Sótanos. El sótano de Dinteville.
De una caja de mudanzas se desploman montañas de libros que sólo salieron del sótano del antiguo domicilio del doctor en Lavaur (Tarn) para venir a parar a éste. Entre ellos, una
Historia de la guerra europea
de Liddell Hart, de la que faltan las veintidós primeras páginas, algunos pliegos del
Tratado elemental de patología interna
de Béhier y Hardy, una gramática griega, un número de la revista
Annales des maladies de l’oreille et du larynx
, fechada en 1905, y una separata del artículo de Meyer-Steineg
Das medizinische System der Methodiker
, Jenaer med.-histor. Beiträge, fasc. 7/8, 1916.
Sobre el antiguo diván de la sala de espera, cuya tela de lino, antaño verde, rota por todas partes, acaba de pudrirse, está puesta una placa de mármol artificial, antes rectangular, hoy quebrada, en la que se puede leer: CONSULTA.
En una tabla, junto a botes de vidrio cascados y frascos sin etiquetar, se halla el primer recuerdo profesional del doctor Dinteville: una caja cuadrada llena de pequeños clavos oxidados. La ha conservado mucho tiempo en su consultorio, sin poder decidirse nunca a tirarla definitivamente.
Cuando se instaló el doctor en Lavaur, uno de sus primeros clientes fue un titiritero que, unas semanas antes, se había tragado un cuchillo. Dinteville, no sabiendo qué hacer, no atreviéndose a operarlo, le dio por si acaso un vomitivo, y el otro le sacó todo un montoncito de tachuelas. Dinteville se quedó tan pasmado que quiso escribir una comunicación sobre el caso. Pero los pocos colegas a los que contó el asunto se lo desaconsejaron. Aunque ellos también habían oído hablar a veces de casos semejantes o de historias de agujas engullidas que dan media vuelta por sí mismas en el esófago o en el estómago para no perforar el intestino, estaban convencidos de que aquella vez se trataba de una mistificación.
De un clavo próximo a la puerta del sótano cuelga tristemente un esqueleto. Se lo había comprado Dinteville cuando era estudiante. Llevaba el sobrenombre de Horatio, en honor al almirante Nelson, pues le faltaba el brazo derecho. Sigue arrastrando una venda en el ojo derecho, un chaleco hecho jirones, un calzón a rayas y un bicornio de papel.
Cuando se instaló Dinteville, apostó a que sentaría a Horatio en su sala de espera. Pero, llegado el día, prefirió perder la apuesta antes que a sus clientes.
Tentativa inventario de algunas de las cosas
halladas en la escalera al filo de los años.
Varias fotos, entre ellas la de una chica de quince años que viste slip de baño negro y jersey blanco arrodillada en una playa,
un despertador radio destinado sin la menor duda a un reparador, en una bolsa de plástico de los Establecimientos Nicolas
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,
un zapato negro adornado con brillantes,
una zapatilla de cabritilla dorada,
una caja de pastillas Géraudel para la tos,
un bozal,
una pitillera de cuero de Rusia,
correas,
diversos cuadernillos y agendas,
una pantalla cúbica de papel metal color bronce en una bolsa procedente de un almacén de discos de la calle Jacob,
una botella de leche en una bolsa de la Carnicería Bernard,
un grabado romántico que representa a Rastignac en el Père-Lachaise, en una bolsa de la zapatería Weston,
una participación —¿humorística?— que anuncia el compromiso de Eleuthère de Grandair y el marqués de Granpré,
una hoja de papel rectangular, formato 21 × 27, en la que estaba cuidadosamente dibujado el árbol genealógico de la familia Romanov, enmarcado en un friso de líneas quebradas,
la novela de Jane Austen,
Pride and Prejudice
, en la colección Tauschnitz, abierta por la página 86,
una caja procedente de la pastelería «Las delicias de Luis XV», vacía, pero que ha contenido indudablemente tartitas de arándanos,
una tabla de logaritmos Bouvard et Ratinet en mal estado; en la guarda, un sello: Lycée de Toulouse, y un nombre escrito en tinta roja: P. Roucher,
un cuchillo de cocina,
un collar de bisutería,
un número estrujado de la
Revue du Jazz
que contiene una entrevista de Hubert Damish con el trombón Jay Jay Jhonson y un texto del batería Al Levitt que evoca su primer viaje a París a mediados de los años cincuenta,
un tablero de ajedrez de viaje de cuero sintético con piezas magnéticas,
unos leotardos marca «Mitoufle»,
una careta de carnaval que representa a Mickey Mouse,
varias flores de papel, serpentinas y confetti,
una hoja de papel llena de dibujos infantiles por entre cuyos trazos se cuela el borrador de una traducción inversa de latín de segundo curso:
dicitur formicas offeri granas fromenti in buca Midae pueri in somno ejus. Deinde suus pater arandum, aquila se posuit in jugum et araculum oraculus nuntiavit Midam futurus esse rex. Quidam scit Midam electum esse regum Phrygiae et
(una palabra ilegible)
latum reges suis leonis
.
