Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
—¿Has hecho los estiramientos? —le pregunta Lucía.
Él se encoge de hombros.
—Claro.
Ella le responde con el mismo gesto.
—Allá tú —dice. Cindy y ella empiezan a tirar. Me gusta mirarlas y tratar de descubrir qué están haciendo. Todo es tan rápido que tengo problemas para seguirlo, pero lo mismo le pasa a la gente normal.
—Hola, Lou —dice Marjory detrás de mí. Siento calor y luz, como si hubiera menos gravedad. Por un instante cierro los ojos. Es hermosa, pero me cuesta mirarla.
—Hola, Marjory —respondo, y me doy la vuelta. Me está sonriendo. Su rostro brilla. Solía molestarme cuando la gente era muy feliz y la cara le brillaba, porque la gente enfadada también tiene la cara brillante y yo no podía estar seguro de qué pasaba. Mis padres intentaron enseñarme la diferencia, con la posición de las cejas y todo eso, pero finalmente descubrí que la mejor manera de averiguarlo es por la comisura de los ojos. El rostro brillante de Marjory es un rostro feliz. Está contenta de verme, y yo estoy contento de verla.
Pero me preocupan otras muchas cosas, cuando pienso en Marjory. ¿Es contagioso el autismo? ¿Puedo pegárselo? A ella no le gustará si lo pilla. Sé que se supone que no se pega, pero dicen que si frecuentas a un grupo de gente, empiezas a pensar igual que ellos. Si ella me frecuenta, ¿pensará como yo? No quiero que le pase eso. Si hubiera nacido como yo estaría bien, pero alguien como ella no debería convertirse en alguien como yo. No creo que vaya a pasar, pero me sentiría culpable si así fuera. A veces esto me hace querer apartarme de ella, pero sobre todo quiero estar con ella más de lo que estoy.
—Hola, Marj —dice Don. Su cara es aún más brillante ahora. También él piensa que es hermosa. Sé que lo que siento se llama celos: lo leí en un libro. Es un sentimiento malo y significa que soy demasiado controlador. Doy un paso atrás, intentando no ser demasiado controlador, y Don da un paso adelante. Marjory me está mirando a mí, no a Don.
—¿Quieres jugar? —dice Don, dándome un golpecito con el codo. Quiere decir si quiero practicar esgrima con él. No lo comprendía al principio. Ahora sí. Asiento, en silencio, y vamos a buscar un sitio donde colocarnos.
Don hace un pequeño movimiento con la muñeca, la forma en que empieza cada asalto, y yo lo contraataco automáticamente. Nos movemos en círculo, haciendo fintas y lanzando estocadas, y entonces veo que su brazo se relaja desde el hombro. ¿Es otra finta? Es una abertura, al menos, y me abalanzo, alcanzándole en el pecho.
—Me has dado —dice—. Tengo el brazo hecho polvo.
—Lo siento —digo. Se frota el hombro, y de pronto salta hacia adelante y me golpea el pie. Ha hecho esto antes; retrocedo rápidamente y no me pilla. Después de alcanzarlo tres veces más, deja escapar un enorme suspiro y dice que está cansado. Me parece bien; prefiero hablar con Marjory. Max y Tom ocupan el lugar que estábamos utilizando. Lucía se ha parado a descansar; Cindy se enfrenta ahora a Susan.
Marjory está sentada junto a Lucía, que le enseña algunas fotos. Una de sus aficiones es la fotografía. Me quito la careta y las observo. La cara de Marjory es más ancha que la de Lucía. Don se interpone entre Marjory y yo y empieza a hablar.
—Estás interrumpiendo —dice Lucía.
—Oh, lo siento —responde Don, pero sigue allí, bloqueando mi visión.
—Y estás justo en medio —dice Lucía—. Por favor, apártate.
Me dirige una mirada. Yo no estoy haciendo nada malo, o me lo diría. Más que nadie a quien conozco que no sea como yo, ella dice claramente lo que quiere.
Don mira hacia atrás, resopla y se hace a un lado.
