro que siente curiosidad sobre nuestro matrimonio célibe —dijo el Ceifeiro.
—No —dijo Ender —. Pero recuerdo que San Ángelo urgía a que marido y mujer usaran una sola cama.
—La única manera en que podríamos hacer eso —dijo la Aradora —, es si uno de nosotros durmiera durante la noche y el otro durante el día.
—Las reglas deben adaptarse a la fuerza de los Filhos da Mente —explicó el Ceifeiro —. No hay duda de que algunos pueden compartir la cama y permanecer célibes, pero mi esposa es aún demasiado hermosa, y las ansias de mi carne demasiado insistentes.
—Eso era lo que intentaba San Ángelo. Dijo que la cama de matrimonio debería ser la prueba constante de vuestro amor por el conocimiento. Esperaba que cada hombre y mujer en la orden, después de un tiempo, escogerían reproducirse en la carne así como en la mente.
—Pero en el momento en que hagamos eso —dijo el Ceifeiro —tendremos que dejar los Filhos.
—Es lo que nuestro querido San Angelo no comprendía, porque nunca hubo un auténtico monasterio de la orden durante su vida —dijo la Aradora —. El monasterio se convierte en nuestra familia, y dejarlo sería tan doloroso como el divorcio. En cuanto las raíces se marchitan, la planta no puede crecer de nuevo sin gran dolor y sufrimiento. Así que dormimos en camas separadas, y así tenemos fuerzas para permanecer en nuestra amada orden.
Ella habló con tanta satisfacción que, contra su voluntad, los ojos de Ender se llenaron de lágrimas. Ella lo vio, se ruborizó y miró hacia otro lado.
—No llore por nosotros, Portavoz Andrew. Tenemos mucha más alegría que sufrimiento.
—Me ha malinterpretado —dijo Ender —. Mis lágrimas no eran debidas a la pena, sino a la hermosura de todo esto.
—No —dijo el Ceifeiro —, incluso los sacerdotes célibes piensan que la castidad en nuestro matrimonio es, como poco, excéntrica.
—Pero yo no —contestó Ender. Por un momento quiso hablarles de su larga estancia con Valentine, tan cerca de él como una amante esposa y, sin embargo, casta como una hermana. Pero pensar en ella le creó un nudo en la garganta. Se sentó en la cama del Ceifeiro y se llevó las manos a la cara.
—¿Pasa algo malo? —preguntó la Aradora.
Al mismo tiempo, la mano del Ceifeiro se posó suavemente en su cabeza.
Ender alzó la cara, intentando combatir el repentino ataque de amor y añoranza por Valentine.
—Me temo que este viaje me ha costado más que ningún otro. Dejé a mi hermana, que viajó conmigo durante muchos años. Se casó en Reykiavik. Para mí ha pasado sólo una semana, pero noto que la echo de menos más de lo que esperaba. Ustedes dos…