El despacho de Cyrille Altamont: un parquet en espinapez cuidadosamente encerado, un empapelado con grandes pámpanos rojo y oro y algunos muebles que forman un bello conjunto Regency, pesado y rico: una mesa de escritorio ministro de nueve cajones, de caoba, con el tablero forrado de molesquín oscuro, un sillón basculante y giratorio, de ébano tapizado en piel, de forma de herradura, un pequeño mueble de descanso, tipo Récamier, de madera de rosa, con patas de latón en forma de garras. En la pared de la derecha, una gran librería acristalada con cornisa de cuello de cisne. En frente, un gran portulano en papel de tela, enmarcado con listones, reproducción un poco amarillenta de la
En la pared del fondo, a la derecha de la puerta que da al vestíbulo, tres cuadros de formato casi idéntico: el primero es el retrato hecho por Morrell d’Hoaxville, pintor inglés del siglo pasado, de los hermanos Dunn, clergymen del Dorset, expertos ambos en oscuras materias, la paleopedología y las arpas eólicas. Herbert Dunn, el especialista en arpas eólicas, está a la izquierda: es un hombre de estatura alta, flaco, que viste traje de franela negra, lleva barba de collar y anteojos ovales sin montura. Jeremie Dunn, el paleopedólogo, es un hombrecito redondo, representado con su atuendo de trabajo, o sea equipado para una expedición sobre el terreno con mochila de soldado, cadena de agrimensor, lima, pinzas, una brújula y tres martillos metidos en el cinturón, amén de un bastón de marcha más alto que él, cuyo pomo agarra con la mano muy levantada.
El segundo es una obra del pintor americano Organ Trapp, que Hutting dio a conocer a los Altamont unos diez años atrás en Corfú. Muestra con todos sus detalles una estación de servicio de Sheridan, Wyoming: un cubo de la basura vacío, neumáticos en venta, muy negros con los flancos muy blancos, latas de aceite resplandecientes, una nevera color bermellón con un surtido de bebidas.
La tercera obra es un dibujo firmado por Priou titulado
El obrero ebanista del Champ-de-Mars
: un muchacho de unos veinte años, vestido con jersey chiné y pantalón atado con un cordel, se calienta junto a un fuego de virutas.
Debajo del cuadro de Organ Trapp se halla una mesita con dos estantes: en la tablilla inferior está puesto un tablero de ajedrez cuyas piezas reproducen la situación creada después de la decimoctava jugada negra, durante la partida desarrollada en Berlín en 1852 entre Andersen y Dufresne, justo antes de que Andersen iniciara aquella brillante combinación de jaque mate que hizo dar a la partida el nombre de «Siempre joven»:
En la tablilla superior están colocados un teléfono blanco y un florero de perfil trapezoidal desbordante de gladiolos y crisantemos.
