La velocidad de la oscuridad (7 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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Esto es otra cosa que nunca le cuento a la doctora Fornum. Ella tomaría nota, lo sé. Mientras permanezco allí tumbado en la oscuridad, la suave y amable presión alivia gradualmente mi tensión, y la música equivocada de mi cabeza se vacía. Floto en un silencio suave, oscuro... descansando, en paz, sin ser invadido por los rápidos fotones.

Al cabo de un rato puedo pensar y sentir de nuevo. Estoy triste. Se supone que no debo estar triste. Me digo a mí mismo lo que me diría la doctora Fornum. Estoy sano. Tengo un trabajo por el que me pagan bien. Tengo un sitio donde vivir y ropa que ponerme. Tengo un raro permiso para conducir un automóvil privado y no tener que viajar con nadie ni tomar el ruidoso y saturado transporte público. Soy afortunado.

Pero me siento triste de todas formas. Lo intento con fuerza, pero sigue sin funcionar. Llevo la misma ropa que los demás. Digo las mismas palabras en los mismos momentos: buenos días, hola, cómo estás, estoy bien, buenas noches, por favor, gracias, no hay de qué, no gracias, ahora mismo no. Obedezco las leyes de circulación; obedezco las reglas. Tengo muebles corrientes en mi apartamento y pongo mi música poco habitual muy bajito o uso auriculares. Pero no es suficiente. Por mucho que lo intente, la gente normal sigue queriendo que cambie, que sea como ellos.

No saben lo difícil que es. No les importa. Quieren que cambie. Quieren meterme cosas en la cabeza, cambiar mi cerebro. Dicen que no, pero sí.

Yo creía que estaba a salvo, viviendo de manera independiente, viviendo como cualquier otro. Pero no lo estaba.

Bajo los cojines empiezo a temblar de nuevo. No quiero llorar; podría hacerlo demasiado fuerte y mis vecinos podrían darse cuenta. Escucho las etiquetas amontonándose a mi alrededor, las etiquetas que ponían en mi expediente cuando era niño. Diagnóstico básico desorden de carácter autista/autismo. Déficit de integración sensorial. Déficit de procesamiento auditivo. Déficit de procesamiento visual. Defensa táctil.

Odio las etiquetas: hacen que me sienta pegajoso, se me pegan con pegamento profesional que no puedo quitarme.

Todos los bebés nacen autistas, dijo una vez uno de nuestro grupo. Nos reímos nerviosos. Estuvimos de acuerdo, pero era peligroso decirlo.

Un niño neurológicamente normal necesita años para aprender a integrar los datos que recibe de los sentidos en un concepto coherente del mundo. Aunque a mí me costó mucho más (y estoy dispuesto a admitir que mi procesamiento sensorial no es normal ni siquiera ahora), me dediqué a la tarea igual que cualquier otro niño. Primero, inundado por los impulsos sensores sin control, sin medida, me protegía de la sobrecarga sensorial con el sueño y la falta de atención.

Se podría pensar, al leer la bibliografía, que sólo los niños con daños neurológicos hacen eso, pero en realidad todos los niños controlan su grado de exposición: cerrando los ojos, desviando la mirada o simplemente quedándose dormidos cuando no pueden con el mundo. Con el tiempo, a medida que le encuentran sentido a este flujo de datos y luego a ese otro, aprenden qué pautas de excitación retinal corresponden a qué acontecimientos del mundo visible, qué pautas de excitación auditiva indican una voz humana... y luego una voz humana hablando en su lengua materna.

A mí (a cualquier individuo autista) esto me costó mucho más tiempo. Mis padres me lo explicaron cuando fui lo bastante mayor para comprenderlo: por algún motivo, mis nervios infantiles necesitaban que el estímulo persistiera más tiempo antes de cubrir el hueco. Tanto ellos como yo tuvimos suerte de que hubiera técnicas que proporcionaran a mis neuronas esta necesaria duración de las señales. En vez de etiquetarme con un «déficit de atención» (que solía ser bastante común), simplemente me dieron estímulos que fuera capaz de atender.

