La verdad de la señorita Harriet (59 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Aquí tuvo la audacia de lanzarme una mirada larga y penetrante, antes de continuar.

—¿Qué sabemos de Harriet Baxter? Sabemos que, hace apenas unos años, se introdujo mediante camelos en la casa londinense del señor y la señora Watson, y, por razones complejas que tal vez ni siquiera ella entienda, trató de reducir a escombros su matrimonio.

En justicia, lo que deberían haber reducido a escombros llegado este punto era la intervención del fiscal. Esa fue su primera infracción: no debería haber mencionado siquiera a Esther Watson, habida cuenta de que el jurado tenía instrucciones de pasar por alto su testimonio. Kinbervie habría tenido que reprenderlo, pero, por lo visto, las intervenciones finales podían desarrollarse sin interrupciones por indecorosa que fuera la conducta de un letrado, y a Aitchison se le permitió continuar.

—Sabemos que conoció en Londres a un atractivo artista escocés, y que, unos meses después, se encontraba viviendo en Glasgow, a la vuelta de la esquina de ese artista y de su familia. Caballeros, qué coincidencia que no cesara de aparecer allá donde estuvieran los Gillespie. Y qué útil se hacía, qué indispensable: resolviendo problemas, hasta salvando la vida de la madre del señor Gillespie.

Ese fue el comienzo, según Aitchison, de un taimado proceso de seducción.

—Pero la verdadera abominación fue que, a medida que la señorita Baxter se abría paso con astucia hasta el corazón de la familia, empezó al mismo tiempo a destruirla. Cualquier persona allegada a Ned Gillespie era su objetivo, sobre todo si le unía un vínculo especial con el artista. Su hija favorita, una niña traviesa, se convirtió, misteriosamente, por etapas, en una niña en apariencia peligrosa. ¿Podría ser una coincidencia que el deterioro en la conducta de Sibyl Gillespie empezara poco después de la irrupción en escena de Harriet Baxter? ¿Quién fue en realidad responsable del caos que se creó en el hogar de los Gillespie? Objetos desaparecidos y destruidos, una ponchera con veneno, dibujos obscenos en las paredes. Hemos oído decir a Jessie McKenzie que vio a la señorita Baxter en circunstancias sospechosas en relación con uno de esos dibujos. ¿Fue un incidente aislado? ¿Era Sibyl una niña realmente perturbada o solo fue acosada y acusada de manera equivocada, una y otra vez, hasta perder el juicio?

Así siguió el fiscal sin parar, dando a entender que yo había conspirado, por varios medios, para separar a la familia. Debo decir que apenas me reconocí en la descripción que hizo de mí.

—Lo que empezó como unas pocas acciones despreciables aumentó de magnitud hasta que la señorita Baxter se hundió en las profundidades más tenebrosas y todo su sentido moral quedó destruido.

Aitchison nos pidió que nos imagináramos un cuadro, un retrato de familia y amigos, con todos los niños y los adultos reunidos.

—Y de pronto, una por una, las figuras del cuadro empiezan a desaparecer. Un hermano se esfuma con destino desconocido, posiblemente Italia.

De nuevo, dado que Kenneth apenas había sido mencionado durante el juicio, creo que podríamos haber protestado.

—Una hermana y un amigo se casan y se van a vivir a África. A una niña se la castiga injustamente hasta que pierde el juicio. Y, por último, caballeros, la última maldad, a otra niña se la secuestra y asesina.

Guardó silencio un momento para contemplarme con repugnancia. Se apoderó de mí una necesidad de plantarle cara que estaba fuera de lugar: si él podía ser ridículo, yo también. Por fortuna contuve el impulso y desvié la mirada. Él continuó con sus diabólicas mentiras, la enjundia de su intervención. Según su teoría, yo había pasado meses intentando hacer atractiva mi «guarida» (¡Bardowie!) para los Gillespie, y cuando ellos rehusaron pasar conmigo el verano, me indigné hasta perder la razón. Creyendo que Annie era la responsable de que rechazaran mi invitación, mi rabia aumentó y tramé un plan para vengarme de ella, que consistía en hacer desaparecer a su hija predilecta. No solo la haría sufrir con ello sino que sería otra oportunidad para demostrarme indispensable para la familia.

—Pero ¿cómo iba a llevar a cabo tal secuestro esta dama? Sola no, eso seguro: el titiritero necesita marionetas. De modo que la señorita Baxter se vio obligada a buscar cómplices, personas ya sumidas en el pecado y la iniquidad que apenas titubearían en hacer lo que se les pidiera, siempre que se les pagara lo suficiente. ¿Dónde encontrar a tales personas? Es un hecho que la hermana de Belle Schlutterhose, Christina, estuvo empleada en casa de los Gillespie. Se lo hemos oído decir a Nelly Smith, madre de Belle y Christina. En la primavera y el verano de mil ochocientos ochenta y ocho, mientras Christina trabajaba en casa de Gillespie, sabemos que la señorita Baxter era una asidua visitante. Christina y la señorita Baxter se conocían bien; eso es un hecho indiscutible, señores, y he aquí la relación entre los tres detenidos, una relación que Christina Smith habría ratificado de haber subido al estrado. También habría arrojado luz sobre algunos otros asuntos, entre ellos el encuentro que ella misma concertó, entre la señorita Baxter y los otros dos acusados.

