Nadie manifestó nunca duda alguna sobre la «realidad» de la aparición y la autenticidad del pacto. Una sola vez se extrañó un cliente de seguir teniendo sombra y verse aún en los espejos; Ingeborg tuvo que hacerle entender que era un privilegio que le concedía Mefistófeles para evitar que lo «reconocieran y quemaran vivo en una plaza pública».
Por lo que pudieron ver Ingeborg y Blunt, el efecto de los pactos fue casi siempre benéfico: la convicción de la omnipotencia solía bastar para hacerles realizar a quienes habían vendido su alma al diablo los prodigios que esperaban de sí mismos. En cualquier caso, nunca les faltaron clientes. Apenas tres meses después de llegar a París, Ingeborg tuvo que empezar a rechazar ya los ofrecimientos que afluían y a imponerles a los candidatos unas tarifas cada vez más elevadas, unos plazos de espera cada vez más dilatados y unas pruebas preparatorias cada vez más rigurosas. A su muerte, su «agenda de solicitudes» estaba completa para más de un año, más de treinta candidatos esperaban turno y cuatro de ellos se suicidaron al saber que había muerto.
La escenografía de las apariciones nunca fue muy diferente de como había sido en Ankara, sólo que muy pronto las sesiones dejaron de iniciarse en la oscuridad. Los hachones fueron sustituidos por unos cilindros negros, de apariencia pesada, que, plantados en el suelo, acababan en unas gruesas bombillas esféricas de vidrio de las que salía un intenso resplandor azul, que se iba acentuando insensiblemente, para que el candidato se diera perfecta cuenta de que la sala estaba vacía, exceptuando a la joven y a él mismo, y de que todas las salidas estaban herméticamente cerradas. La graduación de las luces, la dosificación de las llamas, la insonorización necesaria para los efectos de trueno, el encendido de las pastillas de ferrocerio que producían chispas a distancia, el manejo de las limaduras de hierro y de los imanes, todas estas técnicas de trucaje fueron perfeccionadas y se introdujeron algunas más, en particular el uso de ciertos insectos afanípteros, dotados de un poder fosforescente que los nimba con un halo verde, y el empleo de perfumes e inciensos especiales que, mezclados con el olor de los lirios y los nardos que impregnaban constantemente la estancia, creaba una sensación propicia a las manifestaciones sobrenaturales. Estos ingredientes no habrían bastado nunca para persuadir a un ser mínimamente escéptico, pero los que habían aceptado las condiciones de Ingeborg y habían soportado las pruebas preliminares llegaban, la noche del pacto, dispuestos a dejarse convencer.
Desgraciadamente, aquel triunfo profesional no libraba a Ingeborg y a Blunt del chantaje que seguía ejerciendo Carlos. Para los clientes, Ingeborg sólo hablaba danés y cierto dialecto del frisón antiguo por medio del cual conversaba con Mefistófeles, y era el filipino el que trataba con los candidatos y se quedaba con las cantidades colosales de dinero que le entregaban. Su vigilancia era constante y cuando salía de compras, obligaba a desnudarse al ex oficial y a su esposa y encerraba sus ropas con llave, no queriendo que se le escapara aquella auténtica gallina de los huevos de oro.
En mil novecientos cincuenta y tres, el armisticio de Pan Mun Jon les dio la esperanza de una próxima amnistía que les permitiría librarse de aquella insoportable tiranía. Pero, a las pocas semanas, Carlos, con una sonrisa triunfal en los labios, les tendió un número atrasado del
Louisville Courier-Journal
(Kentucky): la madre de uno de los soldados que había tenido a sus órdenes el teniente Stanley se había extrañado de no hallar el nombre de Blunt Stanley en la lista de prisioneros liberados por los norcoreanos. El ejército, puesto sobre aviso, había decidido examinar de nuevo el caso. Los investigadores, sin pronunciarse aún definitivamente, daban a entender que desde ahora no era ya posible descartar la eventualidad de que el teniente Stanley fuera un prófugo y un traidor.
Al cabo de varios meses, Ingeborg logró convencer a su marido de que debía matar a Carlos para poder huir ambos. Una noche de abril de mil novecientos cincuenta y cuatro, consiguió burlar la vigilancia del filipino y lo estranguló con unos tirantes.
Registraron la casa y encontraron el escondrijo donde guardaba Carlos más de setecientos millones en moneda procedente de todas partes y en alhajas. Llenaron precipitadamente dos maletas y se dispusieron a huir: proyectaban ir a Hamburgo, donde varias personas habían propuesto ya a Ingeborg que fuera a instalar su comercio diabólico. Pero, al ir a salir, Blunt miró maquinalmente por la ventana y vio, por entre las persianas, que dos hombres parecían vigilar la casa: perdió la cabeza. Era evidentemente imposible que las amenazas de Carlos pudieran ejecutarse en tan sólo unos segundos después de su asesinato, pero Blunt, que no había salido ni una sola vez del piso desde que entró en él, se imaginó que el filipino los hacía vigilar desde hacía mucho tiempo y reprochó violentamente a su esposa que no lo hubiera advertido.