Recuerdo la época anterior a mi exposición al programa asistido por ordenador de aprendizaje de lenguaje primario... cuando los sonidos que salían de la boca de las personas parecían tan aleatorios (no, más aleatorios todavía) que el mugido de una vaca en el prado. No podía oír muchas consonantes: no duraban lo suficiente. La terapia me ayudó, un ordenador estiraba los sonidos hasta que yo podía oírlos y, gradualmente, mi cerebro aprendió a capturar señales más breves. Pero no todas. Incluso hoy día una persona que hable rápido puede perderme, no importa cuánto me concentre.

Solía ser mucho peor. Antes de los programas de ayuda por ordenador, los niños como yo no llegaban nunca a aprender ningún lenguaje. A mediados del siglo veinte, los terapeutas creían que el autismo era una enfermedad mental, como la esquizofrenia. Mi madre leyó un libro que había escrito una mujer a quien le habían dicho que había vuelto loco a su hijo. La idea de que las personas autistas son, o se vuelven, mentalmente enfermas, persistió hasta finales del siglo veinte, e incluso leí un artículo al respecto en una revista hace unos cuantos años. Por eso tengo que visitar a la doctora Fornum, para que ella se asegure de que no estoy desarrollando ninguna enfermedad mental.

Me pregunto si el señor Crenshaw cree que estoy loco. ¿Por eso su cara se vuelve brillante cuando me habla? ¿Está asustado? No creo que el señor Aldrin me tenga miedo... ni a mí ni a ninguno de nosotros. Nos habla como si fuéramos reales. Pero el señor Crenshaw me habla como si yo fuera un animal testarudo, un animal a quien tiene derecho a entrenar. A menudo me siento asustado, pero ahora, después del descanso bajo los cojines, ya no.

Lo que deseo es poder salir y mirar las estrellas. Mis padres me llevaban de acampada al Suroeste; me recuerdo allí tumbado viendo todas las maravillosas pautas, pautas que seguían y seguían eternamente. Me gustaría volver a ver las estrellas. Me hacían sentirme tranquilo cuando era niño; me mostraban un universo ordenado, un universo pautado donde yo podía ser una parte pequeña de una pauta grande. Cuando mis padres me dijeron cuánto había viajado la luz hasta llegar a mis ojos (cientos, miles de años) me sentí reconfortado aunque no pude decir por qué.

Desde aquí no puedo ver las estrellas. Las luces de seguridad del aparcamiento que hay junto a nuestro edificio son de vapor de sodio y emiten una luz amarillo rosácea. Hacen que el aire parezca borroso y las estrellas no pueden asomarse a través de la capa negra y nublada del cielo. Sólo pueden verse la luna y unas cuantas estrellas y planetas brillantes.

A veces yo salía al campo y trataba de encontrar un sitio para contemplar las estrellas. Es difícil. Si aparco en una carretera comarcal y apago las luces del coche, alguien podría chocar conmigo porque no puede verme. He intentado aparcar junto a la carretera o en algún camino en desuso que conduzca a un granero, pero alguien que viva cerca podría darse cuenta y llamar a la policía. Entonces la policía vendrá y querrá saber por qué he aparcado allí tan tarde. Ellos no comprenden que quiero ver las estrellas. Dicen que es sólo una excusa. Ya no lo hago más. En cambio, trato de ahorrar dinero para ir de vacaciones a un sitio donde haya estrellas.