—No había visto a Lou —dice.
—Yo sí —contesta Lucía. Se vuelve hacia Marjory—. Pues como te iba diciendo, aquí es donde nos alojamos la cuarta noche. La saqué desde dentro... ¡qué te parece esta vista!
—Preciosa —dice Marjory. No veo la foto que mira, pero sí la felicidad en su rostro. La observo a ella en vez de escuchar a Lucía mientras habla sobre el resto de las fotografías. Don interrumpe con comentarios de vez en cuando. Cuando han terminado de mirar las fotos, Lucía cierra el visor portátil y lo coloca bajo su silla.
—Vamos, Don —dice—. Veamos cómo te va conmigo.
Se pone los guantes y la careta y recoge el sable. Don se encoge de hombros y la sigue hasta un sitio disponible.
—Siéntate —dice Marjory. Me siento, notando el leve calor de Lucía en la silla que acaba de dejar vacante—. ¿Cómo te ha ido el día? —pregunta Marjory.
—Casi he tenido un accidente —le cuento. Ella no hace preguntas: me deja hablar. Es difícil decirlo todo; ahora parece menos aceptable que pasara de largo, pero me preocupaba llegar tarde al trabajo y también la policía.
—Qué miedo —dice ella. Su voz es cálida, tranquilizadora. No es una calma profesional, sino suave al oído.
Quiero hablarle del señor Crenshaw, pero ahora Tom vuelve y me pregunta si quiero practicar. Me gusta practicar con Tom. Es casi tan alto como yo, y aunque es mayor, está muy en forma. Y es el mejor tirador del grupo.
—Te he visto practicar con Don —me dice—. Manejas muy bien sus trucos. Pero él no mejora... de hecho, ha perdido habilidad, así que asegúrate de batirte con alguno de los mejores esgrimistas cada semana. Yo, Lucía, Cindy, Max. Al menos dos de nosotros, ¿de acuerdo?
Al menos
significa «no menos de».
—Muy bien —digo. Cada uno de nosotros tiene dos armas, sable y florete. La primera vez que intenté utilizar una segunda hoja casi las hice chocar una contra otra. Luego intenté sostenerlas en paralelo. De esa forma no se entrecruzaban, pero Tom podía apartarlas ambas. Ahora las sostengo a alturas y ángulos diferentes.
Giramos, primero hacia un lado, luego hacia el otro. Intento recordar todo lo que Tom me ha enseñado: cómo colocar los pies, cómo sujetar las espadas, qué movimientos contrarrestan qué movimientos. Me lanza una estocada; mi brazo izquierdo se levanta para detenerlo con la espada; al mismo tiempo lanzo un ataque y él lo detiene. Es como un baile: paso-paso-ataque-parada-paso. Tom habla de la necesidad de variar la pauta, de ser impredecible, pero la última vez que lo vi luchar con otra persona me pareció ver una pauta en su falta de pauta. Si puedo contenerlo lo suficiente, tal vez vuelva a encontrarla.
De repente oigo la música de
Romeo y Julieta
, de Prokofiev, la danza en la mansión. Llena mi cabeza y me muevo a ese ritmo, deteniéndome en los movimientos más rápidos. Tom se detiene cuando yo me detengo. Ahora la veo, veo la pauta larga que ha diseñado porque nadie puede ser completamente aleatorio. Al moverme con ella, con mi música personal, puedo seguirlo, bloquear cada estocada, contrarrestar sus ataques. Y entonces sé lo que hará, y sin pensar mi brazo gira y golpeo con una
punta riversa
a un lado de su cabeza. Siento el golpe en mi mano, en mi brazo.
—¡Bien! —dice él. La música cesa—. ¡Guau! —exclama, sacudiendo la cabeza.
—Ha sido demasiado fuerte, lo siento.
—No, no, está bien. Una buena estocada, justo a través de mi guardia. Ni siquiera la he visto venir. —Sonríe detrás de la careta—. Te dije que estabas mejorando. Hagámoslo otra vez.
