La velocidad de la oscuridad (9 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Oh, Tom le hizo recoger un montón de equipo, y Don lo estaba amontonando sin más. Tom lo obligó a hacerlo bien. Tantas veces como lo ha visto hacer, ya debería saber cómo es, pero Don... es que no aprende. Ahora que ya no está con Helen, vuelve a ser el niño cabezota que tuvimos hace años. Ojalá creciera.

Tom escuchaba sin participar en la conversación. Conocía las señales: en cualquier momento Lucía sondearía a Marjory sobre sus sentimientos hacia Lou y Don, y quería estar lejos cuando eso sucediera. Terminó de hacer sus estiramientos y se levantó justo cuando Lou aparecía por la esquina de la casa.

Mientras comprobaba las luces y hacía un último reconocimiento de la zona en busca de posibles riesgos que pudieran causar lesiones, Tom observó a Lou hacer sus estiramientos... metódico como siempre, concienzudo como siempre. Algunos podían pensar que Lou era tonto, pero a Tom le parecía siempre fascinante. Treinta años antes, nunca hubiese llegado a parecer normal; cincuenta años antes se hubiese pasado la vida en una institución. Pero las mejoras en la intervención a tiempo, en los métodos de enseñanza y en los ejercicios de integración sensorial asistidos por ordenador le habían proporcionado la capacidad para encontrar un buen empleo, vivir de manera independiente, tratar con el mundo real en términos casi iguales.

Un milagro de adaptación y, también, para Tom, un poco triste. Las personas más jóvenes que Lou, nacidas con el mismo déficit neurológico, podían ser curadas por completo por medio de terapia genética en los dos primeros años de su vida. Sólo aquellos cuyos padres se negaban al tratamiento tenían que debatirse, como había hecho Lou, con las durísimas terapias que Lou había dominado. Si Lou fuese más joven, no habría sufrido. Sería normal, lo que quiera que eso significase.

Sin embargo allí estaba, practicando esgrima. Tom pensó en los movimientos entrecortados y desiguales que Lou hacía cuando empezó: pareció durante muchísimo tiempo que sólo conseguiría ser una parodia de la realidad. En cada etapa de su desarrollo había tenido el mismo lento y difícil comienzo y la misma lenta y difícil progresión... del florete al sable, del sable al estoque, de la hoja simple al florete y la daga, el sable y la daga, el estoque y la daga, y así sucesivamente.

Había dominado cada arma por puro esfuerzo, no por talento innato. Sin embargo, ahora que tenía las habilidades físicas, dominaba en cuestión de pocos meses las habilidades mentales que para otros esgrimistas requerían décadas.

Tom miró a Lou a los ojos y le hizo señas para que se acercara.

—Acuérdate de lo que te dije: ahora necesitas practicar con el grupo superior.

—Sí...

Lou asintió y luego hizo un saludo formal. Sus movimientos de apertura parecían estirados, pero rápidamente pasó a un estilo que se aprovechaba de su movimiento más fractal. Tom giró, cambió de dirección, amagó y sondeó y ofreció falsas aberturas, y Lou lo detuvo movimiento a movimiento, probándolo mientras era probado. ¿Había una pauta en los movimientos de Lou, aparte de la respuesta a los suyos propios? No podía decirlo. Pero una y otra vez, Lou casi lo alcanzaba, anticipando sus propios movimientos... lo cual debía significar, pensó Tom, que él mismo tenía una pauta y que Lou la había localizado.

—Análisis de pautas —dijo en voz alta, justo cuando la hoja de Lou rozaba la suya y le tocaba el pecho—. Tendría que haberlo pensado.

—Lo siento —dijo Lou. Casi siempre decía «lo siento», y luego parecía cohibido.

—Buen toque —dijo Tom—. Estaba intentando averiguar cómo haces lo que estás haciendo en vez de concentrarme en el combate. ¿Estás utilizando análisis de pautas?

—Sí —respondió Lou. Parecía levemente sorprendido, y Tom se preguntó si estaba pensando «¿no lo hace todo el mundo?».

—Yo no puedo hacerlo en tiempo real —dijo Tom—. No a menos que alguien tenga una pauta muy sencilla.

—¿No está bien? —preguntó Lou.

—Está muy bien, si puedes hacerlo. También es la marca de un buen esgrimista... o un buen jugador de ajedrez, ya puestos. ¿Juegas al ajedrez?

—No.

—Bueno... entonces veamos si puedo recordar lo que estoy haciendo y desquitarme.

Tom asintió y empezaron de nuevo, pero resultaba difícil concentrarse. Quería pensar en Lou, en cuándo aquellos torpes movimientos se habían vuelto efectivos, en cuándo había visto por primera vez una auténtica promesa, en cuándo había empezado Lou a leer las pautas de los espadachines más lentos. ¿Qué decía aquello de la forma en que pensaba? ¿Qué decía sobre él como persona?

Tom vio una abertura y la aprovechó, sólo para sentir el agudo golpe en su pecho que indicaba que había sido tocado de nuevo.

—Vaya, Lou, si sigues haciendo esto tendremos que promocionarte a algún torneo —dijo, sólo medio en broma. Lou se envaró y hundió los hombros—. ¿Te molesta eso?

