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Authors: Lauren Weisberger

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La última noche en Los Ángeles (22 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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—Sólo te pido que te lo pienses —dijo él, mientras se quitaba la camisa y se dirigía al baño—. Prométeme que te lo pensarás.

El ruido del agua de la ducha ahogó su respuesta. Brooke decidió no pensar más en ello por aquella noche. No era preciso que decidieran nada, y el hecho de que no fueran exactamente de la misma opinión no significaba que tuvieran un problema.

Brooke se quitó la ropa, apartó la cortina de la ducha y se metió dentro.

—¿A qué debo este honor? —preguntó Julian, con los ojos entrecerrados y la cara cubierta de jabón.

—A que tenemos menos de media hora para ducharnos y vestirnos —dijo Brooke, mientras daba una vuelta completa al grifo del agua caliente.

Julian chilló.

—¡Ten un poco de piedad!

Ella se deslizó contra él, disfrutando de la agradable sensación de su pecho enjabonado contra el de él, e inmediatamente acaparó el torrente de agua caliente.

—¡Aaaaah! ¡Qué bien!

Julian puso cara de fingido enfado y se retiró al extremo más alejado de la bañera. Brooke se echó a reír.

—Ven aquí —dijo, aun sabiendo que él no toleraba el agua caliente y que apenas soportaba el agua tibia—. Hay espacio de sobra para los dos.

Se echó un poco de champú en la mano, ajustó la temperatura del agua para que volviera a estar templada y le dio un beso en la mejilla.

—Ven, cariñito.

Se deslizó otra vez contra su cuerpo y sonrió, mientras él, con cierta vacilación, volvía a colocarse bajo la ducha. Le enjabonó el pelo y lo observó disfrutar del agua tibia.

Era uno de los cientos o quizá miles de pequeños detalles que cada uno conocía del otro, y ese conocimiento mutuo era siempre una fuente de intensa felicidad para ella. Le encantaba pensar que tal vez era la única persona del mundo en saber que Julian detestaba sumergirse en agua caliente (la evitaba escrupulosamente en la bañera, en la ducha, en los jacuzzis y en los baños termales), pero que era capaz de soportar sin una sola queja el agua templada e incluso la fría; que se bebía las bebidas calientes de un trago y él mismo reconocía que era un «tragafuegos» (bastaba dejarle delante una taza de café hirviendo o un cuenco con sopa humeante para que él se lo echara al gaznate sin un sorbito de prueba), y que tenía una resistencia al dolor poco frecuente, como había quedado demostrado la vez que se fracturó el tobillo y reaccionó solamente con un breve «¡Mierda!», pero en cambio gritaba y se retorcía como un niño pequeño cuando Brooke intentaba arrancarle un antiestético pelo del entrecejo. Incluso en aquel momento, mientras él se enjabonaba, Brooke sabía que él se alegraba de poder usar una pastilla de jabón, en lugar de gel de baño, pero que mientras el producto no oliera a lavanda o, peor aún, a pomelo, estaba dispuesto a usar cualquier cosa que tuviera a mano.

Ella se inclinó para besarle la barbilla sin afeitar y recibió un chorro de agua en los ojos.

—Te lo mereces —dijo Julian, dándole una palmadita en el trasero—. Así aprenderás a no meterte con un cantante que está en el número cuatro.

—¿Qué opina don Número Cuatro de un achuchón rápido?

Julian le devolvió el beso, pero salió de la ducha.

—No seré yo quien le explique a tu padre que hemos llegado tarde a su fiesta porque su hija me ha asaltado en la ducha.

Brooke se echó a reír.

—Cobardica.

Cynthia ya estaba en el restaurante cuando llegaron, recorriendo como una tromba el salón privado, en un frenético despliegue de energía e instrucciones. Habían escogido Ponzu, que en su opinión era el nuevo restaurante de moda del sureste de Pennsylvania. Según Randy, sin embargo, la supuesta «fusión asiática» del lugar era un intento excesivamente ambicioso de servir sushi y teriyaki japoneses, rollitos de primavera de inspiración vietnamita, un pad thai que pocos tailandeses habrían reconocido y un plato «de autor» de pollo y brécol, que apenas se diferenciaba de los que ofrecían en los restaurantes chinos baratos. A nadie parecía preocuparle que no hubiera ningún plato de verdadera fusión, por lo que los cuatro mantuvieron la boca cerrada y de inmediato se pusieron a trabajar.

Los dos hombres colgaron dos enormes carteles de papel de aluminio que decían ¡felices 65! y enhorabuena por la jubilación, mientras Brooke y Michelle arreglaban las flores compradas por Cynthia en los jarrones proporcionados por el restaurante, suficientes para colocar dos arreglos por mesa. No habían terminado el primer arreglo, cuando Michelle dijo:

—¿Habéis pensado qué vais a hacer con tanto dinero?

A Brooke casi se le caen las tijeras de las manos por la sorpresa. Nunca hasta entonces había hablado con Michelle de nada personal y una conversación sobre el potencial económico de Julian le parecía totalmente inapropiada.

