La vida instrucciones de uso (16 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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—Yo le ofrezco el doble —dijo simplemente Sherwood.

—Es imposible. Ya me he comprometido.

—Por doscientos cincuenta mil dólares más puede desdecirse.

—¡Ni hablar!

—¡Le ofrezco un millón!

Schallaert pareció dudar.

—¿Quién me asegura que posee un millón de dólares? ¡No los llevará encima!

—No, pero puedo reunir esa cantidad para mañana por la tarde.

—¿Cómo sé que no me hará detener antes?

Los interrumpió Shaw proponiéndoles el arreglo siguiente. Una vez demostrada la autenticidad del Vaso, Sherwood y Schallaert juntos lo depositarían en la caja fuerte de un banco. Quedarían citados allí para el día siguiente. Sherwood entregaría a Schallaert un millón de dólares, tras lo cual, les abrirían la caja fuerte del banco.

A Schallaert le pareció ingeniosa la idea, pero no quiso saber nada del banco; exigió un sitio neutro y seguro. Volvió a socorrerlos Shaw: conocía íntimamente a Michaël Stefensson, decano de la Universidad de Harvard, y sabía que tenía una caja fuerte en el despacho de su casa. ¿Por qué no solicitarle que se encargara de aquella delicada transacción? Le rogarían que fuera discreto; ni siquiera tenía por qué conocer el contenido de los sacos que se intercambiarían. Sherwood y Schallaert aceptaron. Shaw telefoneó a Stefensson consiguiendo al fin su conformidad.

—¡Cuidado con lo que hacen! —dijo Schallaert de pronto.

Se sacó del bolsillo una pistolita pequeña, retrocedió hasta el fondo del aposento y agregó:

—El Vaso está debajo de la cama. Mírenlo, pero ¡mucho ojo!

Shaw sacó una pequeña maleta de debajo de la cama y la abrió. En su interior, protegido por un espeso almohadillado, se hallaba el Santísimo Vaso. Tenía un parecido exacto con los dibujos que había hecho Berzelius del vaso BC 1182 y en el pie estaba caligrafiada la inscripción con tinta roja.

Aquella misma noche llegaron a Harvard, donde los esperaba Stefensson. Los cuatro hombres se trasladaron al despacho del decano, que abrió su caja fuerte y metió la maleta en ella.

Los cuatro volvieron a reunirse la noche siguiente. Stefensson abrió la caja fuerte, sacó la maleta y se la entregó a Sherwood. Este alargó una bolsa de viaje a Schallaert, el cual examinó rápidamente su contenido —doscientos cincuenta fajos de doscientos billetes de veinte dólares—, saludó a los tres hombres con una leve inclinación de cabeza y salió del despacho.

—Caballeros —dijo Shaw—, creo que nos merecemos una buena copa de champán.

Se hacía tarde y, después de beberse unas cuantas copas, Shaw y Sherwood aceptaron agradecidos la hospitalidad que les brindó el decano. Pero, al despertarse Sherwood a la mañana siguiente, halló la casa totalmente desierta. La maleta estaba colocada encima de una mesa baja junto a la cabecera de su cama y el Vaso seguía dentro. El resto de la mansión que había visto la víspera poblada de criados, profusamente iluminada y rica en objetos de arte de todo tipo, resultó ser una sucesión de salas de baile y salones vacíos, y el despacho del decano un cuartito poco amueblado, absolutamente desprovisto de libros, caja fuerte y cuadros. Sherwood supo algo más tarde que lo habían recibido en una de esas residencias que suelen alquilar las numerosas asociaciones de
alumni
—los Fi Beta Ro, los Tau Capa Pi, etc.— para sus recepciones anuales y que había sido reservada dos días antes por un tal Arthur King en nombre de una presunta
Galahad Society
, de la que, por supuesto, no hubo modo de hallar el rastro en parte alguna.