—Yo... creo que no debería competir en un torneo.

—Es cosa tuya.

Tom saludó de nuevo. Se preguntó por qué Lou lo expresaba de esa manera. Una cosa era no sentir ningún deseo de competir y otra pensar que «no debería» hacerlo. Si Lou hubiera sido normal (Tom se odiaba a sí mismo por emplear esa palabra, pero allí estaba), habría participado en torneos desde hacía ya tres años. Habría empezado pronto, como hacía la mayoría de la gente, en vez de practicar en privado tanto tiempo. Tom se concentró en el combate, apenas detuvo una estocada, y trató de hacer más aleatorios sus ataques.

Finalmente, le faltó el aire y tuvo que parar, jadeando.

—Necesito un descanso, Lou. Vayamos allí y repasemos...

Lou lo siguió obediente y se sentó en el saliente de piedra que rodeaba el patio mientras Tom ocupaba una de las sillas. Advirtió que Lou estaba sudando, pero no respiraba con especial dificultad.

Tom finalmente se para, jadeando, y se declara demasiado cansado para continuar. Me conduce a un lado mientras otros dos ocupan la pista. Respira con mucha dificultad: sus palabras vienen espaciadas, lo que hace que sea más fácil comprenderlas. Me alegro de que piense que lo estoy haciendo tan bien.

—Pero mira... todavía no has perdido el resuello. Ve a batirte con otro, dame una oportunidad de recuperar el aliento y hablaremos más tarde.

Miro a Marjory, sentada junto a Lucía. La he visto observándome mientras Tom y yo combatíamos. Ahora tiene la cabeza gacha y el calor ha puesto más color sonrosado en su cara. El estómago se me encoge, pero me levanto y me acerco a ella.

—Hola, Marjory —digo. Mi corazón martillea.

Ella levanta la cabeza. Está sonriendo, una sonrisa completa.

—Hola, Lou —dice—. ¿Cómo te sientes esta noche?

—Bien. ¿Vas a... quieres... practicar conmigo?

—Por supuesto.

Extiende la mano para recoger su careta y se la pone. Ahora ya no puedo verle tan bien la cara, y ella no podrá ver la mía cuando me la coloque. Me la pongo. Puedo mirar sin ser visto; mi corazón se reafirma.

Empezamos con una recapitulación de algunas secuencias del manual de esgrima de Saviolo. Paso a paso, hacia delante y de lado, girando y sondeándonos el uno al otro. Es a la vez un ritual y una conversación, mientras paro sus ataques y me lanzo contra sus paradas. ¿Lo sé yo? ¿Lo sabe ella? Sus movimientos son más suaves, más tentativos que los de Tom. Giro, paso, pregunta, respuesta, un diálogo de acero con una música que puedo oír en mi cabeza.

Consigo tocarla cuando ella no se mueve como yo esperaba. No quería alcanzarla.

—Lo siento —digo. Mi música vacila, mi ritmo se atropella. Retrocedo, rompiendo contacto, la punta de la hoja en el suelo.

—No... ha sido válido —dice Marjory—. Sé que no debo bajar la guardia...

—¿No te he lastimado? —Me ha parecido un golpe fuerte que sacudía la palma de mi mano.

—No... sigamos.

Veo el destello de los dientes dentro de la careta: una sonrisa. Saludo; ella responde; volvemos a la danza. Intento tener cuidado, y a través del contacto de acero sobre acero la noto más firme, más concentrada, se mueve más rápido. No acelero: ella me alcanza en el hombro. A partir de ese punto, intento batirme a su ritmo, haciendo que el encuentro dure lo máximo posible.

Demasiado pronto la oigo respirar con dificultad y ella se dispone a parar para hacer un descanso. Nos damos las gracias mutuamente, estrechándonos las manos; me siento mareado.

—Ha sido divertido —dice ella—. Pero tengo que dejar de poner excusas para no entrenar. Si hubiera estado haciendo pesas, no me dolería el brazo.

—Yo hago pesas tres veces por semana —digo. Entonces me doy cuenta de que ella podría pensar que le estoy diciendo lo que tiene que hacer o que estoy alardeando, pero todo lo que quería decir es que hago pesas para que no me duelan los brazos.

—Yo debería —dice ella. Parece feliz y relajada. Me relajo también. A ella no le molesta que yo haya dicho que hago pesas—. Antes lo hacía. Pero estoy enfrascada en un nuevo proyecto que me consume todo el tiempo.

Imagino el proyecto como algo vivo royendo un reloj. Debe de tratarse de la investigación que mencionó Emmy.

—Sí. ¿Qué proyecto es? —Apenas puedo respirar mientras espero la respuesta.

—Bueno, mi campo son los sistemas de señales neuromusculares —dice Marjory—. Estamos trabajando en posibles terapias para algunas de las enfermedades genéticas neuromusculares que no han cedido a la terapia genética.

Me mira, y yo asiento.

—¿Como la distrofia muscular? —pregunto.

—Sí, ésa es una. Así es como empecé a practicar la esgrima, por cierto.