—Oh, ya sabes. Todavía tenemos un montón de préstamos que devolver de nuestra época de estudiantes y una tonelada de facturas que pagar. No es tan fabuloso como parece —respondió, encogiéndose de hombros.

Michelle cambió una rosa por una peonía y ladeó la cabeza, para estudiar el efecto.

—¡Vamos, Brooke! No te engañes. ¡Vais a nadar en dinero!

Sin saber cómo responder a eso, Brooke se limitó a soltar una risita incómoda.

Todos los amigos de su padre y de Cynthia llegaron a las seis en punto y se pusieron a circular por la sala, sirviéndose bocaditos de las bandejas que pasaban y bebiendo vino. Cuando por fin llegó el padre de Brooke a lo que ya sabía desde hacía tiempo que era su fiesta «sorpresa», el ambiente era adecuadamente festivo. Así lo demostraron los invitados, cuando el encargado del restaurante acompañó al señor Greene al salón privado y todos los presentes lo recibieron con gritos de «¡Sorpresa!» y «¡Felicidades!», mientras él pasaba por el ciclo de reacciones habituales en las personas que necesitan fingir asombro ante una fiesta sorpresa que en realidad no lo es. Aceptó la copa de vino que le tendió Cynthia y se la bebió de un trago, en un esfuerzo deliberado por disfrutar de la fiesta, aunque Brooke sabía que habría preferido mil veces quedarse en casa, preparando el calendario de partidos de pretemporada.

Por fortuna, Cynthia había preparado los brindis para la hora del cóctel. Brooke era una oradora nerviosa y no quería pasar toda la velada sufriendo. Pero con una copa y media de Vodka Tonic, todo le resultó un poco más fácil y pudo pronunciar sin ningún contratiempo el discurso que se había preparado. El público pareció disfrutar sobre todo con la historia de cuando Randy y ella visitaron a su padre por primera vez después del divorcio y lo encontraron metiendo pilas de revistas viejas y de facturas pagadas en el horno, porque tenía pocos armarios y no quería que el espacio del horno «se desperdiciara». Randy y Cynthia fueron los siguientes y, pese a la incómoda mención por parte de esta última de «la instantánea conexión» que habían sentido «en el momento mismo en que se conocieron» (cuando casualmente el padre de Brooke aún estaba casado con su madre), todo marchó a pedir de boca.

—¡Eh, atención todo el mundo! ¿Puedo pediros que me prestéis atención sólo un minuto más? —preguntó el señor Greene, mientras se ponía en pie desde el puesto que ocupaba, en el centro de una mesa alargada de banquete.

El salón guardó silencio.

—Quiero daros las gracias a todos por haber venido. Agradezco especialmente a mi adorable esposa que haya organizado esta fiesta en sábado y no en domingo (¡por fin ha entendido la diferencia entre fútbol universitario y fútbol profesional!), y a mis cuatro queridos hijos, por estar aquí esta noche. ¡Vosotros hacéis que todo merezca la pena!

Los invitados aplaudieron. Brooke se sonrojó y Randy levantó la mirada al cielo, meneando la cabeza. Cuando Brooke miró a Julian, lo encontró tecleando furiosamente en su móvil, debajo de la mesa.

—Sólo una cosa más. Quizá algunos de vosotros sepáis que tenemos una estrella en ascenso en la familia…

Eso captó la atención de Julian.

—Pues bien, ¡tengo el placer de anunciar que el disco de Julian saldrá en el número cuatro de la lista de éxitos de la revista
Billboard
, la semana que viene! —Todos los presentes respondieron con aclamaciones y aplausos—. Os propongo un brindis por mi hijo político, Julian Alter, por conseguir lo que parecía casi imposible. Sé muy bien que hablo por todos, Julian, cuando digo que estamos muy orgullosos de ti.

Se acercó entonces a Julian, que estaba asombrado pero claramente encantado, y lo abrazó, y Brooke sintió una corriente de gratitud hacia su padre. Era exactamente lo que Julian llevaba toda la vida esperando que hiciera su propio padre, y si no iba a recibirlo de él, Brooke se alegraba de que al menos pudiera disfrutar del aprecio de su familia. Julian dio las gracias al padre de Brooke y rápidamente volvió a sentarse, y aunque estaba un poco sonrojado por ser el centro de la atención, era evidente que estaba muy complacido. Brooke le cogió la mano y se la apretó, y él le devolvió el apretón el doble de fuerte.

Los camareros estaban empezando a servir los entremeses, cuando Julian se inclinó hacia Brooke y le pidió que lo siguiera a la sala principal del restaurante, para hablar un momento en privado.

—¿Es la manera que has encontrado de llevarme a los lavabos? —le susurró, mientras lo seguía—. ¿Te imaginas el escándalo? Si alguien nos sorprende, sólo espero que sea la madre de Sasha…

Julian la llevó hacia el pasillo donde estaban los lavabos y Brooke le dio un tirón del brazo.

—¡Te lo decía en broma! —exclamó.

—Rook, acabo de recibir una llamada de Leo —dijo él, mientras se apoyaba en un taburete alto.

—¿Ah, sí?

—Está en Los Ángeles y supongo que está teniendo un montón de reuniones en mi nombre.

