El negocio se puso en marcha en 1926. A partir de 1927, los precios mundiales de pieles y cueros iniciaron un descenso vertiginoso que había de durar seis años. Ferdinand no quiso creer en la crisis y se empeñó en aumentar sus existencias. A finales de mil novecientos veintiocho, la totalidad de su capital, prácticamente innegociable, estaba bloqueada, y no podía pagar ni transportes ni almacenamiento. Para evitarle una quiebra fraudulenta, lo sacó Emile a flote, vendiendo dos de los pisos de su casa, entre los que figuraban el que ocupó entonces Bartlebooth. Pero eso no sirvió para mucho.
En abril de 1931, cuando se iba confirmando cada vez más que Ferdinand, dueño de un stock de cerca de cuarenta mil pieles, que le habían costado tres o cuatro veces más de lo que podría ganar con ellas, era tan incapaz de asegurar su conservación y almacenamiento como de hacer frente a todos sus demás compromisos, el tinglado del puerto de La Rochelle en el que estaban almacenadas sus mercancías quedó totalmente destruido por un incendio.
Las compañías de seguros se negaron a pagar y acusaron públicamente a Ferdinand de haber provocado un incendio criminal. Huyó él, dejando a su mujer, a su hijo (que acababa de ganar brillantemente una cátedra de filosofía) y a las ruinas de su negocio humeantes todavía. Un año más tarde, su familia se enteraría de que había hallado la muerte en Argentina.
Pero las compañías de seguros siguieron ensañándose con su viuda. Sus dos cuñados, Emile y Gérard, se sacrificaron para acudir en su auxilio; Emile, vendiendo diecisiete de las treinta viviendas que poseía aún; Gérard, liquidando casi la mitad de su explotación agrícola.
Emile y Gérard murieron ambos en mil novecientos treinta y cuatro; primero Emile, en marzo, de una congestión pulmonar; Gérard, en septiembre, de un ataque cerebral. Dejaban a sus hijos una herencia precaria que no pararía de mermar en los años siguientes.
F
IN
DE LA PRIMERA PARTE
El portal es un lugar relativamente espacioso, casi perfectamente cuadrado. Al fondo y a la izquierda, una parte da a los sótanos; en el centro, la caja del ascensor; un letrero anuncia
en la puerta de hierro forjado; a la derecha, el arranque de la escalera. Las paredes están esmaltadas de color verde claro; en el suelo hay una alfombra de cuerda de una textura muy tupida. En la pared de la izquierda se abre la puerta acristalada de la portería adornada con visillos de encaje.
De pie, delante de la portería, una mujer lee la lista de vecinos de la casa; viste un amplio abrigo de lino pardo ajustado con un grueso broche pisciforme que tiene incrustaciones de alabandinas. Lleva terciado un gran bolso de tela cruda y levanta en la mano derecha una fotografía amarillenta que representa a un hombre de levita negra; luce espesas patillas y gasta anteojos; está de pie junto a una librería giratoria de estilo Napoleón III de caoba y cobre, encima de la cual hay un florero de pasta de vidrio lleno de aros. Su sombrero de copa, sus guantes y su bastón están al lado sobre un escritorio ministro con incrustaciones de concha.
Este hombre —James Sherwood— fue víctima de uno de los timos más famosos de todos los tiempos: dos estafadores geniales le vendieron, en mil ochocientos noventa y seis, el vaso en el que José de Arimatea había recogido la sangre de Cristo. Su esposa —una novelista americana llamada Ursula Sobieski— lleva tres años enfrascada en la reconstrucción de aquel asunto tenebroso para convertirlo en argumento de su próximo libro y la conclusión de sus investigaciones la ha traído hoy a esta casa donde piensa encontrar una última información.
James Sherwood, nacido en 1833 en Ulverston (Lancashire), emigró muy joven y se hizo farmacéutico en Boston. A comienzos de los años setenta inventó una receta de goma pectoral a base de jengibre. La fama de aquellos caramelos para la tos se cimentó en menos de cinco años; quedó proclamada en un
slogan
que se hizo célebre: «
Sherwood’s put you in the mood
» y la ilustraron unas imágenes hexagonales que representaban a un caballero atravesando con su lanza el espectro de la gripe personificado en un viejo cascarrabias derribado boca abajo en un paisaje de niebla, imágenes profusamente difundidas por toda América y reproducidas en los secantes de los colegiales, al dorso de las cajas de fósforos, en los envases de aguas minerales, detrás de las cajas de quesos y en millares de juguetitos y accesorios escolares regalados, en épocas determinadas, a todo comprador de una caja de
Sherwood’s
: plumieres, cuadernillos, juegos de cubos, pequeños puzzles, pequeños cedazos para pepitas de oro (reservados para la clientela californiana), fotos con dedicatorias falsas de las grandes estrellas del music-hall.
