La verdad de la señorita Harriet (58 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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El momento pareció prolongarse una eternidad. Por fin, Sibyl giró y señaló directamente a Belle.

—Es ella, la del medio. Esta es la mujer que vi.

Con el rabillo del ojo vi que Belle bajaba la vista al suelo frunciendo el entrecejo, como deshonrada. Toda la sala pareció exhalar a la vez.

—Muy bien —dijo MacDonald—. Ahora puedes…

Estaba a punto de acompañar a Sibyl de nuevo al estrado cuando ella de pronto se encorvó. Abrió la boca como para hablar, luego inclinó la cabeza hacia delante. En un abrir y cerrar de ojos se aferró a la barandilla del banquillo de los acusados, justo delante de mí, asiendo los balaustres junto a mis pies. Al mismo tiempo emitió un débil gemido, volvió a echar la cabeza hacia atrás y me miró a los ojos.

—¡Harriet! —gritó.

De pronto oí un sonido extraño que no supe identificar. Al principio pensé en ropa pesada siendo arrancada, luego pensé que podía ser agua de la lluvia cayendo de un canalón roto, aporreando el tejado. Solo entonces bajé la mirada hacia los pies de Sibyl y vi el charco que empezaba a formarse por debajo de su abrigo, y comprendí qué ocurría.

MacDonald lo vio a la vez que yo y retrocedió un paso. Aitchison se levantó de un salto con una expresión horrorizada.

—Por todos los diablos.

—¡Harriet! —gritó Sibyl—. ¡Harriet!

Miró el charco de orina que se extendía alrededor de su falda y se le descompuso la cara. Al perder el control de su vejiga, de pronto parecía incapaz de controlar sus emociones. Empezó a gemir, y el gemido no tardó en convertirse en un berrido. Todos los letrados se quedaron paralizados del horror. Kinbervie miró hacia el banquillo de los acusados, desconcertado. Luego vio el charco en el suelo.

—Oh, no…

Hubo una conmoción entre el público y, al alzar la vista, vi que Ned se había levantado y estiraba el cuello, tratando de ver qué había pasado. Yo apenas podía soportar pensar en lo mortificado y desgraciado que se sentiría cuando se diera cuenta. De pronto me encontré a mí misma en pie. No pude evitarlo. Hablaba en voz alta, haciéndome cargo de la situación. Según el
Glasgow Herald
del día siguiente, mi voz sonó autoritaria pero llena de comprensión, mi cara era «la misma imagen de la preocupación compasiva». En opinión del reportero de
The Scotsman
, mis rápidas y bondadosas acciones hicieron avergonzar a toda la asamblea de ilustres caballeros. El
Mail
se preguntaba si los reunidos en la sala por fin habían vislumbrado mi «verdadera naturaleza».

—Caballeros —me sorprendí diciendo—, tengan la amabilidad de atender a esta pobre niña…, ¿no ven que no está bien? —Alargué una mano a través de la balaustrada y la apoyé en el hombro de Sibyl, para tranquilizarla—. No te preocupes, cariño. Estos gentiles caballeros van a cuidar de ti ahora.

Gracias a Dios, al oír estas palabras MacDonald se recobró y apeló al juez:

—Milord, ruego permiso para llevarme a la testigo de la sala enseguida.

—Concedido —respondió Kinbervie—. Llévese a la pobrecilla.

El alguacil se acercó a toda prisa y él y MacDonald condujeron a la niña a la salida, sosteniéndola entre los dos. La pobre Sibyl estaba inconsolable, sin duda abrumada por la vergüenza de lo que había hecho en público. En cuanto la puerta se hubo cerrado, Kinbervie habló, en un aparte, con su secretario.