Siento que mi frente se arruga: confusión. ¿Qué relación hay entre la esgrima y la distrofia muscular? La gente con DM no practica esgrima.

—¿Esgrima...?

—Sí. Iba camino de una reunión del departamento, hace años, y atravesé un patio donde Tom estaba haciendo una demostración. Estaba pensando en la buena función muscular desde una perspectiva médica, no desde la perspectiva del usuario... Recuerdo que me quedé allí de pie, viendo practicar a la gente y pensando en la conducta bioquímica de las células musculares, cuando de pronto Tom me preguntó si me apetecía intentarlo. Creo que confundió la expresión de mi rostro con interés por la esgrima, cuando lo que yo estaba mirando eran los músculos de las piernas.

—Creí que habías practicado esgrima en la universidad.

—Eso fue en la universidad. Yo era estudiante de posgrado.

—Oh... ¿y siempre has trabajado con los músculos?

—En un sentido o en otro. Con el éxito de algunas terapias genéticas para las enfermedades musculares puras, he pasado a lo neuromuscular... o lo han hecho mis jefes, más bien. No es que sea la directora del proyecto.

Me mira a la cara un buen rato; yo tengo que apartar la mirada porque la sensación es demasiado intensa.

—Espero que no te importara que te pidiera que me acompañases al aeropuerto, Lou. Me sentí más segura contigo.

Siento que me acaloro.

—No es... Yo no... Yo quería... —Trago saliva con dificultad—. No estoy molesto —digo cuando consigo tener la voz bajo control—. Me alegré de acompañarte.

—Qué bien.

Ella no dice nada más. Me siento a su lado, sintiendo mi cuerpo relajarse. Si fuera posible, me quedaría aquí sentado toda la noche. Mientras mi corazón se tranquiliza, contemplo a los demás. Max y Tom y Susan combaten dos-a-uno. Don está tumbado en una silla al otro lado del patio: me mira, pero aparta la mirada cuando yo lo miro.

Tom se despidió de Max, Susan y Marjory, que se marcharon juntos. Cuando se dio la vuelta, Lou seguía allí. Lucía había entrado en la casa, seguida como de costumbre por quienes querían charlar.

—Hay una investigación —dijo Lou—. Nueva. Un tratamiento, tal vez.

Tom escuchó más lo entrecortado de la voz de Lou, la evidente tensión en la entonación y el ritmo de sus palabras que las palabras en sí. Lou estaba asustado: sólo hablaba así cuando se sentía ansioso.

—¿Todavía está en fase experimental o ya está disponible?

—Experimental. Pero ellos, la oficina, quieren... mi jefe dijo... ellos quieren que yo... lo siga.

—¿Un tratamiento experimental? Qué extraño. Normalmente no están abiertos a los planes sanitarios comerciales.

—Es que... ellos... es algo desarrollado en el centro de Cambridge —dijo Lou, con la voz aún más entrecortada y mecánica—. Ahora la tienen. Mi jefe dice que su jefe quiere que lo sigamos. No está de acuerdo pero no puede detenerlos.

Tom experimentó un súbito deseo de descargar el puño en la cabeza de alguien. Lou estaba asustado; alguien lo estaba acorralando. No es mi hijo, se recordó Tom. No tenía ningún derecho en esta situación, pero como amigo de Lou tenía responsabilidades.

—¿Sabes cómo se supone que funciona?

—Todavía no. —Lou negó con la cabeza—. Apareció en la red la semana pasada; la Sociedad Autista local celebró una reunión al respecto, pero no sabían... Piensan que todavía faltan años para que se aplique a humanos. El señor Aldrin (mi supervisor) dijo que ya podía probarse y que el señor Crenshaw quiere que lo hagamos.

—No pueden obligaros a seguir un tratamiento experimental, Lou. Va contra la ley obligaros...

—Pero podrían quitarme el trabajo...

—¿Amenazan con despediros si no lo hacéis? No pueden hacer eso.

No creía que pudieran. No podrían en la universidad, pero en el sector privado era distinto. ¿Tan distinto?

—Necesitáis un abogado —dijo. Trató de pensar en los abogados que conocía. Gail tal vez fuera la abogada perfecta para aquel asunto, pensó. Había trabajado en derechos humanos mucho tiempo y, más aún, había salido vencedora. Pensaría en a quién podía ayudar en vez de en su propio deseo, cada vez mayor, de aplastarle a alguien la cabeza.

—No... sí., no sé. Estoy preocupado. El señor Aldrin dijo que deberíamos buscar ayuda, un abogado...

—Exactamente —dijo Tom. Se preguntó si darle a Lou algo más en lo que pensar sería una ayuda o no—. Mira, sabes que te he mencionado los torneos...

—No soy lo bastante bueno —contestó Lou rápidamente.

—La verdad es que sí que lo eres. Y me estaba preguntando si tal vez participar en un torneo no te ayudaría con este otro problema.

Tom sopesó sus ideas, tratando de dejar claro por qué consideraba que podía ser una buena idea.

—Si acabas necesitando ir a los tribunales contra tu empresa, eso es como un combate de esgrima. La confianza que te da la esgrima podría ayudarte.

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