Joy Slowburn sólo salía después de anochecer acompañada de Carlos en un largo Pontiac negro. Los vecinos de la casa la miraban pasar, deslumbradora, en traje de noche de recia seda con cola larga que le dejaba la espalda casi desnuda, una estola de visón al brazo, un gran abanico de plumas y su cabellera de un rubio incomparable, trenzada con gran arte y tocada con una diadema de brillantes; y ante su rostro largo y de un oval perfecto, sus ojos estrechos y casi crueles, su boca casi exangüe (cuando la moda de entonces eran los labios muy rojos) experimentaban una fascinación que no habrían podido decir si era deliciosa o terrible.
Sobre ella circulaban las historias más fantásticas. Se decía que, ciertas noches, daba unas recepciones fastuosas y mudas, que, poco antes de la media noche, iban a verla furtivamente algunos hombres que llevaban con torpeza unos sacos voluminosos; se contaba que una tercera persona, invisible, vivía también en el piso, pero no tenía derecho a salir de él ni a dejar que le vieran, y que, a veces, por los conductos de las chimeneas, subían unos ruidos fantasmales y horrísonos, que despertaban a los niños despavoridos en sus camas.
Una mañana de abril de mil novecientos cincuenta y cuatro, cundió la noticia de que la noche anterior habían asesinado a la Lorelei y al filipino. El asesino se había entregado a la policía: era el marido de la joven, aquel tercer inquilino cuya existencia habían sospechado algunos sin llegar a verlo nunca. Se llamaba Blunt Stanley y las revelaciones que hizo permitieron elucidar el extraño comportamiento de la Lorelei y de sus dos compañeros.
Blunt Stanley era un hombre de estatura alta, guapo como un héroe de western, con hoyuelos a lo Clark Gable. Era oficial del ejército americano cuando, una noche de mil novecientos cuarenta y ocho, conoció a la Lorelei en un music-hall de Jefferson, Missouri: se llamaba realmente Ingeborg Skrifter, era hija de un pastor danés emigrado a los Estados Unidos y ejecutaba un número de vidente con el seudónimo de Florence Cook, famosa médium del último cuarto del siglo diecinueve, de quien pretendía ser la reencarnación.
Ambos se enamoraron de inmediato, pero les duró poco la felicidad: en julio del cincuenta Blunt Stanley salió para Corea. Era tan grande su pasión por Ingeborg que, a poco de desembarcar, incapaz de vivir lejos de su amada, desertó para intentar reunirse con ella. El error que cometió entonces fue desertar, no con motivo de un permiso —aunque es cierto que no le dieron ninguno—, sino cuando mandaba una patrulla cerca del paralelo treinta y ocho: con su guía filipino, que era el mismo Carlos y se llamaba realmente Aurelio López, abandonó a los once hombres de la patrulla, condenándolos a una muerte segura, y, al término de un horrible periplo, llegaron a Port-Arthur, desde donde consiguieron trasladarse a Formosa.
Los americanos pensaron que la patrulla había caído en una emboscada, en la que los once soldados habían hallado la muerte, y que el teniente Stanley y su guía filipino habían sido hechos prisioneros. Pasados unos años, cuando todo este caso iba a encontrar su deplorable conclusión, los servicios de la cancillería del estado mayor del ejército de tierra aún seguían buscando a la señora, tal vez a la viuda, de Stanley para hacerle entrega, a título eventualmente póstumo, de la
Medal of Honor
de su esposo desaparecido. Blunt Stanley estaba a merced de Aurelio López y muy pronto supo que éste no pensaba desaprovechar tal oportunidad: en cuanto se hallaron en lugar seguro, le advirtió que todos los detalles de su deserción habían sido consignados por escrito, encerrados en sendos sobres sellados y depositados en el gabinete de varios letrados que tenían la consigna de abrirlos si López tardaba más de la cuenta en dar señales de vida. Tras lo cual le pidió diez mil dólares.
Blunt logró entrar en contacto con Ingeborg. Siguiendo sus instrucciones, vendió ésta todo lo que podía vender —su coche, su caravana, sus pocas joyas— y se trasladó a Hong-Kong, donde los dos hombres fueron a reunirse con ella. Después de pagar a Aurelio López, se quedaron solos, y con unos sesenta dólares con los que pudieron llegar a Ceylán; allí consiguieron un contrato mísero en un cine de los de atracciones: entre los documentales y la película, quedaba la pantalla cubierta con un telón de lentejuelas, mientras un altavoz anunciaba a Joy and Hieronimus, los famosos adivinos del Nuevo Mundo.
Su primer número explotaba dos trucos clásicos de los magos de feria: Blunt, de fakir, adivinaba varias cosas partiendo de números elegidos aparentemente al azar: Ingeborg, de vidente, raspaba con una plumilla de acero la gelatina de una placa fotográfica que representaba a Blunt, al tiempo que aparecía una idéntica herida sangrante en el cuerpo de su compañero. Por lo general al público cingalés le encanta este tipo de atracciones, pero no le entusiasmaron aquéllas: Ingeborg se dio cuenta muy pronto de que su marido tenía una presencia indiscutible en el escenario, pero era absolutamente indispensable que no abriera nunca la boca, salvo para emitir dos o tres sonidos inarticulados.
