El importe total de la jornada de compras alcanzó la astronómica cifra de 2.260 dólares, la suma más elevada que Brooke había cargado a su tarjeta de crédito en toda su vida, incluidas las compras de muebles. La sola idea del cheque que tendría que firmar cuando le llegara la factura de la tarjeta de crédito le cortaba la respiración, pero se obligó a permanecer concentrada en lo único importante: Julian estaba a punto de dar un gran paso adelante en su carrera y ella tenía que respaldarlo al cien por cien, por el bien de ambos. Además, se sentía muy satisfecha por haber permanecido fiel al estilo personal de su marido y haber respetado su estética de vaqueros clásicos, camiseta blanca y gorro de lana, sin intentar imponerle una nueva imagen. Aquella tarde fue una de las mejores que había tenido en mucho, muchísimo tiempo. Aunque la ropa no era para ella, le había resultado igualmente divertido elegirla y comprarla.
Cuando el domingo siguiente Julian llamó para decir que estaba en un taxi de camino a casa desde el aeropuerto, Brooke no cabía en sí de entusiasmo. Al principio, sacó las compras y las distribuyó por todas partes: dispuso artísticamente los vaqueros sobre el sofá; las camisetas, sobre las sillas del comedor, y los gorros, colgados de las lámparas y las estanterías, como adornos de Navidad; pero sólo unos instantes antes de que llegara Julian, cambió de idea y volvió a recogerlo todo. Dobló rápidamente las prendas y las devolvió a sus correspondientes bolsas, que escondió en el fondo de un armario, en el vestidor que compartía con Julian, imaginando lo mucho que se divertirían cuando sacaran una a una todas las novedades. Al oír que se abría la puerta y
Walter
empezaba a ladrar, salió corriendo del dormitorio y saltó a los brazos de Julian.
—Nena —murmuró él, mientras hundía la cara en su cuello e inspiraba profundamente—. ¡Dios, cuánto te he echado de menos!
Parecía más delgado, todavía más enjuto que de costumbre. Aunque pesaba unos diez kilos más que Brooke, era difícil entender por qué. Los dos medían exactamente lo mismo de estatura, y ella siempre sentía que lo envolvía y lo aplastaba con su cuerpo. Se apartó para mirarlo de arriba abajo, pero en seguida volvió a abrazarlo y apretó los labios contra los suyos.
—Yo también te he echado mucho de menos. ¿Cómo ha estado el avión? ¿Y el taxi? ¿Tienes hambre? Queda un poco de pasta; puedo calentarla.
Walter
ladraba con tanta fuerza que era casi imposible oírse. Como no iba a calmarse hasta ser saludado como era debido, Julian se dejó caer en el sofá y le señaló con la mano el lugar a su lado; pero
Walter
ya le había saltado al pecho y había empezado a bañarle la cara a lametazos.
—¡Uf! ¡Tranquilo, muchacho! —dijo Julian con una carcajada—. ¡Puaj! ¡Qué mal te huele el aliento! ¿No hay nadie que te lave los dientes,
Walter Alter
?
—¡Estaba esperando a su papi! —exclamó alegremente Brooke desde la cocina, mientras servía un par de copas de vino.
Cuando volvió al cuarto de estar, Julian se encontraba en el baño. La puerta estaba entreabierta y lo vio de pie delante del inodoro.
Walter
estaba a sus pies, contemplando embelesado cómo orinaba.
—Tengo una sorpresa para ti —canturreó Brooke—. ¡Algo que te va a encantar!
Julian se subió la cremallera, hizo un intento desganado de pasar las manos por el agua del grifo y se reunió con ella en el sofá.
—Yo también tengo una sorpresa para ti —dijo—, y también estoy seguro de que te va a encantar.
—¿En serio? ¿Me has traído un regalo?
Brooke sabía que estaba hablando como una niña pequeña, pero ¿a quién no le gustaban los regalos?
Julian sonrió.
—Bueno, sí, supongo que podría considerarse un regalo. En cierto sentido, es para los dos, pero creo que a ti te gustará incluso más que a mí. Pero tú primero. ¿Cuál es tu sorpresa?
—No, primero tú.
Brooke no quería arriesgarse a que su presentación de la ropa nueva se viera ensombrecida por ninguna otra cosa. Quería que Julian le dedicara toda su atención.
Julian la miró y sonrió. Se levantó, se dirigió al vestíbulo y volvió con una maleta rodante que Brooke no reconoció. Era una Tumi negra, absolutamente gigantesca. Julian la llevó rodando, se la puso delante y se la señaló con un amplio movimiento de la mano.
