—¿Dónde está Rose? —gritó.
—No lo sé —respondió Sibyl, con voz cantarina.
—¿La has dejado en la esquina?
Sibyl meneó la cabeza y juntó las cejas, con expresión contrariada. Annie tiró la alfombra que había sacudido sobre los escalones y se acercó a la niña.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está tu hermana?
Sibyl alargó el pie y acercó la punta a una grieta de la acera, murmurando algo que ninguna de las dos alcanzamos a oír.
—Habla más alto, cariño —dijo Annie.
—No la encuentro —respondió Sibyl en voz baja.
—¿Qué quieres decir con que no la encuentras?
El labio de la niña tembló y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—He encontrado un… pájaro muerto en el suelo, y cuando he mirado Rose ya no estaba.
Annie suspiró y se volvió hacia mí.
—Perdone, Harriet, pero ¿le importaría meter las alfombras en casa? Voy a buscar a Rose. No tardaremos.
—No me importa en absoluto.
—Vamos —le dijo Annie a Sibyl, y cogidas de la mano se fueron.
Sibyl corría por la calle al lado de su madre, como si de pronto se hubiera animado.
Llevé las alfombras al piso de arriba, ya que sabía exactamente dónde iba cada una, y fui de habitación en habitación colocándolas en los suelos recién barridos, después de dejar la puerta delantera abierta para que entrara el aire. A continuación preparé té, ya que estaba segura de que Annie tendría sed cuando volviera. Veinte minutos después, seguía sin haber rastro de los Gillespie. Al final, después de casi media hora, oí a alguien subir corriendo por las escaleras. Annie irrumpió en el salón, jadeando. Parecía aterrada.
—No encuentro a Rose por ninguna parte. No está en los jardines, y he mirado por todo el Crescent y por Cumberland Street, y tampoco está en la explanada de detrás…
—¿Dónde está Sibyl?
—La he dejado al otro lado de la calle con Jean. Elspeth ha salido.
A pesar de mi creciente pánico, tardé un momento en asimilar esa información. Annie había prohibido a sus hijas poner un pie en el número 14. El hecho de que hubiera violado su propia regla era un signo de lo preocupada que estaba. Traté de tranquilizarla.
—Tal vez se ha escondido en alguna parte. ¿Quiere que busquemos de nuevo?
Las entradas traseras de los edificios solían estar abiertas durante el día, y las niñas entraban y salían por ellas, de modo que dejamos la puerta entreabierta por si Rose regresaba en nuestra ausencia. Al bajar las escaleras, Annie se detuvo en el rellano para decirle a la señora Calthrop que había dejado la puerta abierta y pedirle que estuviera pendiente por si veía a Rose o a alguien subir las escaleras. Luego nos apresuramos a doblar la esquina hacia Queen’s Crescent.
La verja de los jardines estaba abierta, como era habitual. Bastó un momento para confirmar que Rose no estaba allí, ni detrás de los árboles, ni debajo del banco, ni escondida detrás de la fuente. Recorrimos el Crescent, mirando por encima de las verjas y atisbando en todos los jardines delanteros, y lo único extraño que vimos fue una bolsa de azúcar sobre un muro. Sin tocarla, pasamos por detrás de la hilera de casas y regresamos por el sendero trasero, llamando a Rose a gritos. Después pasamos por mi alojamiento, donde las habitaciones delanteras daban a los jardines, pensando que tal vez era posible que alguna de las Alexander hubieran visto a la niña alejarse. Pero la joven Lily, Kate y su madre habían estado toda la tarde en la parte trasera de la casa, entre la cocina y la sala de estar. Cuando les contamos lo ocurrido, salieron y nos ayudaron a buscar una vez más por los alrededores inmediatos, luego bajamos corriendo Melrose Street hasta Great Western Road, donde miramos en una y otra dirección, pero no vimos ninguna niña entre los transeúntes.
—¿Cómo iba vestida? —preguntó Lily Alexander, muy sensatamente.
Annie reflexionó un momento.
—Con un vestido azul —dijo por fin—. Un vestido corto azul, con una especie de estampado a rombos, y su delantal.
Con el paso de las horas el cielo había empezado a cambiar. Mientras Annie y yo registrábamos los jardines, unas nubes negras habían avanzado en silencio desde el oeste. Cuando llegamos al final de Melrose Street, empezó a diluviar: primero grandes gotas intermitentes, luego una lluvia más torrencial, con el retumbar de truenos a lo lejos. Demasiado concentradas en buscar a Rose para preocuparnos por un chaparrón, decidimos separarnos. Annie dio a la señora Alexander la llave del piso y le pidió que fuera al número 11 y se quedara allí, por si Rose volvía y se encontraba la casa vacía, o por si llegaba Ned, para contarle lo ocurrido. Luego, pensando que su hija podía haberse encaminado hacia el West End Park, Annie se dirigió hacia allí a toda prisa, sin molestarse en ponerse el sombrero. Lily y Kate se despidieron, tras convenir en que ellas mirarían por las calles principales. En cuanto a mí, registré a fondo las calles más pequeñas que había en las proximidades: Arlington, Cumberland, Grant, Carnarvon y, por último, Stanley. Me aseguré de mirar en todos los callejones y patios traseros, pero no había rastro de Rose en ninguna parte, y nadie había visto a una niña que respondiera a su descripción. La mayoría de los niños vagaban a sus anchas y después de todas sus aventuras diarias regresaban ilesos a casa, por lo que cabía esperar que, abandonada a sus propios recursos, Rose apareciera ilesa en algún momento. Sin embargo, era una niña muy dependiente a la que no le gustaba apartarse de Annie durante mucho tiempo. Incluso cuando estaba al cuidado de Sibyl o de otra persona no se iba muy lejos, porque le gustaba la seguridad de estar cerca de alguien conocido; estos detalles de su carácter hacían que cada vez estuviéramos más preocupados.