Levanté la vista, pero Ned ya no estaba en su sitio. Volví la cabeza y lo vi justo cuando cruzaba corriendo una de las puertas de salida de la galería. Sin embargo, tenía la certeza de que había presenciado lo ocurrido. Yo había ayudado a su hija, acudiendo en su auxilio con osadía y sin titubear. Aunque la fe de Ned en mí al final se había tambaleado, eso seguramente lo ayudaría a verme una vez más con mejores ojos.

Viernes 15 de septiembre de 1933

Londres

Viernes 15 de septiembre. Los problemas de ayer, vistos en retrospectiva, fueron en parte culpa mía. Debería haber pensado las cosas con más detenimiento, aunque al principio todo pareció ir bien. La chica dormía profundamente cuando entré en su habitación. Las cortinas estaban corridas pero veía lo bastante bien con la luz que entraba del pasillo para avanzar por ella. El aire olía un poco a polvos de talco. Su respiración era ligera pero regular. Despacio, crucé de puntillas la alfombra, aliviada al ver que estaba tumbada de espaldas. Con mucho cuidado, le desabroché el botón superior del camisón. No se movió. Tomando confianza, le desabroché otro botón. Aun así no se despertó. Por lo que veía, tenía la garganta y la parte superior del pecho sin cicatrices, pero más abajo, entre las sombras de sus senos y en la parte superior de sus brazos, parecía como si la textura de su carne cambiara y la piel fuera más oscura. Para estar absolutamente segura tenía que examinarla más de cerca. Le desabroché otro botón con bastante éxito, pero mi error fue encender la lámpara de la mesilla de noche, para inspeccionarla bien, porque en cuanto lo hice abrió los ojos de golpe.

Comprendí que debería haber utilizado cuatro pastillas por lo menos. Las tres que le había dado parecían haber tenido un efecto insignificante. Yació allí un momento, parpadeando confundida. Levanté las manos en un gesto tranquilizador.

—¡Chist! —susurré—. Vuelva a dormirse.

En lugar de ello ella se miró el pecho, como si solo entonces se diera cuenta de que tenía el camisón desabrochado y los senos al descubierto. Se requería una explicación y rápido.

—Tranquila. Solo estoy buscando algo.

Ella alzó la vista y me miró de una manera que es difícil describir. Sin duda ahora me odia por haberla descubierto.

—No es usted tan lista como se creía —le dije.

Fue entonces cuando ella gritó y me golpeó. La violencia me cogió bastante por sorpresa, aunque siempre he pensado que Sibyl era violenta en potencia. Se levantó de un salto de la cama y derribó la lámpara, que cayó al suelo y se hizo añicos. La sujeté por las mangas del camisón y siguió una refriega indigna durante la cual ella me llevó hasta la puerta a la fuerza mientras yo forcejeaba intentado desnudarla más, porque quería mirarle bien los brazos, solo para confirmar lo que ya sabía. Sin embargo, el acto de empujarme le había subido el camisón por encima de los hombros, y la lámpara se había roto, con la consecuencia de que apenas podía ver.

Por supuesto, ella es mucho más joven y más fuerte que yo, y, al final, logró sacarme a empujones de la habitación. No contenta con ello, siguió empujándome por el pasillo hasta la cocina, donde con gran indignación vi que me encerraba, como si fuera una niña. Me abalancé contra la puerta unas cuantas veces, pero ella la atrancó con rapidez por el otro lado y, al cabo de un rato, renuncié.

Daba la casualidad de que había una botella de whisky junto al fregadero, de modo que para calmar mis nervios destrozados me serví un pequeño vaso. Luego empecé a hablar con la chica a través de la puerta. Esperaba persuadirla para que me dejara salir, pero dijera lo que dijese, ella no respondió. Al cabo de unos minutos probé el pomo y encontré que la puerta se abría; ella se había esfumado. De hecho, había regresado a su habitación. Podía oírla allí dentro, moviéndose. Había encendido la lámpara del techo: alrededor del marco de la puerta se veía una ranura de luz. Tal vez había empujado la cómoda contra la puerta, porque esta no cedía. Por lo que vi, arrastraba los muebles por la habitación y arrojaba objetos. En un arrebato de rabia, sin duda, porque la había desenmascarado.

