—El Señor comió con peores pecadoras que tu madre, y las perdonó. ¿Eres mejor que Él?
—¡Ninguna de las adúlteras que perdonó era su madre!
—Ni la madre de nadie puede ser la Santa Virgen.
—¿Está usted de su lado, entonces? ¿Ha dejado aquí la Iglesia sitio para los Portavoces de los Muertos? ¿Debemos derribar la catedral y usar las piedras para hacer un anfiteatro donde todos nuestros muertos puedan ser criticados antes de enterrarlos en el suelo?
—Soy tu obispo, Estêvao, el vicario de Cristo en este planeta, y me hablarás con el respeto que debes a mi oficio —dijo Peregrino en un susurro.
Quim permaneció en su sitio, furioso, sin hablar.
—Creo que habría sido mejor que el Portavoz no hubiera contado estas historias públicamente. Algunas cosas se comprenden mejor en la intimidad, en el sosiego, para no encontrarnos con sorpresas mientras una audiencia nos observa. Para eso usamos el confesionario, para escudarnos de la vergüenza pública mientras nos debatimos con nuestros pecados privados. Pero sé justo, Estévao. El Portavoz ha contado esas historias, pero todas eran verdad, Né?
—É.
—Ahora, Estêvao, vamos a pensar. Antes de hoy, ¿amabas a tu madre?
—Sí.
—Y esta madre a la que amabas, ¿había cometido ya adulterio?
—Diez mil veces.
—Sospecho que no fue tan libidinosa como para eso. Pero me has dicho que la amabas, aunque era una adúltera. ¿No es la misma persona esta noche? ¿Ha cambiado entre ayer y hoy? ¿O eres tú quien ha cambiado?
—Lo que ella era ayer era mentira.
—¿Quieres decir que porque sentía vergüenza de decirle a sus hijos que era una adúltera, también os estaba mintiendo, mintiendo cuando se preocupaba por vosotros todos estos años en que crecíais, en que confiaba en ti, en que te enseñaba…»
—No ha sido exactamente una madre modelo.
—Si hubiera acudido al confesionario y ganado el perdón por su adulterio, entonces nunca habría tenido que decírtelo. Habrías muerto sin saberlo. No habría sido una mentira, porque habría sido perdonada, no habría sido una adúltera. Admite la verdad, Estêvao. Estás furioso porque te sentiste cohibido delante de toda la ciudad al intentar defenderla.
—Hace usted que me sienta como un idiota.
—Nadie cree que lo seas. Todo el mundo piensa que eres un hijo leal. Pero si eres un auténtico seguidor del Maestro, la perdonarás y dejarás que sepa que la amas más que nunca, porque ahora comprendes su sufrimiento —el obispo miró hacia la puerta —. Tengo una reunión ahora, Estêvao. Por favor, ve a mi habitación privada y reza a la Magdalena para que te perdone.
Más triste que furioso, Quim atravesó la cortina situada detrás del escritorio del obispo.
El secretario abrió la puerta y dejó que el Portavoz de los Muertos entrara en la habitación. El obispo no se levantó. Para su sorpresa, el Portavoz se arrodilló e inclinó la cabeza. Era un acto que los católicos hacían solamente en una presentación pública ante el obispo, y Peregrino no pudo imaginar lo que el Portavoz pretendía con esto. Sin embargo estaba allí, arrodillado, esperando, y por tanto el obispo se levantó de su silla, se acercó a él y le tendió el anillo para que lo besase. Incluso entonces el Portavoz esperó, hasta que finalmente Peregrino dijo:
—Le bendigo, hijo mío, aunque no estoy seguro de si se está burlando de mí.
—No hay burla en mi —dijo el Portavoz, con la cabeza aún inclinada. Entonces miró a Peregrino —. Mi padre era católico. Hacía como que no lo era, por conveniencia, pero nunca se perdonó por su falta de fe.
—¿Está bautizado?