Llamó a Michaël Stefensson y acabó oyendo, al otro lado del teléfono, una voz que no había oído nunca y menos el día antes. El decano Stefensson conocía, naturalmente, de oídas al profesor Shaw y hasta le extrañó que hubiera regresado ya de la expedición que dirigía en Egipto.

Las
mammas
y toda la chiquillería de la casa de Longhi, así como la servidumbre de la mansión de Stefensson, eran extras pagados por horas. Longhi y Stefensson eran dos comparsas con un papel muy preciso que desempeñar, pero conocían vagamente tan sólo el verdadero intríngulis del asunto, que habían tramado de cabo a rabo Schallaert y Shaw, cuya identidad real sigue sin conocerse. Schallaert, estafador de talento, había fabricado la carta de Beccaria, el artículo de Berzelius y los falsos recortes del
Nieuwe Courant
. Desde Rotterdam y Utrecht había enviado las falsas cartas de Jakob van Deeckt y del conservador del Museum van Oudheden, antes de regresar a New Bedford para la escena final y el desenlace de la historia. Los demás documentos, los artículos de Shaw, la
Vita brevis Helenae
, la relación de Jean-Baptiste Rousseau y la carta de Mauricio de Sajonia, eran auténticos, a menos que estas dos últimas hubieran sido inventadas para otros timos muy anteriores: el falso Shaw había encontrado estos documentos —que constituyeron precisamente la raíz de todo el asunto— en la biblioteca del profesor, de la que, con la mayor regularidad, se había hecho inquilino, después del viaje del otro a la Tierra de los Faraones. En cuanto al vaso, era una especie de botijo comprado en un zoco de Nabeul (Tunicia) y ligeramente maquillado.

James Sherwood es tío abuelo de Bartlebooth, hermano de su abuelo materno o, si se prefiere, tío de su madre. Cuando murió él, cuatro años después de toda esta historia, en mil novecientos —el año mismo del nacimiento de Bartlebooth—, los restos de su gigantesca fortuna fueron a parar a manos de su única heredera, su sobrina Priscilla, que, un año y medio antes, se había casado con un hombre de negocios londinense, Jonathan Bartlebooth. Las fincas, los galgos, los caballos y las colecciones quedaron dispersados por el mismo Boston, y el «vaso romano acompañado de descripciones de Berzelius» llegó a subir hasta dos mil dólares; pero Priscilla se llevó a Inglaterra algunos muebles, como un escritorio completo de caoba del más puro estilo colonial inglés, que comprendía una mesa de despacho, un archivo, una butaca de reposo, un sillón giratorio y basculante, tres sillas y aquella librería giratoria junto a la cual se había retratado Sherwood.

La librería, igual que los demás muebles y algunos objetos de idéntica procedencia, como uno de aquellos
unica
tras los cuales había corrido con tanto ahínco el farmacéutico —el primer fonógrafo de cilindro construido por John Kruesi con los planos de Edison—, se hallan actualmente en el domicilio de Bartlebooth. Ursula Sobieski espera poder examinarlos y descubrir entre ellos el documento que le permitiría poner término a su larga indagación.

Ursula Sobieski, mientras reconstruía la historia y estudiaba los relatos que hicieron algunos de sus protagonistas (los «auténticos» profesores Shaw y Stefensson y el secretario particular de Sherwood, cuyo diario íntimo pudo examinar la novelista), hubo de preguntarse en más de una ocasión si Sherwood no habría adivinado desde el principio que se trataba de una mistificación: habría pagado no por el vaso, sino por la escenificación, tragándose el anzuelo y respondiendo al programa preparado por el presunto Shaw, con una mezcla adecuada de credulidad, duda y entusiasmo y hallando en aquel juego un derivativo para su melancolía más eficaz aún que si se hubiera tratado de un tesoro auténtico. Esta hipótesis es seductora y correspondería bastante al carácter de Sherwood, pero Ursula Sobieski no ha conseguido todavía darle solidez. Sólo parece darle razón el hecho de que James Sherwood no sufría, por lo visto, lo más mínimo por haber desembolsado un millón de dólares, cosa que se explica tal vez por un suceso ocurrido dos años después del timo: la detención, en Argentina, en 1898, de una red de monederos falsos que intentaban hacer pasar una cantidad inmensa de billetes de veinte dólares.