Durante aquella discusión, afirmó Stanley, Ingeborg, que tenía una pistola pequeña en la mano, resultó muerta accidentalmente.
Blunt Stanley fue juzgado en Francia por asesinato con premeditación, homicidio por imprudencia, explotación pública del talento oculto (artículos 405 y 479 del código penal) y estafa. Luego fue extraditado, devuelto a los Estados Unidos, juzgado por un tribunal militar del crimen de alta traición y condenado a muerte. Pero se le concedió el indulto presidencial y su pena fue conmutada por la de cadena perpetua.
Pronto corrió el rumor de que disponía de poderes sobrenaturales y era capaz de entrar en comunicación —y en comunión— con las fuerzas infernales. Casi todos los carceleros y reclusos del penal de Abigoz (Iowa), así como numerosos policías, varios jueces y políticos le pidieron que intercediera en su favor cerca de tal o cual diablo por tal o cual problema personal. Hubo de acondicionarse un locutorio especial para que pudiera recibir a los personajes adinerados que le solicitaban audiencia desde todos los rincones de los Estados Unidos. A falta de poder consultarlo, la gente menos rica podía, por cincuenta dólares, tocar su número de matrícula, el 1.758.064.176 que es también el número de Diablos del Infierno, puesto que hay 6 legiones demoníacas que comprende cada una 66 cohortes que comprende cada una 666 compañías que comprende cada una 6.666 Diablos. Por sólo diez dólares se podía adquirir una de sus agujas fluídicas (antiguas agujas de acero de gramola). Para numerosas comunidades, congregaciones y confesiones, Blunt Stanley se ha convertido hoy día en la reencarnación del Maligno, y varios fanáticos han ido a cometer delitos a Iowa con el único objeto de ser encarcelados en Abigoz e intentar asesinarlo; pero, gracias a la complicidad de los guardianes, ha conseguido organizar con otros prisioneros una guardia personal que, hasta la fecha, lo ha protegido eficazmente. Según el diario satírico
Nationwide Bilge
, es uno de los diez condenados a cadena perpetua más ricos del mundo.
Hasta mayo de mil novecientos sesenta, cuando se elucidó el enigma de Chaumont-Porcien, no se averiguó que los dos hombres que efectivamente vigilaban la casa, eran los dos detectives contratados por Sven Ericsson para seguir los pasos de Véra de Beaumont.
En esta habitación en la que la Lorelei hacía aparecer a Mefistófeles y en la que tuvo lugar el doble asesinato, la señora Moreau decidió instalar su cocina. El decorador Henry Fleury concibió para ella una instalación de vanguardia y anduvo pregonando por todas partes que sería el prototipo de las cocinas del siglo XXI: un laboratorio culinario con un avance de una generación sobre su época, dotado de los perfeccionamientos técnicos más sofisticados, equipado con hornos de ondas, placas autocalentadoras invisibles, robots electrodomésticos teledirigidos capaces de ejecutar programas complejos de preparación y cocción. Todos estos dispositivos ultramodernos fueron hábilmente integrados en arcones de tiempos de Maricastaña, en fogones Segundo Imperio de hierro esmaltado y en artesas de anticuario. Detrás de las puertas de roble encerado con herrajes de cobre se disimulaban tajos eléctricos, molinillos electrónicos, freidoras ultrasónicas, parrillas con infrarrojos, trinchadoras, dosificadoras, mezcladoras y mondadoras electromecánicas totalmente transistorizadas; y sin embargo, al entrar, sólo se veían paredes alicatadas a la antigua con azulejos de Delft, paños de manos de algodón rústico, viejas balanzas de Roberval, jarros de lavabos antiguos con florecitas rosas, botes de farmacia, tapetes a cuadros, estantes rústicos, adornados con flecos de tela de Mayenne, que sostenían pequeños moldes de pastelería, medidas de estaño, ollas de cobre y cazuelas de hierro colado, y en el suelo un enlosado espectacular, una alternancia de rectángulos blancos, grises y ocres, decorados a veces con motivos rombales, que eran copia fiel del suelo de la capilla de un monasterio de Belén.
La cocinera de la señora Moreau, una borgoñesa robusta, natural de Paray-le-Monial, que respondía al nombre de Gertrude, no se dejó engañar por aquellos groseros artificios y advirtió en seguida a su señora que no guisaría nada en una cocina semejante, en la que nada estaba en su sitio y nada funcionaba como ella sabía. Reclamó una ventana, un fregadero de piedra, una verdadera cocina de gas con sus quemadores, una freidora de hierro colado, un tajo de madera y sobre todo un trastero donde poner las botellas vacías, las canastas de quesos, las cajas de fruta, los sacos de patatas, los lebrillos para lavar la verdura y el cesto de alambre para escurrir la ensalada.