¿Hace falta señalar que no se había probado nada de todo eso durante el proceso judicial? Sin embargo Aitchison pisaba terreno resbaladizo. Se apresuró a recordar al jurado que se había producido una reunión nefanda entre los tres detenidos, cada uno de los cuales había sido identificado por Helen Strang, la camarera. Además, Strang había visto a la señorita Baxter entregar un paquete delgado.

—¿Podría haber sido un fajo de billetes? Hemos oído testimonios que sugieren que así fue, porque, poco después de esa fecha, se observó un cambio en el destino del señor y la señora Schlutterhose. Ambos presentaron sus renuncias en sus lugares de trabajo, y sin embargo empezaron a gastar con más generosidad. Ese dinero tenía que proceder de alguna parte. ¿Qué clase de persona tiene tantos recursos? Se supone que los que son económicamente independientes. ¿Y qué es la señorita Baxter si no una mujer económicamente independiente?

Llegado a este punto, no me habría sorprendido que Aitchison hubiera mencionado la prueba del libro bancario desestimada, pero tal vez hasta él consideró que ya había arriesgado lo suficiente. En lugar de ello instó a los miembros del jurado a pasar por alto cualquier testimonio que considerara a Hans y Rose como víctimas de un accidente en Saint George’s Road. Por lo que a él concernía, ese cuento no veía al caso:

—La mayoría de los testigos de ese incidente han testificado que el señor Schlutterhose no guarda ningún parecido con el hombre arrollado por el tranvía. De hecho, lo más probable es que fuera italiano.

Eso sí que era una argucia despreciable, porque al menos la mitad de los testigos había dicho, bajo juramento, que Hans se parecía al hombre que habían visto, ¡y solo uno lo había tomado por italiano! Hice lo que pude por no levantarme de un salto y desafiar a Aitchison.

A continuación tuvo el descaro de desenterrar su idea de que la mujer del velo, resuelto aún a hacer creer al jurado que yo era la persona que había mandado a Sibyl a la tienda. «¿Quién era esa fémina misteriosa?», preguntó, pasando ridículamente por alto el hecho de que esa misma tarde la habían identificado en la sala, sin ambigüedades, cuando Sibyl había señalado a Belle.

Concentrándose en el supuesto asesinato, Aitchison proclamó:

—Podemos estar de seguros de una cosa: Rose Gillespie murió poco después de llegar a Coalhill Street. ¿Alguien perdió la paciencia con ella? ¿Trató de escapar? ¿O el plan de la señorita Baxter siempre fue silenciar de una vez por todas a la pequeña Rose?

Aitchison admitía que no habían encontrado rastro de sangre ni indicios de lucha en Coalhill Street. Pero desdeñó esas nimiedades, recordándonos que los asesinos habían tenido muchos meses para borrar su rastro. Tal vez la piedra plana presentada como prueba no había causado en realidad la herida de Rose, pero la ausencia de un arma evidente no debía entorpecer las deliberaciones del jurado.

—Miren alrededor —los encomió—. En las manos adecuadas, todo puede convertirse en un arma asesina: una pared, un hogar de hierro forjado, un suelo. Y cualquiera de esos tres detenidos podría haber causado la herida que mató a Rose Gillespie.

Entonces Aitchison se acercó al banquillo de los acusados y se detuvo frente a mí.

—Pero, caballeros, ¿no era Harriet Baxter quien más motivos tenía para silenciar a Rose, ya que era la única de los involucrados que la niña conocía y a la que podía, por tanto, reconocer? Era la que correría más peligro si la niña permanecía viva. No se dejen engañar por la delicadeza de la señorita Baxter aquí presente en la sala del tribunal. Debajo de su ropa hay un cuerpo de un vigor anormal. —Alzando el brazo, sostuvo la mano en el aire como una garra—. Como se ha dicho aquí, es tan fuerte que podría hacer añicos una taza de porcelana en un tris. —Y atrapó el aire, cerrando los dedos con un chasquido que reverberó por la sala.

Del público llegaron murmullos, unos cuantos jadeos y un grito agudo (que, en mi opinión, debía de haber sido ensayado anteriormente).

Patrañas. No puedo soportar escribir nada más de las falsas e histéricas acusaciones de ese hombre. Concluyó sosteniendo que la fiscalía había establecido, más allá de toda duda razonable, que los detenidos eran culpables de los crímenes que se les imputaban, y pedía al jurado que su veredicto fuera acorde. Al final se había acalorado hasta adoptar el perfecto tono de indignación. Todavía puedo verlo cuando tomó asiento, echando fuego por los ojos y con un temblor en las manos mientras se colocaba bien la peluca. De haber podido, se la habría arrancado del cuero cabelludo y arrojado a la cara.

