La vida perra de Juanita Narboni (24 page)

BOOK: La vida perra de Juanita Narboni
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Mira dónde guós vine a parar. Toda la mañana dando vueltas para esto. Preocupada estoy. Esa maldita Hamruch es la primera vez que me falta. A la hora que es no creo que haya llegado a casa. Al cabo de los años, es la primera vez que me hace esta faena. Lo mismo está enferma. Lo mismo ha muerto. Nunca lo sabré. Tenía razón la descansada de mamá: una tortuga. Y como las tortugas, desaparece. Si mañana no viene, le preguntaré al bacalito. Yo no quería venir a parar aquí. Estoy tan cansada. Me acostumbré a no salir y se me están entorpeciendo las piernas. He venido a parar al mismo banco. Enfrente, justo en el banco de enfrente estaba él. ¿Qué pregonan ésos? Erizos... Erizos de mar. ¡Capará por mí! Una comida llena de espinas era lo que me faltaba. Creí que era otro pescadito. Hasta la vista la tengo cansada. No veo bien la hora que es. ¿Y cómo la quieres ver, mi bueno, si al reloj de la estación le falta una aguja? Como todos está el pobre. Estoy preocupada por Hamruch. Miedo me da pensar lo peor, porque ellos mueren en silencio. Los mismos adelfos. Allí enfrente estaba él, con su bastón de cabecita de perro. ¡A bueno está! Las once están dando. Mamá, he comprado estos bizcochitos en el bacal porque se parecían a los marrasquinos que hacía Esther. Pretos están, porque no se parecen nada al saborearlos. Tú siempre lo dijiste, mi vida: la comida entra por los ojos. Me he levantado enloquecida. Te lo juro. Es la primera vez que falta. Tengo miedo, qué quieres que te diga. ¿Le habrá pasado algo? Nunca faltó. Siempre estuvo esperando en la puerta, y cuando se cansaba, no paraba de darle al llamador.

Estoy nerviosa. No he tenido más remedio que dejar la casa porque mis nervios no podían conmigo. ¿Qué hago yo sola en casa al mediodía? Por mi cabeza no dejaban de pasar disparates... Está una tan acostumbrada a lo peor. Andando, andando, sin saber cómo, he venido a parar donde menos me lo imaginaba. ¡Qué casualidad! He venido a parar aquí, donde lo conocí. ¿Te crees que esto es normal? No, hija. Me entretengo leyendo, pero por las noches, en cuanto se va la luz. A estas horas estaba acostumbrada a discutir con esa camella. La echo de menos. Leo todo lo que cae en mis manos. Principalmente tus libros, los que quedan en la biblioteca de papá. He vuelto a leer
El Rosario
y
La gata blanca
{207}
. Me hincho de llorar. Lloro por todo, y por nada. Esta noche he tenido un sueño... Bueno, un sueñecito de nada, pero me gustaría contártelo. Era tan real todo lo que veía. Bueno, primero te contaré las poquitas cosas que pasan, los chismorreos. Se está yendo todo el mundo, no queda nadie. Los de Méndez han cerrado la tienda de ultramarinos. La gente se va a escondidas. Sin decirte nada. Ahora todo hay que comprarlo en bacales, y para que te enteres, los susis hablan en francés. No, yo no tengo problemas, ya sabes que aunque no me eduqué en el lycée como la otra, lo hablo al tuntún. No queda nadie. Se fue la Gran Dama, no te digo más. Cada vez que veo esa casa cerrada, con ese jardín y los pinares meciéndose por el viento, no te puedes hacer idea de lo que me entra. Una mañana, Hamruch y yo vimos salir los muebles, y si quieres que te diga la verdad, nos hinchamos de llorar. Con ellos se iba media vida. ¡Tantas cosas, mamá! Si hubiéramos visto sacar el féretro, no hubiéramos llorado tanto. No, si te digo la verdad, los veranos se llena, de lo que tú sabes, pero se llena. Ingleses y españoles viejos con ganas de desahogarse. Esta gente no parece sino que odia a las mujeres... Bueno, ya conoces el percal, no vamos a escandalizarnos ahora por eso. Demasiado he sufrido con la comedia de las equivocaciones. Nada. Como si hubiera muerto. De Esther no sé nada. Yo creo que se quedan con la correspondencia los de aquí. Y eso que sus cartas vienen del Canadá, que si vinieran de Israel tendría que hacerlo a través de España. Me han dicho que hay mucha vigilancia. Ya te digo, me harto de leer por aburrimiento. Leo todo lo que cae en mis manos. Motivos para llorar no faltan. ¡Me habéis dejado tan sola! No sabéis cómo. De lo peor. No, nada, de quien tú sabes, yo no sé nada. Y prefiero no hablar. Dejemos las cosas como