Javelin se retiró sintiéndose mucho menos seguro de sí mismo que cuando había llegado.
Aquella mañana la Niña de las Tinieblas había roto todos los espejos del templo grolim de Balasa. Aquel extraño fenómeno comenzaba a afectar su rostro. Tras descubrir las tenues luces titilantes bajo la piel de sus mejillas, había roto el espejo que las había revelado... y todos los demás. Poco después contempló con horror una herida en la palma de su mano: las luces parpadeaban incluso en su sangre. Recordó con amargura la gran dicha que la había embargado al leer por primera vez las palabras proféticas: «He aquí que la Niña de las Tinieblas se encumbrará por encima de todos y será glorificada por la luz de las estrellas». No obstante, la luz de las estrellas no era un halo o una brillante aureola, sino una enfermedad progresiva que invadía su cuerpo centímetro a centímetro.
Sin embargo, las luces no eran su único problema. Poco a poco, sus pensamientos, recuerdos e incluso sus sueños habían dejado de pertenecerle. Una y otra vez se despertaba aterrorizada por la misma pesadilla, donde se veía suspendida, insensible y sin cuerpo, en un vacío inimaginable, donde contemplaba con indiferencia a una estrella gigante que avanzaba temblorosa, girando en un curso sinuoso, dilatándose y enrojeciendo a medida que se aproximaba a la inevitable extinción. La caprichosa oscilación de la estrella descarriada no le preocupaba hasta que se volvía más y más pronunciada.
Entonces, la conciencia asexuada y sin cuerpo suspendida en el vacío experimentaba un ligero interés, seguido de una creciente alarma. Algo iba mal, aquello no estaba previsto. Por fin, la gigantesca estrella explotaba en el sitio incorrecto y, puesto que el lugar no era el adecuado, otras estrellas quedaban atrapadas en la explosión. Después, una colosal y creciente bola de ardiente energía avanzaba en un sendero ondulante, devorando un sol tras otro, hasta consumir una galaxia entera.
Cuando la galaxia explotaba, la conciencia del vacío sentía una horrible sacudida en su interior, y por un momento tenía la impresión de existir en más de un sitio a la vez. «Esto no puede ser», decía la conciencia en su muda voz. «Es verdad», respondía otra voz insonora.
Y ése era el horror que hacía estremecer a Zandramas y la despertaba noche tras noche, induciéndola a gritar: la existencia de otra presencia, cuando hasta entonces había disfrutado de la perfecta soledad de la unidad eterna.
La Niña de las Tinieblas intentaba apartar de su mente aquellos pensamientos —o quizá más exactamente recuerdos—, cuando oyó un golpe en la puerta. Entonces se cubrió la cara con la capucha de la túnica grolim.
—¿Sí? —preguntó con brusquedad.
Se abrió la puerta y entró el arcipreste del templo.
—Naradas se ha marchado, sagrada sacerdotisa —informó—. Me pediste que te avisara.
—De acuerdo —respondió ella en voz inexpresiva.
—Ha llegado un mensajero del oeste —continuó el arcipreste—. Dice que un jerarca grolim ha desembarcado en la costa oeste de Finda y ahora cruza Dalasia en dirección a Kell.
La noticia pareció llenarla de satisfacción.
—Bienvenido a Mallorea, Agachak —dijo casi en un ronroneo—, te estaba esperando.
La niebla cubría el extremo sur de la isla de Verkat, pero Gart era pescador y conocía bien aquellas aguas. Había salido con las primeras luces del amanecer, guiándose más por el olor de la tierra que quedaba a su espalda y por el curso de la corriente que por cualquier otra cosa. De vez en cuando dejaba de remar, alzaba la red y vaciaba su contenido de inquietos peces de flancos plateados en la gran caja situada bajo sus pies. Luego volvía a arrojar la red y seguía remando mientras los peces se sacudían y se chocaban con estrépito.
Era una buena mañana para la pesca y a Gart no le preocupaba la niebla. Sabía que había otros barcos por allí, pero la bruma creaba la ilusión de que tenía todo el océano para él solo y eso le gustaba.
De repente, un ligero cambio de la corriente en su bote le advirtió que se acercaba otra embarcación. Dejó los remos, se inclinó hacia adelante y comenzó a tañir la campana de la proa para anunciar su presencia.
Entonces lo vio. Nunca había tenido oportunidad de contemplar un barco semejante, tan largo, grande y delgado. Su alto bauprés estaba elegantemente tallado y el propósito con que había sido construido resultaba evidente. Gart se estremeció al verlo pasar.
Un gigantón de barba roja vestido con cota de malla lo miraba por encima de la borda, desde la popa del barco.
—¿Ha habido suerte? —le gritó.
—Bastante —respondió Gart con cautela, temeroso de que los tripulantes de aquel enorme barco tuvieran intención de apoderarse de sus peces.
—¿Estamos cerca de la costa sur de Verkat? —le preguntó el gigante de barba roja.
Gart olfateó el aire hasta captar el aroma de la tierra.