La fortuna colosal que acompañó aquella prodigiosa popularidad no bastó desgraciadamente para curar al farmacéutico de la dolencia que lo aquejaba: una neurastenia tenaz que lo mantenía en un estado casi crónico de somnolencia y postración. Pero le permitió al menos satisfacer la única actividad que conseguía hacerle olvidar más o menos su tedio: la búsqueda de
unica
.
En la jerga de libreros, chamarileros y vendedores de curiosidades se llama
unicum
, como el nombre da a entender, todo objeto del que no existe más que un ejemplar. Esta definición un tanto vaga abarca varios tipos de objetos; se puede tratar de objetos de los que sólo se ha fabricado un ejemplar, como el octobajo, aquel monstruoso contrabajo que requería dos instrumentistas, uno encaramado en una escalera ocupándose de las cuerdas, y el otro en un simple taburete moviendo el arco, o como la Legouix-Vavassor Alsatia, que ganó el Gran Premio de Ámsterdam en 1913 y cuya comercialización quedó definitivamente comprometida con la guerra; se puede tratar también de especies animales de las que se conoce únicamente un individuo, como el tanrec
Dasogale fontoynanti
, cuyo único ejemplar, capturado en Madagascar, se encuentra en el Museo de Historia Natural de París, como la mariposa
Troides allottei
, que un coleccionista compró por 1.500.000 francos, en 1966, o como el
Monachus tropicalis
, la foca de lomo blanco cuya existencia se conoce tan sólo por una fotografía tomada en Yucatán en 1962; se puede tratar asimismo de objetos de los que ya sólo queda un ejemplar, como ocurre con varios sellos, libros, grabados y grabaciones fonográficas; por último, se puede tratar de objetos convertidos en únicos por alguna particularidad de su historia: la estilográfica con que se firmó y rubricó el Tratado de Versalles, la cesta de salvado a la que rodaron la cabeza de Luis XVI o la de Dantón, el trozo que queda de la tiza usada por Einstein en su memorable conferencia de 1905; el primer miligramo de radio puro aislado por los Curie en 1898, el telegrama de Ems, los guantes con los que Dempsey derrotó a Carpentier el 21 de julio de 1921, el primer taparrabos de Tarzán, los guantes de Rita Hayworth en Gilda son ejemplos clásicos de esta última categoría, la más difundida, pero también la más ambigua, habida cuenta de que cualquier objeto se puede definir siempre de una manera única y de que existe en Japón una manufactura dedicada a fabricar sombreros de Napoleón en serie.
Las dos características de los aficionados a los
unica
son el recelo y la pasión. El recelo los llevará a acumular hasta el exceso las pruebas de la autenticidad y —sobre todo— de la unicidad del objeto que buscan; la pasión los arrastrará a una credulidad a veces ilimitada. Sin perder de vista estos dos elementos, los estafadores lograron despojar a Sherwood de la tercera parte de su fortuna.
Un día de abril de 1896, mientras el farmacéutico sacaba sus tres galgos en su paseo diario, se le acercó un obrero italiano llamado Longhi, al que había contratado quince días antes para pintar la verja de su parque, explicándole, en un inglés inseguro, que, tres meses atrás, había alquilado una habitación a un compatriota, un tal Guido Mandetta, estudiante de historia, según le dijo; dicho Guido se había marchado de improviso, sin pagarle naturalmente, dejando tan sólo un viejo baúl lleno de libros y papeles. Longhi había querido recuperar algo de lo perdido vendiendo los libros, pero temía que lo engañaran y le pedía a Sherwood que lo ayudara. Este, que no esperaba nada interesante de unos libros de historia y unos apuntes de estudiante, tenía ganas de negarse o de enviarle un criado, cuando Longhi añadió que había sobre todo libros viejos en latín. Eso despertó su curiosidad, que no quedó defraudada. Longhi lo llevó a su casa, un caserón grande de madera, lleno de
mammas
y de chiquillos, y lo condujo al cuartito abuhardillado que había ocupado Mandetta; no bien abrió el baúl, se estremeció Sherwood de gozo y sorpresa: entre un montón de cuadernos, hojas sueltas, libretitas, recortes de periódicos y libros medio rotos, descubrió un viejo Quarli, uno de aquellos prestigiosos libros con encuadernación de madera y cortes pintados que imprimieron los Quarli en Venecia entre 1530 y 1570 y de los que no se encuentra ya casi ninguno.