Capítulo XXIII
Moreau, 2

La señora Moreau aborrecía París.

En el año cuarenta, tras la muerte de su marido, había tomado la dirección de la fábrica. Era una industria familiar muy pequeña que había heredado su marido después de la guerra del 14 y que había administrado con próspera flema, rodeado de tres carpinteros campechanos, mientras ella llevaba la contabilidad en unos grandes libros cuadriculados y encuadernados en tela negra, cuyas páginas numeraba con tinta violeta. Aparte de eso, llevaba una vida casi aldeana: cuidaba del corral y el huerto y hacía confituras y patés.

Mejor habría hecho liquidándolo todo y volviendo a la alquería en la que había nacido. ¿Necesitaba algo más que unas cuantas gallinas, unos cuantos conejos, alguna tomatera y algún bancal de lechugas y coles? Habría pasado las horas sentada junto a la lumbre, rodeada de sus gatos plácidos y escuchando el tictac del reloj, el ruido de la lluvia en el alero o el paso lejano del coche de las siete; habría seguido calentándose las sábanas antes de acostarse, tomando el sol en su banco de piedra y recortando, en
La Nouvelle République
, recetas que habría metido en su libro de cocina.

En vez de eso, había ampliado, había transformado, había metamorfoseado su pequeña empresa. No sabía por qué lo había hecho. Se había dicho a sí misma que era por fidelidad a la memoria de su esposo, pero su marido no habría reconocido su viejo taller lleno de olor a virutas: dos mil personas, fresadores, torneros, ajustadores, mecánicos, montadores, cableadores, comprobadores, dibujantes, diseñadores, bocetistas, pintores, almacenadores, embaladores, empaquetadores, conductores, repartidores, ingenieros, secretarias, publicistas, corredores, V.R.P.
16
, fabricando y distribuyendo cada año más de cuarenta millones de herramientas de todo tipo y tamaño.

Era una mujer tenaz y dura. De pie a las cinco de la mañana y no acostándose hasta las once de la noche, despachaba todos los asuntos con una puntualidad, una precisión y una determinación ejemplares. Autoritaria, paternalista, sin confiar en nadie, segura de sus intuiciones como de sus razonamientos, había eliminado a todos sus competidores, instalándose en el mercado con una soltura que superaba todos los pronósticos, como si hubiera dominado al mismo tiempo la oferta y la demanda, como si, a medida que iba lanzando productos nuevos al mercado, hubiera sabido encontrar por instinto las salidas que se imponían.

Hasta estos últimos años, hasta que la vejez y la enfermedad le han impedido prácticamente dejar la cama, había dividido incansablemente su vida entre sus fábricas de Pantin y Romainville, sus oficinas de la avenida de la Grande Armée y este piso de prestigio que tan poco le iba a su personalidad. Inspeccionaba los talleres a paso de carga, aterrorizaba a contables y mecanógrafas, insultaba a proveedores informales y presidía con inflexible energía los consejos de administración, donde todo el mundo agachaba la cabeza en cuanto abría ella la boca.

Aborrecía todo eso. Tan pronto como podía escabullirse de sus actividades, aunque fuera sólo por unas horas, se iba a Saint-Mouezy. Pero la vieja alquería de sus padres estaba abandonada. Las malas hierbas invadían el huerto; los árboles frutales ya no daban nada. La humedad interior corroía las paredes, despegando el papel y dilatando los marcos de las puertas y las ventanas.