—Casi la habéis pasado —respondió—. En esta zona, la costa gira en dirección noreste.
Un hombre vestido con una resplandeciente armadura se unió al hombretón de barba roja. Tenía el cabello negro y rizado, y sostenía el casco bajo un brazo.
—Parecéis poseer un profundo conocimiento de estas aguas —dijo con un lenguaje arcaico que Gart no había escuchado jamás—, y vuestra disposición a compartirlo con otros revela una amabilidad que os honra. ¿Podríais, por ventura, indicarnos la ruta más breve a Mallorea?
—Eso dependerá de a qué parte de Mallorea queréis ir —respondió Gart.
—Al puerto más cercano —respondió el hombretón de barba roja.
Gart entrecerró los ojos e intentó recordar los detalles del mapa que había dejado en un estante de su casa.
—Entonces será Dal Zerba, al sudoeste de Dalasia —dijo—. Yo seguiría diez o veinte leguas en dirección este y luego giraría hacia el norte.
—¿Y cuánto tiempo tardaremos en arribar al puerto que habéis mencionado? —preguntó el hombre de la armadura.
—Eso depende de la velocidad de vuestro barco —dijo Gart mirando con atención la embarcación larga y estrecha—. Está a una distancia aproximada de trescientas cincuenta leguas, pero tendréis que desviaros para evitar el arrecife de Turim, pues es muy peligroso y nadie se atreve a atravesarlo.
—Tal vez quiera el azar que seamos los primeros en lograrlo, mi señor —le dijo el caballero de la armadura a su amigo, con alegría.
El gigantón suspiró y se cubrió los ojos con una mano.
—Oh, no, Mandorallen —dijo con voz plañidera—. Si encallamos en el arrecife, tendremos que nadar el resto del camino, y tú no vas vestido de la forma más adecuada para hacerlo.
La niebla comenzó a devorar el enorme barco.
—¿Qué clase de barco es ése? —gritó Gart a los tripulantes de la nave que desaparecía.
—Es un barco de guerra cherek —respondió una resonante voz con un deje de arrogancia—. El más grande del mundo.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Gart ahuecando las manos alrededor de la boca.
—La Gaviota —respondió una voz espectral.
No era una ciudad grande, pero Garion nunca había tenido oportunidad de contemplar semejante complejidad arquitectónica. Se erigía sobre un valle, al cobijo del enorme pico blanco, como si descansara sobre el regazo de la montaña. Era una ciudad de delgadas torres blancas y peristilos de mármol. Muchos de los edificios bajos intercalados entre las torres tenían paredes enteras de cristal. Los edificios estaban separados por amplios prados verdes y arboledas con bancos de mármol. Jardines convencionales jalonaban los prados: setos angulares y lechos de flores rodeados por pequeños muros blancos. El agua de las fuentes caía en bulliciosas cascadas en los jardines o los patios de los edificios.
Zakath contemplaba la ciudad de Kell con absoluta admiración.
—¡Jamás imaginé que existiera un sitio semejante! —exclamó.
—¿No habías oído hablar de Kell? —le preguntó Garion.
—Claro que sí, pero no sabía que fuera así. —Zakath hizo una mueca de disgusto—. Hace que Mal Zeth parezca un conjunto de simples chozas, ¿verdad?
—Y también Tol Honeth, e incluso Melcena —asintió Garion.
—Estaba convencido de que los dalasianos eran incapaces de construir una casa decente —observó el malloreano—, y ahora me encuentro con esto.
Mientras tanto, Toth se comunicaba con Durnik por medio de gestos.
—Dice que es la ciudad más antigua del mundo —informó el herrero—. Fue construida antes de que el mundo se agrietara y prácticamente no ha cambiado en diez mil años.
—Entonces es probable que hayan olvidado cómo la construyeron —suspiró Zakath—. Pensaba contratar a sus arquitectos. A Mal Zeth no le vendría mal una renovación.
Toth volvió a gesticular y Durnik frunció el entrecejo.
—No puedo haberlo entendido bien —murmuró.
—¿Qué ha dicho?
—He creído entender que los dalasianos nunca olvidan nada de lo que hacen. —Durnik se volvió hacia su amigo—. ¿Estoy en lo cierto?
Toth asintió e hizo nuevos gestos.
—Dice que todos los dalasianos vivos poseen los conocimientos de los que vivieron desde el principio de los tiempos —dijo Durnik.
—Entonces tendrán buenos colegios —sugirió Garion.
Ante aquella observación, Toth se limitó a esbozar una sonrisa extraña, llena de piedad. Luego le hizo un breve gesto a Durnik, desmontó del caballo y se alejó.
—¿Adonde va? —preguntó Seda.
—A ver a Cyradis —respondió Durnik.
—¿No deberíamos ir con él?
Durnik negó con la cabeza.
—Ella vendrá a vernos cuando esté preparada.