—Mi hermana me dijo que sí. Mi padre me bautizó poco después de que naciera. Mi madre era una protestante de una fe que deploraba el bautismo infantil, así que tuvieron una discusión sobre el tema —el obispo tendió una mano para ayudarle a levantarse —. Imagine. Un católico encubierto y una mormona remisa discutiendo sobre procedimientos religiosos en los que decían no creer.
Peregrino se mostró escéptico. Era un gesto demasiado elegante que el Portavoz resultara ser católico.
—Pensé que los Portavoces de los Muertos renunciaban a todas las religiones antes de iniciar su… digamos, vocación.
No sé lo que hacen los otros. No creo que exista ninguna regla al respecto… ciertamente no las había cuando yo me convertí en Portavoz.
El obispo Peregrino sabía que se decía que los Portavoces no mentían, pero éste desde luego parecía evasivo.
—Portavoz Andrew, no hay lugar en todos los Cien Mundos donde un católico tenga que ocultar su fe, y no lo ha habido en los últimos tres mil años. Ésa ha sido la mayor bendición del viaje espacial, acabar con las terribles restricciones demográficas en la Tierra superpoblada. ¿Me está diciendo que su padre vivió en la Tierra hace tres mil años?
—Le estoy diciendo que mi padre se encargó de bautizarme dentro de la fe católica, y que hice por mi padre lo que él nunca pudo hacer en su vida:
arrodillarme ante un obispo y recibir su bendición.
—Pero ha sido a usted a quien he bendecido… Y sigues eludiendo mi pregunta. Lo que implica que mi suposición sobre la época de tu padre es cierta. Dom Cristão dice que hay más en ti de lo que aparentas.
—Bien —dijo el Portavoz —. Necesito la bendición más que mi padre, ya que está muerto, y tengo más problemas con los que enfrentarme.
—Siéntese, por favor.
El Portavoz eligió una banqueta al otro lado de la habitación. El obispo se sentó en su enorme sillón tras la mesa.
—Ojalá no hubiera hablado hoy. Es un mal momento.
—No sabía que el Congreso fuera a hacer esto.
—Pero sabia que Miro y Ouanda habían violado la ley. Bosquinha me lo dijo.
—Lo descubrí sólo unas horas antes de la alocución. Gracias por no haberles arrestado aún.
—Es un asunto civil —el obispo descartó la importancia del tema, pero los dos sabían que, si hubiera insistido, Bosquinha habría tenido que obedecer sus órdenes y arrestarles a pesar del requerimiento del Portavoz —. Su alocución ha causado mucha incomodidad.
—Me temo que más que de costumbre.
—Entonces… ¿su responsabilidad ha terminado? ¿Infringe las heridas y deja que otros las curen?
—No son heridas, obispo Peregrino. Es cirugía. Y si puedo ayudar a aliviar el dolor, me quedo y ayudo. No tengo anestesia, pero busco antisépticos.
—Debería haber sido sacerdote.
—Los hijos menores sólo tenían dos opciones. El sacerdocio o el ejército. Mis padres escogieron lo segundo.
—Un hijo menor. Y sin embargo tuvo una hermana. Y vivió en la época en que los controles de población prohibían a los padres tener más de dos hijos a menos que el gobierno les diera un permiso especial. A ese hijo le llamaban Tercero, ¿verdad?
—Sabe usted de historia.
—¿Nació en la Tierra, antes de los vuelos interestelares?
—Lo que nos concierne, obispo Peregrino, es el futuro de Lusitania, no la biografía de un Portavoz de los Muertos que tiene solamente treinta y cinco anos.
—El futuro de Lusitania es asunto mío, Portavoz Andrew, no suyo.
—El futuro de los humanos de Lusitania es asunto suyo, obispo. Yo también me preocupo por los cerdis.
—No compitamos por ver quién siente mayor preocupación.