Es curioso lo de la policía. Algunos de nosotros tenemos más problemas que otros. Jorge, que creció en San Antonio, me dijo que si no eres rico, blanco y normal, ellos piensan que eres un criminal. Lo detuvieron muchas veces cuando era un chaval: no aprendió a hablar hasta los doce años e incluso entonces no hablaba demasiado bien. Ellos siempre creían que estaba borracho o drogado, dijo. Incluso cuando llevaba un brazalete que explicaba quién era y que no sabía hablar, ellos esperaban hasta que lo llevaban a la comisaría para mirarlo. Entonces intentaban buscar a un familiar que se lo llevara a casa, en vez de acompañarlo ellos mismos. Sus padres trabajaban los dos, así que en ocasiones tenía que esperar allí sentado tres o cuatro horas.

A mí no me ocurrió eso, pero a veces me han parado sin ningún motivo aparente, como el hombre de seguridad del aeropuerto. Me asusto mucho cuando alguien me habla con dureza y a veces tengo problemas para responder. He practicado para decir delante de un espejo: «Me llamo Lou Arrendale; soy autista; tengo problemas para responder preguntas», hasta poder decirlo no importa lo asustado que esté. Mi voz suena forzada y contenida cuando lo hago. Ellos preguntan: «¿Tiene alguna identificación?» Sé que debo decir: «En mi bolsillo.» Si intento sacar la cartera, puede que se asusten y me maten. La señorita Sevier, en el instituto, nos dijo que la policía cree que llevamos navajas o pistolas en los bolsillos y que han matado a personas que sólo intentaban sacar su carnet de identidad.

Creo que eso está mal, pero he leído que en los juicios han dicho que no importa, porque el policía está realmente asustado. Sin embargo, si cualquier otro está asustado no está bien que mate a un policía.

Esto no tiene sentido. No hay ninguna simetría.

El policía que visitó nuestra clase en el instituto dijo que la policía estaba para ayudarnos y que sólo la gente que ha hecho algo malo tendría que temerla. Jen Brouchard dijo lo que yo estaba pensando: que era difícil no tenerle miedo a alguien que te gritaba y te amenazaba y podía ponerte boca abajo en el suelo. Que aunque no hubieras hecho nada, tener a un hombretón apuntándote con una pistola asustaría a cualquiera. El policía se puso todo colorado y dijo que esa actitud no ayudaba. Ni tampoco la suya, pensé, pero no dije nada.

Sin embargo el policía que vive en nuestro edificio siempre ha sido amable conmigo. Se llama Daniel Bryce, pero me dice que lo llame Danny. Dice buenos días y buenas tardes cuando me ve, y yo le digo buenos días y buenas tardes. Me alabó una vez lo limpio que tengo el coche. Los dos ayudamos a la señorita Watson a mudarse cuando tuvo que ir al asilo; cada uno sujetó su mesa por un lado para bajarla por las escaleras. Él se ofreció a ir detrás. No le grita a nadie que yo sepa. No sé lo que piensa de mí, aparte de que le gusta que mi coche esté limpio. No sé si sabe que soy autista. Intento no tenerle miedo, porque no he hecho nada malo, pero se lo tengo, un poquito.

Me gustaría preguntarle si cree que la gente le tiene miedo, pero no quiero hacerle enfadar. No quiero que piense que estoy haciendo algo malo, porque yo sigo un poquito asustado.

Intenté ver algunos programas de policías en la tele, pero eso me volvió a asustar. La policía parecía cansada y enfadada todo el tiempo, y los programas hacen que parezca que eso está bien. Se supone que yo no debo mostrarme enfadado ni siquiera cuando estoy enfadado, pero ellos sí que pueden.

Sin embargo, no me gusta ser juzgado por lo que a los otros les gustaría que hiciera, y no quiero ser injusto con Danny Bryce. Me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa. Dice buenos días y yo le digo buenos días en respuesta. Intento fingir que la pistola que lleva es un juguete, así que no sudo demasiado cuando estoy cerca de él ni le hago creer que soy culpable de algo que no he hecho.