Como todos los dalasianos que había visto Garion, los habitantes de Kell llevaban túnicas blancas con amplias capuchas cosidas a la espalda. Caminaban en silencio sobre los prados o discutían con seriedad en los jardines, en grupos de dos o tres personas. Algunos llevaban libros o pergaminos y otros no. Garion no pudo evitar recordar las universidades de Tol Honeth y Melcena. Sin embargo, estaba convencido de que la comunidad de eruditos de Kell se dedicaba a estudios mucho más profundos de los que preocupaban a los profesores de esas distinguidas instituciones.
El grupo de dalasianos que los había escoltado hasta aquella maravillosa ciudad los guiaba por una calle ligeramente sinuosa, en dirección al otro lado de los jardines. Allí los aguardaba un anciano vestido de blanco, apoyado contra un portal. Tenía los ojos de un intenso color azul y el pelo blanco como la nieve.
—Hace tiempo que esperamos vuestra llegada —dijo con voz temblorosa—, pues el Libro de las Eras nos anunció que el Niño de la Luz y sus compañeros vendrían a Kell en busca de consejo en la quinta era.
—¿Y la Niña de las Tinieblas? —preguntó Belgarath mientras desmontaba—. ¿También vendrá ella?
—No, venerable Belgarath —respondió el anciano—. Ella no puede venir aquí, pero encontrará su guía en otro sitio y de otra manera. Mi nombre es Dallan y soy el encargado de daros la bienvenida.
—¿Tú mandas aquí, Dallan? —preguntó Zakath, también desmontando.
—Aquí no manda nadie, emperador de Mallorea —dijo Dallan—. Ni siquiera tú.
—Pareces conocernos —observó Belgarath.
—Os conocemos desde la primera vez que el Libro de los Cielos se abrió ante nosotros, pues vuestros nombres están escritos claramente en las estrellas. Ahora os llevaré a un lugar donde podéis descansar y aguardar la bendición de la visita de la sagrada vidente. —Miró a la loba que estaba junto a Garion, curiosamente tranquila, y al cachorrillo que retozaba detrás—. ¿Cómo estás, pequeña hermana? —preguntó con tono formal.
—Estoy contenta, amigo —respondió ella en el lenguaje de los lobos.
—Me alegra oírlo —respondió él en la misma lengua.
—¿Acaso soy el único ser en todo el mundo que no habla el idioma de los lobos? —preguntó Seda.
—¿Te gustaría recibir lecciones? —dijo Garion.
—Olvídalo.
Luego, el hombre del pelo blanco comenzó a cruzar el lozano prado con pasos tambaleantes y los condujo a un enorme edificio de mármol con una ancha y reluciente escalinata.
—Esta casa fue construida para vosotros al comienzo de la tercera era, venerable Belgarath —dijo el anciano—. La primera piedra se colocó el día en que recuperaste el Orbe de tu maestro en la Ciudad de la Noche Eterna.
—Eso fue hace bastante tiempo —observó el hechicero.
—Al comienzo las eras eran largas —asintió Dallan—, pero se están volviendo más cortas. Ahora descansad. Nosotros nos ocuparemos de vuestros caballos.
Luego dio media vuelta y regresó a su casa.
—El día en que un dalasiano diga claramente lo que piensa sin tantos misterios, el mundo habrá llegado a su fin —gruñó Beldin—. Ahora entremos. Si esta casa lleva tanto tiempo esperándonos, el polvo va a llegarnos a las rodillas y tendremos que limpiarla.
—¿Desde cuándo te interesas por la limpieza, tío? —rió Polgara mientras ascendían la escalinata de mármol.
—Un poco de suciedad no me molesta, Polgara, pero el polvo me hace estornudar.
Sin embargo, el interior de la casa estaba inmaculadamente limpio. La dulce brisa estival mecía las cortinas de tul de las ventanas, y los muebles, pese a su insólito aspecto, eran muy cómodos. Las paredes interiores de la casa tenían una peculiar curvatura y no se veían ángulos rectos por ninguna parte.
Deambularon por aquella extraña casa, para acostumbrarse a ella, y luego se reunieron en una sala abovedada de una de cuyas paredes manaba una pequeña fuente.
—No hay puerta trasera —observó Seda con aire crítico.
—¿Piensas escapar, Kheldar? —le preguntó Velvet.
—No necesariamente, pero me gusta saber que puedo hacerlo si la ocasión lo requiere.
—Llegado el caso, siempre puedes saltar por la ventana.
—Eso es propio de aficionados, Liselle. Sólo un estudiante del primer curso de la academia escaparía por una ventana.
—Lo sé, pero a veces es necesario improvisar.
De repente, Garion oyó un extraño murmullo. Al principio pensó que se trataba de la fuente, pero luego se dio cuenta de que no era un sonido producido por el agua.
—¿Crees que les molestará que salga a echar un vistazo? —le preguntó a Belgarath.
—Esperemos un poco. Nos han traído aquí y aún no sé si eso significa que debemos permanecer encerrados o no. Intentemos analizar nuestra situación antes de correr ningún riesgo. Los dalasianos, y en particular Cyradis, tienen algo que necesitamos, de modo que no debemos ofenderlos. —Se volvió hacia Durnik—. ¿Toth te ha dicho cuándo vendrá a vernos?