Yo no quiero lastimar a nadie. Cuando empecé, no podían conseguir que llegara a tocar a nadie con la hoja, no lo suficiente para que lo sintieran. Sigue sin gustarme. Lo que me gusta es aprender pautas y luego rehacerlas para estar yo también en esa pauta.
La luz destella en las hojas de Tom cuando las alza ambas en gesto de saludo. Durante un momento me quedo prendido en el resplandor, en la velocidad de la danza de la luz.
Entonces me muevo otra vez, en la oscuridad más allá de la luz. ¿Qué velocidad tiene la oscuridad? La sombra no puede ser más rápida que lo que la proyecta, pero no toda la oscuridad es sombra. ¿No? Esta vez no oigo ninguna música pero veo una pauta de luz y sombra, cambiando, arcos y hélices de luz contra un fondo de oscuridad.
Estoy bailando en la punta de la luz, pero más allá de ella, y de repente siento esa presión estremecedora en mi mano. Esta vez siento también el duro golpe de la hoja de Tom en mi pecho.
—Bien —digo, igual que él, y ambos damos un paso atrás, reconociendo la doble muerte.
—¡Ayyyyy!
Dejo de mirar a Tom y veo a Don que se dobla con la mano en la espalda. Se tambalea hacia las sillas, pero Lucía llega primero y se sienta de nuevo junto a Marjory. Noto una extraña sensación: que me he dado cuenta y que me he preocupado. Don se ha detenido, todavía doblado. No quedan sillas libres, ya que han llegado otros esgrimistas. Don acaba por sentarse en el suelo, gruñendo y gimiendo todo el tiempo.
—Voy a tener que renunciar a esto —dice—. Me estoy haciendo demasiado viejo.
—No eres viejo —dice Lucía—. Eres perezoso.
No comprendo por qué Lucía es tan dura con Don. Es un amigo: no está bien insultar a los amigos excepto de broma. A Don no le gusta hacer estiramientos y se queja mucho, pero eso no impide que sea un amigo.
—Vamos, Lou —dice Tom—. Me has matado. Nos hemos matado el uno al otro. Quiero el desquite.
Las palabras podrían ser furiosas, pero la voz es amistosa y él está sonriendo. Alzo de nuevo mis espadas.
Esta vez Tom hace lo que no hace nunca y ataca. No tengo tiempo para acordarme de lo que dice que hay que hacer cuando alguien ataca de frente: doy un paso atrás y giro, apartando su espada izquierda con la mía y tratando de lanzarle una estocada a la cabeza con el florete. Pero él se mueve demasiado rápido; fallo, y su brazo armado con el florete gira sobre su propia cabeza y me da un golpe en la coronilla.
—¡Te pillé! —dice.
—¿Cómo has hecho lo? —pregunto, y luego reordeno rápidamente las palabras—. ¿Cómo lo has hecho?
—Es mi golpe secreto —dice Tom, quitándose la careta—. Alguien me lo hizo hace doce años, y me fui a casa y practiqué hasta que pude hacerlo con un tocón... y normalmente sólo lo hago en competiciones. Pero estás preparado para aprenderlo. Es sólo un truquito. —Sonríe, la cara veteada de sudor.
—¡Eh! —grita Don al otro lado de la pista—. No lo he visto. Repítelo, ¿quieres?
—¿Cuál es el truco? —pregunto.
—Tienes que descubrirlo por ti mismo. Puedes utilizar mi tocón, pero acabas de ver toda la demostración que vas a conseguir. Te mencionaré que, si no lo haces a la perfección, serás carne picada para un oponente que no se deje llevar por el pánico. Ya has visto lo fácil que ha sido detener el arma.
—Tom, no me has enseñado eso... hazlo otra vez —dijo Don.
—No estás preparado —dijo Tom—. Tienes que ganártelo.
Ahora parece enfadado, igual que Lucía. ¿Qué ha hecho Don para enfadarlos? No ha hecho sus estiramientos y se cansa muy rápido, ¿pero es eso un buen motivo? No puedo preguntarlo ahora, pero lo preguntaré más tarde.