El secretario volvió a abrir la puerta y Bosquinha, Dom Cristão y Dona Cristã entraron. Bosquinha observó el espacio entre el Portavoz y el obispo.
—No hay sangre en el suelo, si eso es lo que busca —dijo el obispo.
—Sólo estaba calculando la temperatura.
—El calor del respeto mutuo, creo —dijo el Portavoz —. No la brasa de la furia o el hielo del odio.
—El Portavoz es católico por bautismo, si no por creencia —dijo el obispo —. Le he bendecido y eso parece haberle amansado.
—Siempre he respetado a la autoridad.
—Fue usted quien nos amenazó con un Inquisidor —le recordó el obispo. Con una sonrisa.
La sonrisa del Portavoz fue igual de gélida.
—Y usted es el que le dijo a la gente que yo era Satán y que no debería hablarme.
Mientras el Portavoz y el obispo se sonreían mutuamente, los otros se rieron nerviosamente, se sentaron y esperaron.
—Es una reunión, Portavoz —dijo Bosquinha.
—Discúlpenme —dijo el Portavoz —. He invitado a alguien más. Será mucho más sencillo si la esperamos unos cuantos minutos mas.
Ela encontró a su madre fuera de la casa, no lejos de la verja. Una tenue brisa, que agitaba ligeramente el capim, apenas hacia ondear su cabello. A Ela le llevó un momento advertir por qué esto era tan sorprendente. Su madre no se había arreglado el pelo en muchos años. Parecía extrañamente libre, tanto más porque Ela podía ver cómo se ondulaba y agitaba cuando, durante tantos años, había estado recogido en un moño. Fue entonces cuando supo que el Portavoz tenía razón. Madre atendería su invitación. Por mucha vergüenza o dolor que la alocución de hoy le hubiera causado, le permitía salir al aire libre, poco antes del anochecer, y mirar hacia la colina de los cerdis. O tal vez miraba a la verja. Quizá recordaba a un hombre con quien se reunía allí, o en algún otro lugar del capim, para amarse sin que les observara nadie. Siempre escondida. «Madre está contenta —pensó Ela —, de que se sepa que Libo fue su marido auténtico, que Libo es mi verdadero padre. Madre está contenta, y yo también.»
Madre no se volvió a mirarla, aunque seguramente la había oído acercarse a través de la ruidosa hierba. Ela se detuvo a unos pocos pasos de distancia.
—Madre —dijo.
—Entonces no es un rebaño de cabras. Eres muy ruidosa, Ela.
—El Portavoz. Quiere tu ayuda.
—Sin duda.
Ela explicó lo que el Portavoz le había dicho. Madre no se volvió. Cuando terminó, esperó un momento y luego se giró para caminar por el recodo de la colina. Ela corrió detrás.
—Madre, Madre, ¿vas a contarle lo de la Descolada?
—¿Por qué ahora? ¿Por qué después de todos estos años? ¿Por qué no quisiste decírmelo?
—Porque trabajabas mejor por tu cuenta, sin
—¿Sabías lo que estaba haciendo?
—Eres mi aprendiz. Tengo completo acceso a tus ficheros sin dejar ninguna huella. ¿Qué clase de maestro sería si no observara tu trabajo?
—También leí los archivos que escondiste bajo el nombre de Quara. Nunca has sido madre, así que no sabes que todas las actividades de los hijos menores de doce años se envían a los padres cada semana.
Quara estaba haciendo una investigación notable. Me alegra que vengas conmigo. Cuando se lo cuente al Portavoz, te lo contaré a ti también.
—Has tomado el camino equivocado.
Madre se detuvo.
—¿No está la casa del Portavoz cerca de la praça?
—La reunión es en el despacho del obispo. Por primera vez, Madre la miró a la cara directamente.
—¿Qué es lo que estáis intentando hacerme el Portavoz y tú?
—Estamos intentando salvar a Miro. Y a Lusitania, si podemos.