están, ¿no crees? Es mejor así. Mi mundo es mi mundo. Me lo estoy haciendo a fuerza de truquitos, pero gracias a eso resisto. Comiditas, comiditas de nada. Hoy no, porque no estoy de humor. Me compré estos bizcochitos para distraerme. Los muerdo con amargura. Te lo juro. Tú lo sabes, porque, mamá, estoy muy preocupada. Es la primera vez que falta, al cabo de tantos años. ¿Volverá, la negra? Nunca se sabe, con ellos nunca se sabe. Es la venganza. No quiero ni pensarlo. ¿Tú sabes lo que significaría eso? Me quedaría sola para siempre. ¿Quién encuentra ahora a alguien como ella? Siempre ha sido como de la familia, nos conocía de toda la vida, y encima, lo que cobraba. Claro que luego me he enterado que tiene un sobrino en Alemania o en Bélgica a quien ella cuidó como a un hijo, y que siempre le manda dinerito. A casa viene por distraerse. ¡Ellos viven con tan poco! Porque ella en casa siempre se ha distraído. Me da mucho miedo, mamá. No hay un mal, nunca los conocimos, porque tú no sabes una cosa: ahora hay que pagarles más, así lo exige la Oficina del Trabajo. ¿Qué entendió ella de eso? Ni yo tampoco, te lo juro. Hemos sido dos víctimas y dos verdugos al mismo tiempo. Porque ni ella ni yo nos hemos enterado nunca del tejemaneje de las alturas. ¿Qué culpa tengo yo? ¿Y qué culpa tiene ella? Ninguna de las dos tenemos culpa de lo que está pasando. Esto es un mal, un mal que nos ha caído del cielo, porque esto que nos cayó para mí se quede. Si te cuento no acabo nunca. Claro que ella a su edad ¿dónde iba a encontrar una casa como ésta? Conmigo sola, que no me hago nada de comer por no molestar. Sí, el otro día me compré un besugo y lo pusimos al horno, y al día siguiente tuvimos que tirarlo, porque ni ella ni yo podíamos con él. Y cosas por el estilo. La nevera de siempre, mi vida, la del hielo. Y eso en verano. ¿Para qué queremos ahora el hielo? No, no te preocupes, comiditas, comiditas de nada. Mamá, están pasando demasiadas cosas y todas demasiado rápidamente, para que pensemos en el apetito. Espera un momentito, mi reina, está pasando un tren y tú sabes que desde pequeña me han encantado las llegadas de los trenes, de los pocos trenes que llegan hasta aquí. Mira, es un mercancías, viene cargado de cajas, huelen a arenques. Me temo lo peor. Mamá, ¿sabes lo que te digo? Me siento más tranquilita. Te lo juro. Me desahogo contigo. Hasta los dolores se me fueron. Hablándote se me van las amarguras. Claro que me acuerdo de él. Justo en el sitio estoy, como para olvidarlo. Pero hago todo lo posible... ¿qué remedio? Por eso te estoy contando cosas, para distraer la memoria. Tampoco es normal que yo esta mañana viniera a parar al sitio menos indicado... Por eso hablo contigo. Para distraerme. ¿Me comprendes? Gracias. No están tan malos los bizcochitos... Buenos, buenos, no están. Pero no tan malos. Deja que te cuente cosas, deja que me distraiga. Deja, mi vida, que se me vayan las ideas. No, nada, de quien tú sabes yo no sé nada. Y prefiero no hablar. Dejemos las cosas como están. ¿No crees? Es mejor así. Mi mundo es mi mundo. Me lo estoy haciendo, ya te lo dije, a fuerza de truquitos, claro. ¿Sabes de quién me acuerdo mucho? De la pobre de Mercedes, que comía como una mula. La bendita. Que tampoco sé dónde está porque no sé lo que le pasa a ese cementerio que nunca encuentro a nadie, es como un laberinto. Te diré que están atracando a todo el mundo, hay que recogerse antes de que oscurezca. A la tonta de Mimi Poniferello le arrancaron el bolso el otro día al salir de casa de los Cavilla, y es que se entretienen jugando a las cartas y después las arrastran. Según ella, intentaron violarla, esa desgraciada siempre pensó en lo mismo. El bolso se lo llevaron con todo lo que había ganado y ella se quedó tirada en el suelo esperando. La muy estúpida dicen que ni gritó siquiera esperando la segunda parte. Se quedó como siempre, con las ganas. Todo le saldrá luego por la lengua. Ya la conocemos. Fue la que peor habló de quien tú sabes. Tengo que contarte mi sueño. Pero todavía es temprano. Llevo el relojito que tú me regalaste, y mira lo que te digo, ni adelanta ni atrasa, fiel como un perro. Una vez lo llevé al descansado de Ravella porque creí que atrasaba, y el pobre me dijo que no lo tocara, que tú habías puesto la mano encima. El