Fui a la sala de estar. Se oyeron varios golpes y choques. Al cabo de unos minutos, salió con un abrigo sobre el camisón y su maleta de cartón. Me quedé inmóvil, mirándola a través de la puerta abierta, resuelta a no traicionar lo que me temía. Se había calzado pero, por una vez, no llevaba medias. Tenía el pelo alborotado. Arrastraba la colcha de flores de Kensitas, tratando de doblarla con una mano mientras caminaba. Cuando me vio, se detuvo.

—Me voy… Tengo que irme.

—¿Adónde? —pregunté—. ¿Al sanatorio?

Con un suspiro se encaminó hacia la puerta, tirando de la colcha. Me di cuenta de inmediato de que quería que se quedara. Podríamos hablar de los viejos tiempos; nunca puedo hablar con nadie de los viejos tiempos. Tal vez podría detenerla fingiendo que no había pasado nada, haciendo ver que no había descubierto su secreto, después de todo.

—Vuelva a la cama, Sarah —dije, con cuidado de usar su nombre falso—. Duerma un poco. Por la mañana todo habrá vuelto a la normalidad.

—No puedo quedarme aquí. La estoy avisando de que me voy.

—Hablando con propiedad, no me está avisando si se va ahora. Mire, solo ha sido un malentendido. Deje que se explique…

—No, no quiero explicaciones. ¡No diga nada! Se enrollaría como una persiana. Podría lograr cualquier cosa de alguien solo hablándole.

—¿Qué demonios quiere decir, boba?

Ella miró alrededor y señaló el barómetro.

—Apuesto a que podría hacerme descolgar de la pared ese trasto de ahí si quisiera. Si me habla dos minutos acabaré haciéndolo.

—¿Por qué demonios querría hacérselo descolgar?

Ella emitió un sonido agitado, como estrangulado, y, renunciando a doblar la colcha, se la puso debajo del brazo.

—No me importa lo que diga. Me voy. No estoy bien aquí, no estoy bien.

—Pero, Sarah, cariño, ¿qué hay de los pájaros? La echarán mucho de menos.

Di en el clavo, porque se le descompuso la cara.

—No puedo evitarlo —dijo al final—. Tendrá que volver a cuidarlos usted.

—¿Y qué demonios va a decirle a la señora Clinch?

—Le diré que me voy y que necesito otro empleo.

—Tal vez podría volver a trabajar con la señorita Barnes. Parece ser que es su mayor defensora. ¿Por qué dejó de trabajar para ella?

—¿Para la señorita Barnes? Si quiere saberlo, la señorita Barnes no podía permitirse seguir pagándome.

—Ah, sí, muy convincente. Pero ¿qué hay de Clinch? Le parecerá raro que me deje. Las dos vamos a dar una imagen extraña, ¿sabe? Sobre todo usted. Se preguntarán qué ha hecho, puede contar con ello.

—¡No me importa! —replicó ella—. No me importa si parece raro. Usted sí que es rara. ¡Solo quiero alejarme de usted, maldita bruja loca!

Sí, esas fueron sus palabras exactas. Estaba en un estado emocional tan terrible que ya no sabía lo que decía. Debería haber hecho caso omiso de sus insultos, pero aun así esas cosas duelen.

De pronto llegó a la puerta, puso una mano en el pomo y salió. Pensar en ella saliendo a la carrera a medianoche, en un estado tan vulnerable, me alarmó. La seguí hasta el rellano y la encontré pulsando frenética el botón del ascensor. Varios pisos más abajo, la maquinaría cobró ruidosamente vida y el ascensor emprendió su ascenso, rechinando y gimiendo.

La chica me miró con ferocidad de reojo.

—No está llorando, ¿verdad?