Cuando volví al número 11, alcé la mirada hacia las ventanas del salón y vi la luna pálida del rostro de la señora Alexander mirándome. Alcé una mano al aire, en un gesto más interrogante que de saludo, y ella respondió meneando la cabeza, por lo que entendí que todavía no había ni rastro de Rose o Ned. En lugar de subir las escaleras, decidí proseguir la búsqueda. Se me ocurrió que, si la niña se había alejado, quizá se hubiera encaminado hacia Charing Cross, ya que a menudo acompañaba a uno u otro de sus parientes en sus visitas a la ciudad; por pura costumbre, podía haberse ido en dirección a las grandes tiendas. De modo que me dirigí hacia el este. Llovía sin descanso, pero no habría cambiado nada de haber tenido un paraguas; como esa mañana no había cogido el abrigo, ya estaba calada hasta los huesos. Creo que al pasar por George’s Road eché una ojeada, pero no vi nada que me llamara la atención. En Sauchiehall Street miré con detenimiento a través de las verjas y por encima de los muros, por las explanadas de césped de todas las grandes villas, por si la niña se había colado entre las rejas y subido por una de las avenidas de entrada. Al acercarme a los edificios Corporation, los cielos se abrieron y el chaparrón dio paso a una lluvia lo bastante torrencial para que los transeúntes se escabulleran para resguardarse en los salones de té y los portales, dejando el paisaje desierto. Registré unas cuantas calles laterales, pero no había ningún indicio de Rose. Al final decidí volver sobre mis pasos hasta Woodside, con la esperanza de que ya hubiera aparecido.
En el numero 11 de Stanley Street, habían fijado la puerta principal con una piedra para que se mantuviera abierta, y unas cuantas mujeres y varios niños se habían reunido dentro del zaguán para guarecerse de la lluvia. En aquellos tiempos —como ahora— apiñarse en la entrada de una casa era visto como algo «vulgar», de modo que era evidente que había corrido la voz acerca de Rose, o todas esas matronas respetables no se habrían quedado allí, por si las tomaban por Jezabeles. Hablaban en voz baja unas con otras cuando me acerqué a ellas. Reconocí a una de las señoras como la vecina del piso de debajo de los Gillespie.
—Disculpe, señora Calthrop —dije—, ¿ya han encontrado a la pequeña Rose?
Calthrop negó con la cabeza adustamente.
—Pero la mitad de la calle la está buscando.
Seguí interrogándola. Al parecer, mi casera estaba todavía en el piso de arriba, montando guardia en el salón de los Gillespie. Annie había vuelto un momento, pero cuando le dijeron que Rose aún no había aparecido, salió de nuevo corriendo, para reanudar su búsqueda. Ned aún no había vuelto a casa. No había noticias concretas sobre Rose, pero empezaron a correr varios rumores. A las dos y media, uno de los vecinos había cruzado West Prince’s Street y había visto pasar a dos niñas cogidas de la mano a lo lejos, dirigiéndose al oeste, hacia el río Kelvin. Al cabo de un rato un muchacho de cabello rubio las había visto pasar junto al viejo molino de pedernal. Otro afirmaba que estaba en una tienda de comestibles de Great Western a eso de las tres y cuarto, cuando una niña de la edad y el aspecto de Sibyl había entrado y esperado a que la atendieran. Y, al parecer, la joven Lily Alexander había hablado con una criada que trabajaba por la Queen’s Terrace de West Prince’s Street. La joven, llamada Martha, regresaba de un recado, poco después de las tres, cuando se fijó en que un hombre pasaba corriendo por su lado con un bulto. Se dio cuenta de que el bulto era humano solo cuando empezó a llorar: era una niña, estaba casi segura. El hombre intentó hacerla callar y, al no lograrlo, se limitó a acelerar el paso.
—Pero ya saben cómo son las criadas —dijo la señora Calthrop—. Seguramente se lo ha inventado todo para llamar la atención. Lo más probable es que el hombre tuviera un hijo.
—Tiene que ser eso —repliqué, reacia a contemplar cualquier otra alternativa.