Sherwood examinó el libro cuidadosamente: se hallaba en muy mal estado, pero su autenticidad no era dudosa. El farmacéutico no vaciló: sacó de la cartera dos billetes de cien dólares, se los tendió a Longhi y, poniendo fin al agradecimiento confuso del italiano, hizo llevar el baúl a su casa y empezó a explorar su contenido sistemáticamente, sintiéndose presa de una excitación que no cesaba de aumentar a medida que pasaban las horas y se concretaban sus descubrimientos.
El Quarli no tenía únicamente un valor bibliofílico. Era la famosa
Vita brevis Helenae
de Arnaud de Chemillé, en la que el autor, tras narrar los principales episodios de la vida de la madre de Constantino el Grande, evoca la construcción de la iglesia del Santo Sepulcro y las circunstancias del descubrimiento de la Vera Cruz. Encartados en una especie de bolsillo cosido en la guarda de vitela estaban cinco folios manuscritos, considerablemente posteriores al libro mismo, pero muy antiguos, con todo, seguramente de finales del siglo XVIII: era una compilación pesada y minuciosa en la que se enumeraba, en interminables columnas de una letra apretada y casi indescifrable ya, la localización pormenorizada de las Reliquias de la Pasión: los fragmentos de la Santa Cruz en San Pedro de Roma, en Santa Sofía, en Worms, en Clairvaux, en la Chapelle-Lauzin, en el Hospicio de Incurables de Baugé, en Santo Tomás de Birmingham, etc.; los clavos en la abadía de Saint-Denis, en la catedral de Nápoles, en San Felice de Siracusa, en los Apostoli de Venecia, en Saint-Sernin de Toulouse; la lanza con que Longinos le atravesó al Señor el Costado en San Pablo Extramuros, en San Juan de Letrán, en Nuremberg y en la Sainte-Chapelle de París; el Cáliz en Jerusalén; los Tres Dados con que los soldados se jugaron la túnica de Cristo en la catedral de Sofía; la Esponja empapada en vinagre y hiel en San Juan de Letrán, en Santa María del Trastevere, en Santa María Mayor, en San Marcos, en San Silvestre in Capite y en la Sainte-Chapelle de París; las Espinas de la Corona en Saint-Taurin de Evreux, Chateaumeillant, Orléans, Beaugency, Notre-Dame de Reims, Abbeville, Saint-Benoit-sur-Loire, Vézelay, Palermo, Colmar, Montauban, Viena y Padua; el Vaso en San Lorenzo de Génova; el Velo de la Verónica (
vera icon
) en San Silvestro de Roma; el Santo Sudario en Roma, Jerusalén, Turín, Cadouin en Périgord, Carcasona, Maguncia, Parma, Praga, Bayona, York, París, etc.
No menos interesantes eran las demás piezas. Guido Mandetta había reunido una documentación histórica y científica sobre las Reliquias del Gólgota y en particular sobre la más prestigiosa de todas, aquel vaso que usó el arimateo para recoger la sangre que manó de las Llagas de Jesús. Una serie de artículos de un profesor de historia antigua de la Columbia University de Nueva York, J. P. Shaw, analizaba las leyendas que circularon sobre el Santo Vaso, intentando descubrir los elementos reales sobre los que racionalmente podían fundarse. Los análisis del profesor Shaw no eran muy alentadores: las tradiciones que afirmaban que el propio José de Arimatea se había llevado el Vaso a Inglaterra, fundando, para conservarlo, el monasterio de Glastonbury, se basaban, según su demostración, en una contaminación cristiana (¿tardía?) de la leyenda del Grial; El
Sacro Catino
de la catedral de Génova era una copa de esmeraldas, presuntamente descubierta por los cruzados en Cesárea en 1102, respecto a la cual cabría preguntarse cómo pudo procurársela el de Arimatea; el Vaso de oro de dos asas, conservado en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, del que decía Beda el Venerable, sin haberlo visto, que había contenido la Sangre del Señor, no era naturalmente más que un simple cáliz, procediendo la confusión del error de un copista que había leído «contenido» en vez de «consagrado». Respecto a la cuarta leyenda, que contaba que los burgundios de Gonderico, aliados por mandato de Aecio con los sajones, los alanos, los francos y los visigodos para detener a Atila y sus hunos, habían llegado a los Campos Cataláunicos precedidos —como era corriente en la época— por sus reliquias propiciatorias, en aquella ocasión el Santo Vaso que les habían dejado los misioneros arrianos que los convirtieron y que, unos treinta años más tarde, les robaría Clovis en Soissons, era rechazada por el profesor Shaw como la más improbable de todas, pues a los arrianos, que negaban la Transubstancialidad de Jesús, nunca se les habría ocurrido adorar o mandar adorar sus reliquias.