Cyrille Altamont no usa prácticamente nunca este despacho, desde que trasladó al piso que le fue asignado por su cargo en Ginebra todos los libros y objetos que le hacen falta o a los que tiene particular apego. Actualmente ya no quedan en esta habitación, casi siempre vacía, más que cosas petrificadas y muertas, muebles de cajones limpios y, en la librería cerrada con llave, libros que nunca se abrieron: el
Grand Larousse Universel
del siglo XIX encuadernado en tafilete verde, las obras completas de La Fontaine, Musset, los poetas de la Pléiade y Maupassant, varias colecciones encuadernadas de revistas de buen tono:
Preuves, Encounter, Merkur, La Nef, Icarus, Diogène, Le Mercure de France
, y algunos libros de arte y ediciones de lujo, entre ellas un
Sueño de una noche de verano
romántico con grabados en acero de Helena Richmond,
La Venus de las pieles
de Sacher Masoch, presentado en un estuche de visón en el que las letras del título parecen marcadas con un hierro candente, y la partitura manuscrita de
Incertum
, opus 74 de Pierre Block, para voces humanas y percusión, encuadernada con una piel de búfalo con incrustaciones de hueso y marfil.
Acaban de ordenar la habitación para la recepción. Dos maîtres d’hôtel, vestidos enteramente de negro, extienden sobre el escritorio un gran mantel blanco. Enmarcándose en la puerta, un camarero en mangas de camisa se prepara a venir, así que hayan acabado, a disponer sobre la mesa el contenido de sus dos cestos: botellas de zumo de fruta y dos fuentes octaédricas de loza azul, llenas de ensalada de arroz decorada con aceitunas, anchoas, huevos duros, gambas y tomates.
El comedor de Bartlebooth ya no se usa prácticamente nunca. Es una estancia rectangular y severa, de parquet oscuro, con altas cortinas de terciopelo estampado y una gran mesa de palisandro cubierta con un mantel de lino adamascado. En el largo trinchero del fondo están puestos ocho botes cilíndricos que llevan todos la efigie del rey Faruk.
Cuando Bartlebooth estaba cerca del cabo San Vicente, al sur de Portugal, a finales del año mil novecientos treinta y siete, poco antes de iniciar su largo periplo por África, conoció a un importador de Lisboa que, al saber que tenía intención de trasladarse dentro de poco a Alejandría, le confió un calientapiés eléctrico rogándole que lo hiciera llegar a manos de su corresponsal egipcio, un tal Farid Abu Talif. Bartlebooth apuntó cuidadosamente las señas del comerciante en su agenda; a su llegada a Egipto, al final de la primavera de 1938, preguntó por aquel conocido comerciante y le hizo llevar el regalo del portugués. Aunque la temperatura era ya muy clemente para que se sintiera realmente la necesidad de un calientapiés eléctrico, Farid Abu Talif quedó tan contento con aquel regalo que pidió a Bartlebooth que le entregara al portugués, para su estimación, ocho botes de café que había sometido a un tratamiento llamado «ionización», destinado, según él, a prolongar casi indefinidamente su aroma. Por más que Bartlebooth le explicó que sin duda no tendría ocasión de ver al importador hasta dentro de unos diecisiete años, el egipcio insistió, añadiendo que la experiencia sería aún más convincente si, al cabo de todo aquel tiempo, el café todavía conservaba algún sabor.
Durante los años siguientes aquellos botes fueron causa de problemas sin fin. En cada paso fronterizo, Bartlebooth y Smautf tenían que abrirlos y dejar que los aduaneros suspicaces olieran, gustaran con la punta de la lengua y hasta se hicieran un café para estar bien seguros de que no se trataba de una nueva forma de droga. Al finalizar el año mil novecientos cuarenta y tres, los botes, bastante abollados, se quedaron vacíos, pero Smautf insistió para que Bartlebooth no los tirara; los usó para guardar diversos tipos de monedas o de conchas curiosas que encontraba a veces en las playas, y de regreso en Francia, como recuerdo de su largo viaje, los colocó en el trinchero del comedor, donde Bartlebooth los dejó.