Bajo las mantas y los cojines, ahora estoy sudoroso además de calmado. Me levanto, vuelvo a colocar los cojines en su sitio y me doy una ducha. Es importante no oler mal. La gente que huele mal hace que los demás se enfaden o se asusten. No me gusta el olor del jabón que empleo (es un aroma artificial, demasiado fuerte), pero sé que es un olor aceptable para otras personas.

Es tarde, más de las nueve, cuando salgo de la ducha y vuelvo a vestirme. Normalmente los jueves veo
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, pero ya es demasiado tarde. Tengo hambre. Pongo agua a hervir y luego le echo algunos tallarines.

Suena el teléfono. Doy un respingo. No importa qué tono de llamada elija, el teléfono siempre me sorprende y siempre salto cuando estoy sorprendido.

Es el señor Aldrin. La garganta se me encoge; tardo un buen rato en responderle, pero él no retoma la palabra. Espera. Entiende.

Yo no lo entiendo. Él pertenece a la oficina, es parte del personal de la oficina. Nunca me ha llamado a casa antes. Ahora quiere reunirse conmigo. Me siento atrapado. Es mi jefe. Puede decirme qué hacer, pero sólo en el trabajo. No me parece bien oír su voz al teléfono en casa.

—Yo... no esperaba su llamada —digo.

—Lo sé —dice él—. Te he llamado a casa porque necesito hablar contigo fuera de la oficina.

El estómago se me encoge.

—¿Por qué motivo?

—Lou, tienes que saberlo antes de que el señor Crenshaw te lo diga. Hay un tratamiento experimental que puede invertir el autismo en adultos.

—Lo sé —digo—. He oído hablar de él. Lo han probado con simios.

—Sí. Pero lo que sale en la revista es de hace un año ya. Ha habido... progresos. Nuestra compañía ha comprado la investigación. Crenshaw quiere que todos vosotros probéis el nuevo tratamiento. Yo no estoy de acuerdo con él. Creo que es demasiado pronto y me parece que es un error imponéroslo. Al menos debería ser vuestra elección, nadie debería presionaros. Pero él es mi jefe y no puedo impedir que hable con vosotros.

Si no puede impedirlo, ¿por qué llama? ¿Es una de esas maniobras que he leído que hace la gente normal cuando quiere compasión por haber hecho algo mal porque no ha podido evitarlo?

—Quiero ayudarte —dice él. Recuerdo a mis padres diciendo que querer hacer algo no es lo mismo que hacerlo... que intentar no era lo mismo que hacer. ¿Por qué no dice «voy a ayudarte»?

—Creo que necesitáis un abogado —dice—. Alguien que os ayude a negociar con Crenshaw. Alguien mejor que yo. Puedo ayudaros a buscar a esa persona.

Creo que no quiere ser nuestro abogado. Creo que tiene miedo de que Crenshaw lo despida. Eso es razonable. Crenshaw podría despedir a cualquiera de nosotros. Me debato con mi testaruda lengua para articular las palabras.

—No debe... no debería... creo... creo que... nosotros... deberíamos buscar a nuestra propia persona.

—¿Podéis? —pregunta él. Noto la duda en su voz. Antes sólo hubiese notado algo distinto a la felicidad y hubiese tenido miedo de que estuviera enfadado conmigo. Me alegro de no ser así ya. Me pregunto por qué tiene esa duda, ya que sabe el tipo de trabajo que podemos hacer y que vivo independientemente.

—Puedo ir al Centro —digo.

—Tal vez eso sería lo mejor —responde. Un ruido a su lado del teléfono; habla, pero creo que no es a mí—. Baja el volumen, estoy al teléfono.

Oigo otra voz, una voz infeliz, pero no distingo las palabras con claridad. Entonces la voz del señor Aldrin, más fuerte, en mi oído:

—Lou, si tenéis algún problema para encontrar a alguien... si queréis que os ayude, por favor, hacédmelo saber. Quiero lo mejor para vosotros: lo sabes.

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