Me proponía subir para hablar con mi casera, pero pensé que la señora Calthrop ya me había dicho todo lo que me hacía falta saber. Y no tenía ganas de quedarme allí chismorreando. Salí con prisa para hacer lo que me parecía más útil en esas circunstancias, que era reanudar la búsqueda de Rose mientras todavía fuera de día.
En primer lugar pasé por mi alojamiento para cambiarme de traje porque el que llevaba chorreaba. Me puse un impermeable y, armada con un paraguas, salí de nuevo. Alterada por lo que había dicho la señora Calthrop sobre las dos niñas que habían visto dirigirse hacia el Kelvin, decidí tomar esa dirección. Annie y yo habíamos llevado a menudo a las niñas al río en nuestros paseos, y era muy posible que Rose se hubiera dirigido allí. Por lo que yo sabía, cabía la posibilidad de que Sibyl estuviera ocultando la verdad, y me preocupaba lo que podía haberle pasado a Rose: los caminos que bordeaban el río eran solitarios; la orilla era escarpada a tramos; el Kelvin era hondo por algunos tramos, corría rápido y poderoso en su curso bajo, y podía crecer deprisa en condiciones lluviosas como las de aquel día. Era posible que se hubiera producido alguna clase de accidente, y que Sibyl tu viera demasiado miedo a las consecuencias para contarnos lo ocurrido.
A lo largo de West Prince’s Street había algunos edificios en obras, y atisbé en el interior de los recintos mientras pasaba, pero no vi ningún niño. Al llegar al río me dirigí al norte, sin apartarme de la orilla en la medida de lo posible. Durante las siguientes horas inspeccioné el valle y los trechos de bosque que había por el camino. Por fortuna, pronto dejó de llover. Fui hasta la fábrica de papel, pero a partir de allí estaba demasiado oscuro para ver algo. Por el camino me amenazó un perro, y en un par de ocasiones me abordaron unos hombres solitarios que me tomaron por lo que no era, pero en cuanto los despedí con palabras ásperas y el paraguas en alto enseguida se dieron cuenta de su error. De la hija desaparecida de Ned y Annie no encontré el menor rastro.
Cuando regresé a Stanley Street alrededor de las nueve y media, tenía los pies llagados y las piernas doloridas. Levanté la vista hacia el número 11 y vi una luz débil en el salón de los Gillespie, y me pareció entrever a alguien en la ventana, seguramente Annie, aunque era difícil saberlo. La figura envuelta en penumbra se escabulló detrás de las cortinas en cuanto empecé a subir los escalones de entrada. Ya era de noche, y el pequeño grupo de mujeres y niños del zaguán se había dispersado. Sin embargo, la puerta principal, que solía estar cerrada con llave, permanecía entornada. (Más tarde me enteré de que Ned había insistido en fijarla con una piedra para mantenerla abierta, por si Rose regresaba durante la noche.) Reacia a entrometerme a esa hora sin que me hubieran invitado, llamé al timbre en lugar de entrar sin más en el piso, lo que habría parecido atrevido en tales circunstancias. Después de un intervalo, oí unos pasos masculinos en las escaleras y luego sobre las losas. El chasquido de las suelas de cuero iba acompañado de un extraño crujido, el ruido de algo al triturarse que no supe identificar. Cuando por fin se abrió la puerta, apareció en el umbral un agente de policía alto y delgado, un nativo de las Tierras Altas escocesas. Lo reconocí, por su bigote pelirrojo, como el agente Black, uno de los hombres entrados en años que patrullaban los barrios de Claremont y Woodside. Desprendía un intenso olor a caramelo de menta, lo que explicaba el crujido que había oído.
—Hola —dijo, inclinándose para mirarme, y me llegó una ráfaga de frío aliento a menta que casi hizo que me lloraran los ojos—. ¿Quién anda ahí?
—He venido a ver a los Gillespie. ¿Han encontrado a Rose?
—Aún no, señorita. Pero no se preocupe que aparecerá.
—Ojalá no se equivoque.
Titubeé, preguntándome si me dejaría entrar en el edificio, cuando me dijo:
—¿Quién es usted? Querrán saber quién ha venido.
—Harriet, la señorita Baxter. Estaba aquí con Annie y he estado buscando a Rose estas últimas horas. Soy una buena amiga de la familia. ¿Necesitan ayuda? Podría preparar bebidas calientes o lo que sea que necesiten.
—No, no necesitan nada. La madre del señor Gillespie está a cargo de las infusiones.
—¿Elspeth? ¿Elspeth Gillespie? ¿Está seguro?
—Sí, la señora Gillespie, estoy seguro. Está preparando té para el médico.
—¿El doctor? ¿Qué ha ocurrido? ¿Hay alguien enfermo?
—Esa pequeña…, Sibyl, ¿verdad? Se puso histérica y tuvo un pequeño ataque. Ya está bien, pero esta casa ha sido el caos. Necesitan paz y tranquilidad. Será mejor que vuelva mañana.
—Sí, por supuesto.
Él retrocedió hasta la puerta y dejó que esta se cerrara con suavidad contra la piedra que la mantenía entreabierta. Luego lo oí volver sobre sus pasos por el pasillo.