—Llevándome al cubil de la arana…
—El obispo tiene que estar de nuestra parte o…
—¡De nuestra parte! Quieres decir tú y el Portavoz, ¿no? ¿Crees que no me he dado cuenta? Todos mis hijos, uno a uno, han sido seducidos por…
—¡Él no ha seducido a nadie!
—Os ha seducido con esa forma que tiene de saber lo que queréis oír, de…
—No es ningún adulador. No nos dice lo que queremos. Nos dice lo que sabemos que es verdad. No ha ganado nuestro afecto, Madre, sino nuestra confianza.
—Sea lo que sea lo que obtiene de vosotros, nunca me lo habéis dado.
—Quisimos dártelo.
Esta vez, Ela no apartó los ojos de la exigente mirada de su madre. Fue Novinha, en cambio, quien cedió, y cuando volvió a mirarla tenía lágrimas en los ojos.
—Quise decíroslo —Madre no estaba hablando de sus ficheros —. Cuando vi cómo le odiabais, quise deciros que no era vuestro padre, que vuestro padre era un hombre bueno y amable…
—Que no tuvo el valor de decírnoslo.
La furia asomó en los ojos de Madre.
—Quiso hacerlo. Yo no le dejé.
—Te diré algo, Madre. Yo amaba a Libo, de la manera en que todo el mundo en Milagro le amaba. Pero él estuvo dispuesto a ser un hipócrita, igual que tú, y sin que nadie se diera cuenta el veneno de vuestras mentiras nos lastimó a todos. No te echo la culpa, Madre, ni a él. Pero doy gracias a Dios por el
Portavoz. Él estuvo dispuesto a decirnos la verdad, y a liberarnos.
—Es fácil decir la verdad cuando no amas a nadie —dijo Madre suavemente.
—¿Es eso lo que crees? Creo que sé algo, Madre. Creo que no puedes saber la verdad sobre nadie a menos que le ames. Creo que el Portavoz amaba a Padre. Me refiero a Marcão. Creo que le comprendió y le amó antes de Hablar.
Madre no respondió, porque sabía que era verdad.
—Y sé que ama a Grego, a Quara, y a Olhado. Y a Miro, e incluso a Quim. Y a mi. Sé que me ama. Y cuando demuestra que me ama, sé que es verdad porque nunca le miente a nadie.
Las lágrimas recorrían las mejillas de Novinha.
—Te he mentido a ti y a todo el mundo —dijo. Su voz sonaba débil y forzada —. Pero tienes que creerme cuando te digo que te amo.
Ela la abrazó, y por primera vez en años sintió calor en la respuesta de su madre. Porque ahora las mentiras entre ellas habían desaparecido. El Portavoz había destruido la barrera, y nunca más habría motivo para ser cautelosa.
—Incluso ahora estás pensando en ese maldito Portavoz, ¿verdad? —susurró su madre.
—Tú también —contestó Ela.
Madre se echó a reír.
—Sí —entonces dejó de hacerlo, se separó de Ela y le miró a los ojos —¿Estará siempre entre nosotros?
—Sí —dijo Ela —. Pero como un puente, no como un muro.
Miro vio a los cerdis cuando estaban a medio camino de la verja. Eran muy silenciosos en el bosque, pero no tenían mucha habilidad moviéndose a través del capim, pues éste crujía mientras corrían. O, tal vez, como acudían a la llamada de Miro no sentían necesidad de ocultarse. A medida que se acercaban, Miro les reconoció. Flecha, Humano, Mandachuva, Come-hojas, Cuencos. No les llamó en voz alta, ni ellos hablaron cuando llegaron. En cambio, se situaron tras la verja frente a él y le observaron en silencio. Hasta entonces, ningún Zenador había llamado nunca a los cerdis a la verja. Con su quietud demostraban su ansiedad.
—No puedo ir a veros más —dijo Miro.
Ellos esperaron a que se explicara.