Parecía como si Julian tuviera algo más que decir, pero se interrumpió.

—¿Y ha surgido algo interesante?

Al oír aquello, Julian ya no se pudo contener más. Una enorme sonrisa le iluminó la cara, y aunque Brooke sintió de inmediato en la boca del estómago que eso que parecía tan interesante no iba a ser nada agradable para ella, lo imitó y sonrió también.

—¡Cuéntamelo! ¿Qué es? —preguntó.

—Bueno, verás… —Julian bajó la voz y abrió mucho los ojos—. Me ha dicho que
Vanity Fair
quiere incluirme en el grupo de artistas emergentes que aparecerá en la portada de octubre o noviembre. ¡Una portada! ¿Te lo puedes creer?

Brooke le echó los brazos al cuello.

Julian le dio un beso rápido en los labios y se apartó en seguida.

—¿Y sabes qué más? ¡Annie Leibovitz hará la foto!

—¿Estás de broma?

—No —sonrió él—. Seremos otros cuatro artistas y yo. De diferentes disciplinas, creo. Leo me ha dicho que probablemente seremos un músico, un pintor, un escritor, ya sabes… ¿Y sabes dónde harán la foto? ¡En el Chateau!

—¿Dónde si no? Pronto seremos clientes habituales.

Brooke ya estaba calculando mentalmente qué hacer para perder el mínimo de horas de trabajo y aun así acompañarlo. También tendría que pensar en las maletas…

—Brooke.

La voz de Julian era normal, pero su expresión parecía dolida.

—¿Cuál es el problema?

—Siento mucho hacerte esto, pero tengo que salir ahora mismo. Leo me ha reservado un asiento en el vuelo de las seis, que sale del aeropuerto JFK, mañana por la mañana, y todavía tengo que volver a Nueva York y recoger un par de cosas del estudio.

—¿Te vas ahora, en este instante? —preguntó ella, horrorizada porque sabía que el billete de Julian ya estaba reservado, y que por mucho que él intentara mantener la expresión solemne, se veía claramente que apenas podía reprimir el entusiasmo.

En lugar de seguir intentándolo, Julian la abrazó y se puso a acariciarle la espalda, entre los hombros.

—Ya sé que es una putada, nena. Siento que todo sea tan repentino y siento tener que irme en medio de la fiesta de tu padre, pero…

—Antes.

—¿Qué?

—No te vas en medio de la fiesta; te vas antes. Todavía no hemos empezado a comer.

Julian guardó silencio. Por un momento, ella se preguntó si no iría a decirle que todo había sido una broma y que no tenía que irse a ningún sitio.

—¿Cómo vas a volver a casa? —preguntó finalmente, con la voz teñida de resignación.

Él la acercó para darle un abrazo.

—He llamado a un taxi para que me lleve a la estación, así nadie más tendrá que dejar la fiesta. Además, de ese modo, tendrás el coche para volver mañana. ¿Te parece bien?

—Sí, claro.

—¿Brooke? Te quiero, nena. Y voy a llevarte a celebrarlo en cuanto vuelva. Todo son cosas buenas. Lo sabes, ¿verdad?

Brooke se obligó a sonreír, por él.

—Lo sé y me alegro mucho por ti.

—Creo que estaré de vuelta el martes, pero no estoy seguro —dijo, antes de besarla suavemente en los labios—. Deja que yo lo organice todo, ¿de acuerdo? Quiero que hagamos algo muy especial.

—Yo también.

—¿Me esperas aquí un segundo? —preguntó—. Voy a volver a la sala, para despedirme rápidamente de tu padre. No quiero llamar mucho la atención…

—Será mejor que te vayas sin decir nada —replicó Brooke, que en seguida notó el alivio de Julian—. Yo les explicaré lo que ha pasado. Lo entenderán.

—Gracias.

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Ven, te acompaño afuera.

Bajaron la escalera cogidos de la mano y consiguieron salir al aparcamiento sin toparse con ninguno de los invitados de la fiesta, ni con nadie de la familia. Una vez más, Brooke le aseguró que lo mejor era que se marchara de aquella forma, que ella se lo explicaría todo a su padre y a Cynthia y daría las gracias en su nombre a Randy y a Michelle por su hospitalidad, y que todo aquello era preferible a montar una gran escena de despedida, en la que tendría que dar un millón de explicaciones. Julian intentó conservar la expresión contrita mientras la besaba para despedirse y le susurraba cuánto la quería; pero en cuanto llegó el taxi, salió corriendo hacia él, como un alborozado perro de caza en busca de una bola de tenis. Brooke se recordó que debía sonreírle y agitar alegremente la mano para saludarlo, pero el taxi arrancó y se alejó antes de que Julian pudiera darse la vuelta para devolverle el saludo. Volvió a entrar en el restaurante, sola.

• • •

Echó un vistazo al reloj y se preguntó si aún le quedaría tiempo para salir a correr un poco, después de su última paciente y antes de ir a visitar a Nola. Se prometió hacer lo posible por salir, pero en seguida recordó que el termómetro marcaba treinta y cuatro grados en la calle y que sólo una demente habría salido a correr con ese tiempo.

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