bendito. Parece que lo estoy oyendo, igualito que ahora, que llevas un reloj y te lo cambian todo. Robos por todas partes. No te puedes hacer idea de cómo se ha puesto la vida. No encuentras de nada. Estas Navidades, pretas. Claro que a mí ya te puedes suponer lo que me importa. No, si ya te digo, no queda nadie. Sí, hija, sí, iré a la Misa del Gallo. ¿Te acuerdas, mamá, de aquellas Misas del Gallo en que la Purísima se llenaba hasta el escaparate de Galeries Lafayette, y nos divertía ver cómo iban las judías guapas en busca de los militares y se ponían pañuelos de seda a la cabeza y a la hora de persignarse no sabían cómo? En cambio, a la hora de los villancicos se sabían las letras como nadie y tocaban la pandereta con más salero que Anita Mairena. Nunca lo tuvo, la desgraciada. Ganas me entran de llorar. Me contengo. No, no te preocupes. Ojalá fueran ésas todas las preocupaciones. No pienses ahora en eso. No, no pienses. Quiero contarte mi sueño. Mamá, ¡tuve un sueñecito más tonto! Un sueñecito de nada. Ni siquiera sé por dónde empezar. ¿Será posible, mamá? Sólo me queda un bizcochito. Sin darme cuenta me los he comido todos. Hablando contigo se me ha pasado el tiempo volando. ¡Qué bendición! Verás, mamá... Te juro que ahora que lo pienso me parece un disparate, pero era tan bonito... Te vas a reír, mi reina. Estaban todos en el sueño: Onofre Zapata, Alvaro el marido de Marinita, todos, todos... Hasta Marinita vendiendo sombreros de papel. Todos, todos los que se fueron. Me parece que los estoy viendo, por eso quiero contártelo. Caras conocidas por todas partes. Te digo... Una kermesse en Villa Harris. ¿Cuándo me llevaste tú a una kermesse? En cambio a la otra... No hablemos. No quiero hablar. Esta mañana me desperté llorando. Dicen que quien despierta con lágrimas se acuesta con risas. No se hizo la miel para la boca del asno, con lágrimas caerá la noche. Ya has visto, ni siquiera tengo a mi lado a Hamruch. Era como verano, mi reina. Esas noches de verano con el cielo lleno de estrellas, porque creo que hubo un momento en que miré al cielo, cuando iba en un coche de caballos, y estaba hecho una bendición de estrellas. Me extrañó que los caballos llevaran plumas, pero no me asustó, te lo juro. Lo encontré normal. Habías castigado a que se quedara en casa a quien tú sabes, ¿cuándo lo hiciste? Y te lo juro, mi vida, yo iba con tristeza. Pero se me fue pasando todo en el camino. Todas las farolas de la Avenida estaban encendidas, y el mar, no quiero decirte. De plata, mi bien, con la luna debajo. ¿Quieres creer que todo olía a jazmines y a dama de noche? Yo era pequeñita, mamá. Cogida de la mano de papá con el famoso vestidito de organdí de siempre. No sé por qué tú no me cogías de la mano, tú ibas delante, muy guapa, llevabas tu moño más bien puesto que nunca, y los pendientes de coral que se llevó la que tú sabes. Aquellos pendientes que tú sabes... Mamá, lo siento, mi reina, estoy llorando. Papá el traje de alpaca y oliendo a tabaco de pipa, ¿sabes quién era el cochero? El marido de Isabel. Muchas veces he pensado en escribirle, porque el hijo trabajaba hace ya algunos años con la Marinetti en el balneario de los Hoteles Asociados, y siempre estuve a punto de pedirle la dirección. ¿Por qué habré sido tan abandonada siempre? Si le hubiera escrito a Isabel cuando lo pensé, a estas horas yo también estaría en Algeciras. Todo lo que estoy pasando ha sido siempre por culpa mía. Yo tengo la culpa de todo. No, no puedo quejarme. Mejor que estoy no merezco estar, me quejo por vicio. Ni siquiera me he dado cuenta del valor de Hamruch hasta que no la he tenido delante. Ironía de la vida... Estos bizcochitos de mierda me han sabido a gloria. ¡Hace un día tan bonito! Allí, en ese banco de enfrente estaba él. No me acuerdo de su cara. Sólo me acuerdo del bastón, la cabecita de perro con los ojitos colorados. Con decirte que en estos momentos se me apetece aquella confitura de cerezas que Aurelia ponía siempre para el té, y que como tenía huesos a mí me repugnaba. Estos bizcochitos empapados de confitura. Como tú bien sabes, mamá, yo siempre fui una niña torpona, pero no me negarás que entonces yo era muy bonita. Mucho más bonita que la que tú sabes. Procuraba tener cuidado con mis cosas —¡ojalá lo tuviera ahora!