Con la señora Trévins, encendía fuego en la cocina, abría las ventanas, ventilaba los colchones. Ella, que en Pantin tenía cuatro jardineros para cuidar el césped, los macizos de flores, los arriates y los setos que rodeaban la fábrica, no lograba encontrar allí ni un hombre que le cuidara un poco el huerto. Mouezy, que había sido una población de mucho comercio, ya no era más que una yuxtaposición de chalets restaurados, desiertos durante la semana y atestados los sábados y los domingos de gentes de la capital que, equipadas con taladradoras Moreau, sierras circulares Moreau, bancos de trabajo desmontables Moreau y escaleras para todos los usos Moreau, se dedicaban a restaurar vigas y paredes de piedra, a colgar linternas de fiacre y a recuperar establos y cocheras.

Entonces se volvía a París, se ponía sus trajes sastre Chanel y ofrecía cenas suntuosas a sus ricos clientes extranjeros, servidas en vajillas diseñadas especialmente para ella por el mejor estilista italiano.

No era avara ni pródiga sino más bien indiferente al dinero. Para convertirse en la mujer de negocios que había decidido ser, admitió sin esfuerzo aparente transformar radicalmente su modo de ser, su vestimenta y su tren de vida.

La reforma de su piso respondió a esta idea. Sólo se reservó una habitación, su dormitorio, la hizo insonorizar rigurosamente y mandó traer de su alquería una gran cama de bordes oblicuos, alta y profunda, y el sillón orejero en el que su padre escuchaba la T.S.F. El resto lo confió a un decorador al que explicó con cuatro frases qué quería que hiciera: la residencia parisién de un jefe de empresa; una morada espaciosa, señorial, opulenta, distinguida y hasta fastuosa, capaz de impresionar favorablemente tanto a industriales bávaros, banqueros suizos, compradores japoneses e ingenieros italianos como a profesores de la Sorbona, subsecretarios de Estado para el Comercio y la Industria o animadores de cadenas de distribución por correspondencia. No le daba ningún consejo, no formulaba ningún deseo particular, no imponía ningún tope económico. Tendría que encargarse de todo, sería responsable de todo: de elegir la cristalería, el alumbrado, el equipo electrodoméstico, los bibelots, las mantelerías, los colores, los picaportes, los visillos, las cortinas, etcétera.

El decorador Henry Fleury no se limitó a cumplir simplemente su cometido. Comprendió que se hallaba ante una ocasión única para poder realizar su obra maestra; cuando el acondicionamiento de un marco de vida es fruto casi siempre de compromisos a veces delicados entre la concepción del artista y las exigencias a menudo contradictorias de sus clientes, él, con aquella decoración prestigiosa y originariamente anónima, podría dar una imagen directa y fiel de su talento, ilustrando de modo ejemplar sus teorías en el campo de la arquitectura interior: remodelación del espacio, redistribución teatralizada de la luz, mezcla de estilos.

La habitación en la que nos hallamos ahora —salón de fumar-biblioteca— es bastante representativa de su trabajo. Antes era una habitación rectangular de unos seis metros por cuatro. Fleury empezó transformándola en un cuarto oval en cuyas paredes dispuso ocho paneles de madera tallada, de un tono oscuro, que fue a buscar a España y que proceden, al parecer, del Palacio del Prado. Entre panel y panel instaló unos muebles altos de palisandro negro con incrustaciones de cobre que sostienen en sus amplios estantes una gran cantidad de libros uniformemente encuadernados en cuero color habano, libros de arte, sobre todo, colocados por orden alfabético. Al pie de estas librerías están dispuestos unos espaciosos divanes, almohadillados con cuero marrón, que siguen exactamente su curvatura. Entre los divanes se han colocado unos frágiles veladores de madera de amaranto, mientras que en el centro se halla una pesada mesa cuadrifolia con pedestal central cubierta de periódicos y revistas. El parquet queda casi enteramente disimulado bajo una gruesa alfombra de lana de un rojo oscuro con motivos geométricos igualmente rojos pero todavía más oscuros. Delante de una de las librerías se halla una escalerita de roble con herrajes de cobre que permite alcanzar los estantes superiores; tiene uno de sus montantes totalmente claveteado con monedas de oro.

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