La idea inicial de sus ulteriores actuaciones nació de esta imposición y se fue afinando rápidamente: tras diversos ejercicios de adivinación, entraba Ingeborg en trance y se comunicaba con el más allá, llegando a evocar al mismísimo Iluminado, a Swedenborg, «el Buda del Norte», vistiendo larga túnica blanca, con el pecho constelado de emblemas rosacrucianos, aparición luminosa, vacilante, fuliginosa y fulgurante, espantosa, acompañada de crujidos, rayos, chispas, efluvios, exhalaciones, emanaciones de todo tipo. Swedenborg se contentaba con soltar algunos gruñidos indistintos o algunas voces mágicas tales como: «Atcha Botatcha Sab Atcha», que traducía Ingeborg con frases sibilinas emitidas con voz silbante y sofocada:
«He cruzado los mares. Me encuentro en una ciudad interior, bajo un volcán. Veo al hombre en su aposento; está escribiendo, lleva una larga camisa flotante y negra con ornamentos amarillos y blancos; mete la carta en un libro de poesías de Thomas Dekker. Se levanta; es la una en el reloj que adorna su chimenea, etcétera».
Su número, basado en las preparaciones sensoriales y psicológicas habituales en este tipo de atracciones —juegos de espejos, juegos de humo a base de distintas combinaciones de carbón, azufre y salitre, ilusiones ópticas, ambientación sonora—, triunfó en seguida, y a las pocas semanas un empresario de giras les ofreció un contrato interesante para Bombay, Irak y Turquía. En este último país, durante una función en un cabaret de Ankara que se llamaba
The Gardens of Heian-Kyô
tuvo lugar el encuentro que iba a decidir su carrera: al final del espectáculo, un hombre visitó a Ingeborg en su camerino, ofreciéndole cinco mil libras esterlinas si consentía en ponerlo en presencia del Diablo, concretamente de Mefistófeles, con el que deseaba sellar el pacto habitual: su salvación eterna a cambio de diez años de omnipotencia.
Ingeborg aceptó. Hacer aparecer a Mefistófeles no era en sí más complicado que hacer aparecer a Swedenborg, aunque hubiera de hacerlo en presencia de un solo testigo, y no delante de varias decenas o centenas de espectadores indiferentes, divertidos o estupefactos, y, en cualquier caso, sentados demasiado lejos del fenómeno para acercarse a comprobar ciertos detalles, si es que les venía en gana hacerlo. Pues bien, si aquel espectador privilegiado había creído en la aparición del «Buda del norte» hasta el extremo de arriesgar cinco mil libras para ver al Diablo, no había motivo para no satisfacer su petición.
Blunt e Ingeborg se instalaron, pues, en una villa alquilada para la ceremonia y modificaron su escenografía en función de la aparición solicitada. Llegados el día y la hora convenidos, se presentó el hombre a la puerta de la villa. Durante tres semanas, cumpliendo las estrictas recomendaciones de Ingeborg, se había esforzado en no salir nunca antes del anochecer, en no alimentarse más que con verduras hervidas y fruta pelada con instrumentos no metálicos, en no beber sino de cocciones de azahar e infusiones de menta fresca, albahaca y orégano.
Un criado indígena hizo pasar al candidato a un cuarto casi sin muebles, todo él pintado de color negro mate, apenas iluminado por unos hachones que despedían llamas de un color amarillo verdoso. Sobre el centro de la estancia colgaba una bola de cristal tallado, que giraba lentamente sobre sí misma y cuyas mil minúsculas facetas lanzaban de modo aparentemente imprevisible cegadores rayos. Debajo de él estaba sentada Ingeborg, en un sillón alto pintado de rojo oscuro. Aproximadamente a un metro, un poco a su derecha, encima de unas piedras planas colocadas en el mismo suelo, ardía un fuego que despedía un humo copioso y acre.
Siguiendo la costumbre, había traído el hombre dentro de un saco de tela gris una gallina negra a la que vendó los ojos y degolló encima del fuego, con la mirada dirigida al este. La sangre de la gallina no apagó la lumbre; antes al contrario, pareció avivarla: bailaron unas altas llamaradas azules y la joven, sin hacer caso de la presencia de su cliente, las estuvo observando con atención varios minutos. Luego se levantó, cogió ceniza con una pala pequeña y la arrojó al suelo, delante de su sillón, donde instantáneamente se dibujó un pentáculo. Entonces cogió al hombre del brazo, lo hizo sentar en el sillón, obligándolo a permanecer muy erguido, inmóvil, con las manos bien apoyadas en sus brazos. Mientras, se arrodilló ella en el centro del pentáculo y comenzó a declamar con voz agudísima un ensalmo tan largo como incomprensible:
«Al barildim gotfano dech min brin alabo dordin falbroth ringuam albaras. Nin porth zadikim almucathin milko prin al elmin enthoth dal beben ensouim: kuthim al dum alkatim nim broth dechoth porth min michais im endoth, pruch dal maisoulum hol moth dansrilim lupaldas im voldemoth. Nin hur diavosth mnarbotim dal goush palfrapin duch im scoth pruch galeth dal chinon min foulchrich al conin butathen doth dal prim».