— pero, hija, qué quieres, yo lo procuraba, pero la realidad es que la primera en mancharme el vestido era yo, la primera en pisar los charcos de agua era yo, la primera en no llegar a tiempo cuando me entraban ganas de orinar era yo... Y te juro, mamá, que nunca fue por culpa mía, mi intención era todo lo contrario. Creo que tú me miraste y me dijiste algo así como: «Juanita, cariño, no te pongas nerviosa.» Bastó que me dijeras eso para que a mí me entrara por el cuerpo como una especie de culebrina, lo que tú llamabas el nervio fatídico, y me soltara de la mano de papá, echando a correr hacia la puerta de entrada. No te puedes hacer idea de lo que vi. Todo estaba muy bien iluminado, con esas bombillas antiguas, ¿te acuerdas?, aquellas que tenían muchos hilitos por dentro y en la punta un piquito. ¿Te acuerdas? También había farolillos japoneses, como aquellos de papel que nos regalaban en los bazares indios, y que yo una vez intenté colocarle una vela y al encenderlo estuve a punto de meterle fuego a la casa. ¿Te acuerdas? Nos los regalaba Mulchand. Y tú te pusiste hecha una furia, como de costumbre. Nos sentamos en un puesto de refrescos y sorbetes. Pero lo que más me sorprendió es que estaba servido por monjas. Las monjas del colegio. Llevaban a la cabeza unas tocas iguales a las que llevan en los hospitales, pero de papel. Reconocí en una de ellas a Sor Etelvina, que se acercó sonriente y me ofreció un sorbete de limón. Siempre fue buena conmigo. Yo la quería mucho. Era muy guapa y la que menos me hizo de sufrir. En cambio Sor Lourdes, a quien yo siempre temí como al demonio, ni siquiera me miró, andaba muy ocupada castigando a una niña a que limpiara la mesa de mármol con la lengua porque había derramado su sorbete. Había muchas señoras. Todas con las sombrillas abiertas, a pesar de que la noche era estrellada. De sus caras no me acuerdo muy bien, ésa es la verdad. Sé que eran caras conocidas, bueno, una de ellas me pareció la Gran Dama, y otra mi madrina, porque llevaba un esparadrapo en la mejilla que de vez en cuando se quitaba para que las demás le dieran un beso. Perdona, mi vida, que de vez en cuando me pare un momento, pero tengo que poner un poco de orden en la memoria. Mira lo que te digo, no estoy muy segura de que aquello fuera Villa Harris, pues hubo un momento en que me pareció el jardín de Nena Madison, tal como yo lo vi, una tarde que me llevaste cuando éramos niñas. El pino donde estaba el puesto de la buenaventura era el de Emilia en el Zoco de los Bueyes. Por cierto, no te puedes hacer idea de quién se encargaba de echar la buenaventura, no, no puedes. Nada menos que el padre Oleaga, aquel que una vez dio una conferencia en el Cervantes, una Semana Santa, y fuisteis todas. Me llevaste a mí, mamá, no se te ocurrió llevar a la otra. Y cuando todas estabais más excitadas esperando la conferencia, se puso a hablar sobre el toro de lidia. Nunca te lo perdonaré. Me acuerdo que el decorado representaba una taberna andaluza, con una cabeza enorme de toro, el mismo que había servido para que Lola Quijano cantara las saetas. Bueno, no te puedes hacer idea del susto que a mí me entró, porque a mí siempre me asustó aquel hombre con sus barbas tan negras y tan largas. Todas las madres bien arrastraban a sus hijitos al puesto para que les leyera la mano. Los niños, con los puñitos cerrados, daban gritos de terror, y se negaban a mostrar la palma. A la de la Casa Grande le estaba diciendo: «Te veo cubriéndote tus vergüenzas con el bolso en el Camino de los Enamorados y a tu lado...» y Carmencita Gades, que esperaba turno la siguiente en aquella cola, se desmayó. Le tuvieron que abrir los corchetes del vestido, aflojarle el corsé y bajarle las medias. Se la llevaron en una camilla. Yo miré a papá también aterrorizada, te lo juro, mamá, porque creí que de un momento a otro iba a obligarme a que me pusiera en la cola, con decirte que yo ya había empezado a cerrar el puño, pero no, el bendito, al contrario, ¿sabes lo que dijo? Te vas a reír. Dijo: «Aún no está esto animado, habrá que esperar a que lleguen los militares de Regaya.» Nos hizo caminar por un sendero bordeado de adelfos. Nunca vi adelfas más hermosas, parecían de papel. Hasta que llegamos a una especie de pérgola, con

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