—¿Me has comprado una maleta? —preguntó ella, un poco desconcertada. No había duda de que era preciosa, pero no era exactamente lo que esperaba. Además, esa maleta en concreto parecía llena casi a reventar.
—Ábrela —dijo Julian.
Con aire dubitativo, Brooke se inclinó y le dio un tironcito a la cremallera, que no se movió. Tiró un poco más fuerte, pero tampoco consiguió nada.
—Así —dijo Julian, mientras apoyaba la colosal maleta sobre un costado y abría la cremallera. Cuando levantó uno de los lados, dejó al descubierto… pilas y pilas de ropa pulcramente doblada. Brooke estaba más desconcertada que nunca.
—Parece… hum… ropa —dijo, preguntándose por qué estaría Julian tan contento.
—En efecto, es ropa, pero no una ropa cualquiera. Lo que ves aquí, mi querida Rookie, es la nueva y mejorada imagen de tu marido, por gentileza de la flamante estilista que le ha proporcionado la compañía discográfica. ¿No te parece genial?
Julian miró a Brooke con gesto expectante, pero a ella le llevó cierto tiempo procesar lo que acababa de oír.
—¿Me estás diciendo que una estilista te ha comprado un vestuario nuevo?
Julian asintió.
—Total y completamente nuevo: un look fresco y totalmente único, o al menos eso fue lo que dijo la chica. Y te aseguro, Rook, que la mujer sabía lo que se hacía. No nos llevó más de un par de horas y lo único que tuve que hacer fue pasar un rato en un enorme salón privado en Barneys, mientras unas chicas y unos tipos con pinta de gays traían percheros llenos de ropa. Con todo eso formaron… no sé… conjuntos… y me enseñaron qué cosas tenía que ponerme con qué otras cosas. Bebimos un par de cervezas y yo me probé un poco de todo, mientras los demás opinaban sobre lo que me sentaba bien y lo que no. Al final, salí cargado con todo esto. —Señaló la maleta—. ¡Algunas cosas son una locura! ¡Ven a ver!
Hundió las manos en las pilas de ropa, sacó un buen montón y lo arrojó sobre el sofá, entre los dos. Brooke estuvo a punto de gritarle que tuviera más cuidado y que procurara mantener los dobleces y el orden de las pilas, pero hasta ella se dio cuenta de que habría sido una ridiculez. Se inclinó sobre el montón y sacó un jersey de cachemira verde musgo, con capucha. Estaba tejido en punto de abeja y era suave como la manta de un bebé. La etiqueta del precio marcaba 495 dólares.
—¿A que mola? —preguntó Julian, con el tipo de entusiasmo que solía reservar a los instrumentos musicales y a los aparatos electrónicos.
—Nunca te pones nada con capucha —fue todo lo que Brooke consiguió articular.
—Sí, pero ¿qué mejor momento para empezar que ahora? —replicó Julian con otra sonrisa—. Creo que seré capaz de acostumbrarme a un jersey con capucha de quinientos dólares. ¿Has visto lo suave que es? Mira, fíjate en estas otras cosas.
Arrojó hacia ella una cazadora de piel suave como la mantequilla y un par de botas John Varvato de cuero negro, que eran un cruce entre botas vaqueras y de motociclista. Brooke no estaba muy segura de cómo describirlas, pero hasta ella se daba cuenta de que molaban muchísimo.
—¿A que te encantan?
Una vez más, ella asintió. Por miedo a ponerse a llorar si no hacía algo (cualquier cosa), se inclinó sobre la maleta y sacó otra pila de ropa, que apoyó sobre las rodillas. Eran un montón de camisetas clásicas y de diseño, de todos los colores imaginables. También vio un par de mocasines Gucci (de elegante suela de cuero, sin el logo delator) y unas zapatillas Prada blancas. Había gorros y sombreros, un montón de sombreros: gorros de lana como los que usaba siempre Julian, pero también fedoras y sombreros panamá. Serían en total unos diez o doce, en diversos estilos y colores, todos diferentes, pero cada uno bonito a su manera. Había cantidades enormes de jerseys de cachemira muy finos y montones de blazers de corte italiano de escandalosa elegancia informal. Y había vaqueros, pilas de vaqueros de todos los cortes, colores y efectos imaginables, tantos que probablemente Julian habría podido estrenar pantalones todos los días durante dos semanas, sin tener que repetir nunca. Brooke se obligó a desdoblarlos y a mirarlos todos, uno por uno, hasta encontrar (como sabía que encontraría) exactamente los mismos que había elegido su madre en Bloomingdale's aquel día, los que a Brooke le habían parecido perfectos desde el primer momento.