La señora Moreau le dio la razón a su cocinera. Fleury, muy lastimado, tuvo que devolver sus aparatos experimentales, abrir las baldosas del suelo, desmontar las tuberías y los circuitos eléctricos, apartar los tabiques.
De las antiguallas culinarias con pátina de anticuario del buen tiempo pasado se ha quedado Gertrude aquellas que podía necesitar —un rodillo de pastelería, la balanza, el bote de la sal, las pavas de hervir agua, las cazuelas, las besugueras, los cucharones para tarros y los cuchillos de carnicería— y ha mandado bajar las restantes al sótano. Y se ha traído del pueblo algunos utensilios y accesorios sin los que no podría pasar: su molinillo de café y su bola para el té, una espumadera, un colador de chino, un pasapuré, un baño maría y la caja en la que, desde siempre, ha guardado su vainilla en vainas, su canela en rama, sus clavos de especia, su azafrán, sus granos y su angélica, una vieja caja de galletas de hojalata, cuadrada, en cuya tapa se ve una niña que muerde la punta de una galletita.
La señora Marcia, así como tiene por suyos los muebles y bibelots que vende, considera como amigos a sus clientes. Independientemente de los negocios que trata con ellos, y en los que muchas veces se muestra particularmente tacaña, ha conseguido trabar con la mayor parte de ellos lazos que van mucho más allá de las estrictas relaciones comerciales: se invitan a tomar el té, a cenar, juegan al bridge, van a la ópera, visitan exposiciones, se prestan libros, se intercambian recetas de cocina y hasta participan juntos en cruceros por las islas griegas o en jornadas de estudio en el Prado.
Su almacén no tiene nombre particular. Simplemente, sobre el pomo de la puerta, se puede leer, escrito en letra inglesa blanca:
Más discretamente todavía, en los dos pequeños escaparates, varias etiquetas autoadhesivas indican que se admite tal o cual tarjeta de crédito y que la vigilancia nocturna de la tienda corre a cargo de determinada agencia especializada.
La tienda propiamente dicha consiste en dos salas que se comunican por un pasadizo estrecho. La primera, que es por donde se entra, se dedica sobre todo a la venta de objetos pequeños: bibelots, curiosidades, instrumentos científicos, lámparas, jarras, cajas, porcelanas, bizcochos, grabados de moda, muebles de complemento, etc., cosas, todas ellas, que, aun siendo de gran valor, puede llevarse el cliente en cuanto las ha adquirido. David Marcia, que tiene ahora veintinueve años, se viene encargando de esta parte del almacén desde que su accidente en el 35 Bol d’Or, en 1971, lo alejó para siempre de las competiciones motociclistas.
La señora Marcia, que sigue conservando la dirección del negocio, se ocupa en particular de la segunda sala, donde ahora nos hallamos, que tiene comunicación directa con la trastienda y se destina especialmente al gran mobiliario: salones, mesas de alquerías o monasterios acompañadas de sus largos bancos, camas con baldaquino o armarios de notarías. En ella suele pasar las tardes y en ella ha instalado su escritorio, una mesita pequeña de nogal con tres cajones, de las postrimerías del dieciocho, sobre la que ha colocado dos ficheros metálicos grises, destinados, uno a los clientes habituales, cuyos gustos particulares conoce y a los que invita personalmente a visitar sus últimas adquisiciones, y el otro a cuantos objetos han pasado por sus manos y de los que ha procurado escribir la historia, la procedencia, las características y el destino. Un teléfono negro, un bloc, un portaminas de concha, un minúsculo pisapapeles cónico, cuya base tiene menos de un centímetro y medio de diámetro, aunque su pequeñez no le impide pesar tres «onzas de boticario», o sea más de 93 gramos, y un jarrito violetero de Gallé que contiene una ipomea de flor púrpura, variedad de siempreviva conocida también con el nombre de Estrella del Nilo, acaban de llenar el estrecho tablero de esta mesa.
Esta sala, comparada con la trastienda, y hasta con el dormitorio, tiene relativamente pocos muebles; la estación no es muy propicia a los negocios, pero, sobre todo, la señora Marcia, por norma, no ha vendido nunca muchas cosas a un tiempo. Entre el sótano, la trastienda y los cuartos de su propio piso, tiene espacio de sobras para ir renovando sus existencias, sin necesidad de llenar la sala donde expone los muebles que, en un momento determinado, desea vender y prefiere presentar en un marco pensado específicamente para ellos. Uno de los motivos de los incesantes traslados que hace sufrir a sus muebles reside precisamente en esa voluntad de realzar su valor, que le hace cambiar la decoración con mucha más frecuencia que si fuera decoradora de escaparates de un gran almacén.