A continuación habló Pringle, el ensimismado abogado de oficio que podría haber tenido sus dudas sobre sus probabilidades de éxito a la hora de defender a los secuestradores. Su misión se vio entorpecida desde el principio por sus clientes, que habían insistido en declararse no culpables, pese a las numerosas pruebas contra ellos. Puesto que Aitchison había hecho todo lo posible por mancillar mi nombre, Pringle dedicó sus esfuerzos en general a salvar a Hans y a Belle burlándose del cargo de asesinato. Recordó al jurado que no se había encontrado ningún arma y que no había testigos del asesinato. La mancha roja en la piedra plana no era sangre sino óxido; la misma piedra no pesaba lo suficiente para ser un arma convincente. Insistió en que las pruebas médicas consideradas en su conjunto demostraban que las heridas de Rose concordaban con las teorías de la defensa, y que se había sufrido en la escena del accidente. Por último, hizo hincapié en que le correspondía a la fiscalía demostrar el asesinato y no lo había hecho.

Por último le tocó el turno a Muirhead MacDonald, mi abogado. Todavía hoy puedo oír su voz sonora y dulce mientras daba vueltas frente al estrado. Tal vez no fuera un hombre alto, pero su voz poseía gran autoridad. Su principal argumento fue la falta de pruebas que establecieran un vínculo entre los secuestradores y yo. Helen Strang nos había visto supuestamente juntos, pero ¿no había quedado demostrado que su memoria dejaba mucho que desear? Podía recordar, con todo detalle, que había servido a esos desconocidos hacía un año y no recordaba qué le había servido a una actriz famosa solo en noviembre. ¿Qué podía deducirse de esa anomalía? ¿Por qué recordaba una ocasión mejor que la otra? ¿Le fallaba la memoria? ¿O alguien desconocido le había proporcionado la fecha y otros detalles?

—La fiscalía también parece haber especulado sobre la existencia de un vínculo entre la pareja acusada y la señorita Baxter en forma de Christina Baxter, la hermana de Belle y antigua criada de los Gillespie. Caballeros, el único vínculo real que se puede demostrar es el existente entre la pareja acusada y Christina Smith. ¿No explicaría eso por qué los secuestradores sabían de la existencia de la señorita Baxter y por qué su nombre les salió de los labios de forma espontánea cuando se encontraron en un apuro? El señor fiscal puede hacer alusiones a las supuestas revelaciones que habríamos oído si su principal testigo hubiera subido al estrado. Pero, caballeros, los supuestos no son pruebas. Esta antigua criada ni siquiera se ha dignado aparecer como testigo de este juicio. No hay pruebas de que existiera algún vínculo directo entre la pareja acusada y esta señora, la señorita Baxter, que están sentados en el banquillo de los acusados que tienen delante.

La verdad del asunto era simple, nos dijo MacDonald.

—Esos dos inútiles decidieron intentar ganar algo de dinero fácil, la vieja historia de siempre que casi nunca acaba bien. En este caso, la aventura tuvo un final muy triste. Esta despreciable pareja secuestró a Rose Gillespie. Aquí en la sala, esta misma tarde, Sibyl ha identificado a Belle Schlutterhose como la mujer del velo que la mandó ese día a la tienda. Lo que le pasó luego no está claro. Tal vez la pareja discutiera. Parece probable ya que, según el dueño de la taberna Carnarvon, los dos estaban ebrios. Demos por sentado que Belle Schlutterhose sale dando tumbos, dejando que su marido coja a Rose y la lleve por toda la ciudad. Lamentablemente, herr Schlutterhose no tuvo el buen juicio de abstenerse de beber aquel día. Al escapar con Rose en ese estado aturdido, se cruzó en el camino de un tranvía, con trágicas consecuencias.

»Una vez estuvo claro que Rose había muerto, a esta pareja de rufianes le entró el pánico. Enterraron el cuerpo de la niña y, abrumados por los remordimientos, ni siquiera esos seres despreciables pudieron seguir adelante con su plan inicial de pedir un rescate. Por tanto, después de enviar su primera nota, dejaron estar el asunto. Sí, caballeros, puede que presentaran la renuncia en sus lugares de trabajo mientras seguían gastando dinero a manos llenas, pero el testimonio de la dueña de la lavandería, Grace Lamont, aclara de dónde y cómo se obtuvo ese dinero: lo ganó Belle Schlutterhose en la calle y de forma inmoral. Como sabrían bien que algún día podrían descubrirlos y detenerlos, Belle y su marido se inventaron un cuento sobre un secuestro en el que alguien más cargaba con la culpa. Caballeros, escogieron a alguien que les constaba que podía ser fácilmente demonizada: una dama inglesa soltera, que, por lo que sabían, era amiga de la familia Gillespie. Si lograban que la señorita Harriet Baxter pareciera responsable de sus planes frustrados, podrían incluso culparla a ella y salir por tanto impunes.

Lord Kinbervie empezó a exponer sus conclusiones a las cinco de la tarde. Hay que decir a su favor que instó a los miembros del jurado a pasar por alto algo que había mencionado Aitchison:

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