—No, querida, no. Solo estoy preocupada. Se está usted comportando de una forma tan extraña.

—¡Cielo santo! —exclamó, y luego (aunque no estaba cerca de ella)—: ¡Apártese de mí!

En lugar de esperar a que llegara el ascensor, cogió su maleta y su colcha, y empezó a bajar las escaleras corriendo.

—¡No sea tan obstinada, querida! Son pasadas las doce. Vuelva cuando se haya calmado. ¡Dejaré la puerta abierta, por si acaso! ¿No quiere decir nada a los pájaros? ¿Sibyl? ¿Sibyl?

Solo la llamé por su verdadero nombre como una especie de prueba de última hora, para ver si eso la hacía volverse. Pero no hubo respuesta, solo el ruido de pasos escabulléndose, cada vez más débil a medida que bajaba hacia la calle, arrastrando por los escalones la colcha, brillante en la oscuridad.

VII

Marzo de 1890

Edimburgo

22

Con el testimonio de Sibyl llegó a su fin la presentación de los argumentos de la defensa. Durante casi tres días el jurado había escuchado y observado a la sucesión de testigos que habían desfilado ante él. Algunos de los llamados a testificar habían dicho la verdad, otros, por motivos personales, habían dado una versión de los acontecimientos que tal vez no había sido del todo honesta. Varios médicos habían hablado largo y tendido y, sin embargo, pese a sus conocimientos y su elocuencia, y los experimentos científicos llevados a cabo, solo habían conseguido confundir más las cosas. Los abogados estaban obligados a dar sentido a toda esa maraña en sus intervenciones finales ante el jurado. Estas son, por naturaleza, extensas y no tengo intención de destrozarme los dedos copiándolas aquí, sobre todo porque los textos son del dominio público, pero trataré de resumirlas.

Aitchison fue el primero en hacer uso de la palabra. Habló durante casi noventa minutos y no consultó ni una sola vez sus notas, lo que, en mi opinión, podría justificar algunos de sus numerosos lapsus y errores. Sin embargo no tengo escrúpulos en decir que su intervención fue deliberadamente «maliciosa», y que introdujo varios asuntos que no debería haber mencionado siquiera. Para mi frustración, en ese momento no pude intervenir para señalarlo, de modo que aprovecharé ahora la oportunidad.

A fin de obtener la atención de la sala, el fiscal empezó a hablar en voz baja, para que todos los presentes tuviéramos que esforzarnos por oír. Solo a medida que su intervención avanzaba se fue animando. Se sonrojó, los ojos verdes le centellearon y, cuanta más pasión ponía, más saliva se le juntaba en las comisuras de los labios. De vez en cuando, para enfatizar un argumento, golpeaba el puño derecho en la palma de la mano izquierda. Le dijo al jurado que nunca le había cabido en la cabeza que alguien pudiera cometer un acto de tan infame atrocidad contra una niña pura e inocente. Asimismo chocante para él era la idea de que una fémina hubiera intervenido en tales crímenes, y sin embargo (según él) había quedado demostrado, por encima de toda duda, que ese era el caso. No había titubeado al afirmar que las tres personas sentadas en el banquillo de los acusados habían cometido esas odiosas atrocidades.

Los móviles de los crímenes no eran, de entrada, obvios. ¿Por qué se había escogido a esa niña en particular de esa familia en particular? Si el rescate era el objetivo, ¿por qué los secuestradores no habían seleccionado a una de las familias de Glasgow que vivía a tiro de piedra de Stanley Street, en las grandes casas adosadas próximas al parque? Pero el lucro económico nunca había sido el principal móvil; la nota de rescate resultó ser una ocurrencia tardía nacida del pánico y no tuvo continuidad. En ese caso, ¿por qué Rose? ¿Por qué los Gillespie? La respuesta, según Aitchison, era clara: «No fueron estos dos inútiles quienes escogieron a su víctima. Los escogió ella».

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