A medida que se desarrollaba el ensalmo, se iba haciendo más opaco el humo. Pronto hubo unas llamitas rojizas acompañadas de chisporroteos y chispas. De pronto crecieron desmesuradamente las llamas azuladas, volviéndose a acortar casi al instante: detrás mismo del fuego, de pie, cruzado de brazos, Mefistófeles sonreía con todos sus dientes.
Era un Mefistófeles más bien tradicional, hasta casi convencional. No tenía cuernos, ni un largo rabo bífido, ni patas de macho cabrío, sino una cara verdosa, ojos oscuros muy hundidos en sus órbitas, cejas espesas y muy negras, bigote afilado y una perilla a lo Napoleón III. Vestía un traje bastante impreciso, en el que eran sobre todo visibles una pechera inmaculada de encaje y un chaleco rojo oscuro, quedando todo lo demás tapado por una gran capa negra cuyas vueltas de seda color rojo fuego brillaban en la semioscuridad.
Mefistófeles no dijo palabra. Se contentó con inclinar muy lentamente la cabeza, llevándose la mano derecha al hombro izquierdo. Luego extendió el brazo por encima del fuego, cuyas llamas parecían ahora casi inmateriales y desprendían un humo muy perfumado, y le hizo señal de acercarse al candidato. Se levantó el hombre y fue a colocarse delante de Mefistófeles, al otro lado de la lumbre. El Diablo le alargó un pergamino doblado en el que estaban trazados unos diez signos incomprensibles; luego le asió la mano izquierda y le pinchó el pulgar con una aguja de acero, haciendo brotar una gota de sangre, que estampó en el pacto; en el ángulo opuesto trazó rápidamente con su índice izquierdo visiblemente cubierto de un sebo graso y espeso su propia firma, parecida a una gran mano que sólo tuviera tres dedos. A continuación, partió la hoja en dos, se metió una mitad en el bolsillo del chaleco y tendió la otra al hombre, mientras se inclinaba profundamente.
Ingeborg lanzó un grito estridente. Hubo un ruido como de papel estrujado y relumbró en la estancia el brillo cegador de un rayo, acompañado de un trueno y de un intenso olor a azufre. Alrededor del fuego se formó una humareda acre y espesa. Mefistófeles había desaparecido y, volviéndose el hombre, vio de nuevo a Ingeborg sentada en su sillón; delante de ella no quedaba ni rastro de pentáculo.
A pesar de las precauciones excesivas que tomó, y a pesar de la rigidez y lo insistente de sus manifestaciones, aquella aparición debió de corresponder a lo que el hombre esperaba, pues no sólo pagó sin chistar la cantidad prometida, sino que, al cabo de un mes, sin revelar tampoco su identidad, hizo saber a Ingeborg que un amigo suyo, que residía en Francia, deseaba ardientemente asistir a una ceremonia idéntica a la que había tenido el insigne honor de presenciar él, y estaba dispuesto a darle cinco millones de francos franceses y a correr además con sus gastos de desplazamiento y su estancia en París.
De esta manera llegaron a Francia Ingeborg y Blunt. Lo malo fue que no llegaron solos. Tres días antes de su salida, se había reunido con ellos en Ankara Aurelio López, cuyos negocios habían ido mal, y les obligó a admitir su compañía. No podían negarse. Los tres se instalaron en el gran piso del primero. Habían convenido en que Blunt no se dejaría ver nunca. En cuanto a Aurelio, decidieron que, en lugar de tomar una doncella y un mayordomo, él, con el nombre de Carlos, haría el trabajo de chófer, de guardaespaldas y de boy.
Ingeborg hizo aparecer 82 veces al Diablo en poco más de dos años, cobrando unos precios que llegaron a alcanzar los veinte, los veinticinco y hasta, una vez, los treinta millones de francos (viejos). La lista de sus clientes comprende seis diputados (tres de los cuales llegaron efectivamente a ser ministros y uno sólo subsecretario de Estado), siete altos funcionarios, once jefes de empresa, seis oficiales generales y superiores, dos profesores de la facultad de Medicina, varios deportistas, varios grandes modistos, propietarios de restaurantes, el director de un diario y hasta un cardenal, perteneciendo los demás candidatos al mundo de las artes, las letras y sobre todo del espectáculo. Eran todos hombres, a excepción de una cantante negra de ópera, cuya ambición era cantar el papel de Desdémona; al poco tiempo de concluir su pacto con el Diablo, realizó su sueño gracias a una representación «en negativo» que causó escándalo, pero aseguró la notoriedad a la cantante y al director escénico: el papel de Otelo lo cantaba un blanco y todos los demás eran desempeñados por artistas negros (o blancos maquillados), con decorados y trajes igualmente «invertidos», en los que todo lo claro o blanco (el pañuelo o la almohada, por ejemplo, para no citar más que esos dos accesorios imprescindibles) se había hecho oscuro o negro y viceversa.