Me quito la careta y me acerco a Marjory. Desde arriba veo las luces que se reflejan en su brillante pelo negro. Si me muevo adelante y atrás, las luces le corren por el pelo, como corría la luz por las espadas de Tom. Me pregunto cómo será el tacto de su pelo.
—Ocupa mi sitio —dice Lucía, levantándose—. Voy a tirar otra vez.
Me siento, muy consciente de que Marjory está a mi lado.
—¿Vas a practicar esta noche? —pregunto.
—Esta noche no. Tengo que marcharme temprano. Mi amiga Karen llega al aeropuerto y le prometí que iría a recogerla. Me he pasado por aquí para ver... a la gente.
Quiero decirle que me alegro de que haya venido, pero las palabras se me atascan en la boca. Me siento torpe y estirado.
—¿De dónde viene Karen? —pregunto por fin.
—De Chicago. Fue a visitar a sus padres. —Marjory estira las piernas—. Iba a dejar su coche en el aeropuerto, pero tuvo un pinchazo la mañana que se marchó. Por eso tengo que ir a recogerla. —Se vuelve para mirarme; agacho la cabeza, incapaz de soportar el calor de su mirada—. ¿Vas a quedarte mucho esta noche?
—No mucho —digo. Si Marjory se marcha y Don se queda, me iré a casa.
—¿Quieres venir conmigo al aeropuerto? Podría traerte de vuelta para que recojas tu coche. Naturalmente, eso hará que llegues tarde a casa: el avión no llega hasta las diez y cuarto.
¿Acompañar a Marjory? Estoy tan sorprendido/feliz que no puedo moverme durante un largo momento.
—Sí —digo—. Sí.
Puedo sentir que mi rostro se acalora.
Camino del aeropuerto, miro por la ventanilla. Me siento ligero, como si pudiera flotar en el aire.
—Ser feliz hace que parezca que hay menos gravedad de lo normal —digo.
Siento la mirada de Marjory.
—Ligero como una pluma. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Tal vez como una pluma no. Me siento más bien como un globo —digo.
—Conozco esa sensación —responde Marjory. No dice que la sienta ahora. No sé cómo se siente. La gente normal sabría cómo se siente, pero yo no. Cuanto más la conozco, más cosas no sé sobre ella. No sé tampoco por qué Tom y Lucía se comportaron tan duramente con Don.
—Tom y Lucía parecían enfadados con Don —digo. Ella me dirige una rápida mirada de reojo. Creo que se supone que debo comprenderlo, pero no sé qué significa. Eso hace que quiera apartar la mirada; me siento raro por dentro.
—Don puede ser una verdadera sanguijuela —dice ella.
Don no es una sanguijuela; es una persona. La gente normal dice cosas así, cambiando el significado de las palabras sin avisar, y ellos lo entienden. Lo sé, porque alguien me dijo hace tiempo que sanguijuela es en argot una «mala persona». Pero no pudo decirme por qué, y sigo preguntándomelo. Si alguien es una mala persona y quieres decir que es una mala persona, ¿por qué no decirlo? ¿Por qué decir «sanguijuela» o «perro» o algo? Y añadir «verdadero» sólo lo empeora. Si dices que algo es verdadero, debería ser de verdad.
Pero quiero saber por qué Tom y Lucía están enfadados con Don más que explicarle a Marjory por qué no está bien decir que Don es una verdadera sanguijuela.
—¿Es porque no hace suficientes estiramientos?
—No. —Marjory parece un poco enfadada ahora, y siento que el estómago se me encoge—. Es sólo... es sólo cruel, en ocasiones, Lou. Hace chistes sobre la gente que no tienen gracia.
Me pregunto si son los chistes o las personas lo que no tiene gracia. Sé que hay bromas que la mayoría de la gente no considera graciosas, porque yo he gastado algunas. Sigo sin comprender por qué algunas bromas son graciosas y las mías no, pero sé que es cierto.