Intentó murmurar «¡Uah!», pero no le salió más que un gemido sofocado.
—¿No es increíble? —preguntó Julian, con creciente excitación en la voz, mientras recorría rápidamente el montón de prendas—. ¿Estás contenta, nena? Por fin voy a tener pinta de adulto: un adulto con ropa carísima. ¿Tienes idea de lo que han pagado por toda esta ropa? ¡A ver, adivina!
Brooke no tuvo que adivinar nada; con sólo fijarse en la calidad y la cantidad de prendas, supo que Sony se había gastado por lo menos diez mil dólares. Pero no quiso arruinarle la sorpresa a Julian.
—No lo sé. ¿Dos mil dólares? ¿Tres mil? ¡Es una locura! —exclamó, con todo el entusiasmo que pudo reunir.
Julian se echó a reír.
—Ya sé. Probablemente yo habría dicho lo mismo. ¡Pero han sido dieciocho mil! ¿Te lo puedes creer? ¡Dieciocho mil malditos dólares en ropa!
Ella acarició con ambas manos uno de los suéteres de cachemira.
—Pero ¿te parece bien cambiar de imagen? ¿No te importa ponerte ropa completamente distinta de la que llevabas hasta ahora?
Brooke contuvo la respiración, mientras él parecía reflexionar un momento.
—No, no puedo negarme —respondió él—. Ha llegado la hora de avanzar, ¿sabes? El viejo uniforme funcionó durante un tiempo, pero ahora empiezo de cero. Tengo que aceptar la nueva imagen y, con ella, la nueva carrera que espero que vendrá. Yo mismo me siento sorprendido, no te lo niego, pero estoy totalmente a favor del cambio. —Sonrió con una expresión demoníaca—. Además, si voy a hacerlo, será mejor que lo haga bien, ¿no crees? Entonces ¿qué? ¿Estás contenta?
Ella hizo un esfuerzo para sonreír.
—Muy contenta. Es fantástico que estén dispuestos a invertir tanto dinero en ti.
Julian se quitó el viejo gorro de lana y se puso el sombrero fedora con cinta de batista. Se puso en pie de un salto, para ir a mirarse en el espejo del vestíbulo, y estuvo unos minutos dando vueltas, admirando su imagen desde diferentes ángulos.
—Ahora cuéntame tus noticias —le dijo a Brooke desde el vestíbulo—. Si no recuerdo mal, no soy el único que tiene una sorpresa esta noche.
Aunque él no la podía ver, ella compuso una sonrisa triste, para sí misma.
—No es nada —le contestó, confiando en que su voz sonara más alegre de lo que ella se sentía.
—¿Cómo que nada? Había algo que querías enseñarme, ¿no?
Brooke recogió las manos sobre el regazo y fijó la vista en la maleta rebosante de ropa.
—Nada tan emocionante como lo que tú has traído, cariño. Disfrutemos ahora de todo esto y yo reservaré mi sorpresa para otra noche.
Julian fue hacia ella con el fedora puesto y le dio un beso en la mejilla.
—Me parece bien, Rookie. Voy a deshacer la maleta con todo mi botín. ¿Quieres ayudarme? —preguntó, mientras arrastraba la maleta hacia el dormitorio.
—Voy dentro de un minuto —dijo ella, rezando para que él no descubriera las bolsas de la tienda en el armario.
Al cabo de un momento, Julian volvió al cuarto de estar y se sentó junto a Brooke en el sofá.
—¿Estás segura de que todo va bien, cariño? ¿Es que hay algún problema?
Ella volvió a sonreír y negó con la cabeza, deseando que se le deshiciera el nudo que tenía en la garganta.
—Todo va estupendamente —mintió, mientras le apretaba la mano a Julian—. No hay ningún problema en absoluto.
No tengo corazón para otro trío
—¿Es normal que esté asustada? —preguntó Brooke, mientras doblaba la esquina de la calle de Randy y de Michelle.
—Bueno, hace mucho que no los vemos —masculló Julian, mientras tecleaba furiosamente en su móvil.
—No; me refiero a la fiesta. ¡Estará toda esa gente de mi infancia y todos nos preguntarán por nuestras vidas y nos contarán las vidas de sus hijos, todos los cuales fueron amigos míos, pero ahora han llegado más lejos que yo en todos los aspectos posibles!
—Te garantizo que ninguno de sus hijos se ha casado mejor que tú.
Con el rabillo del ojo, Brooke vio que Julian sonreía.
—¡Ja! Te habría dado la razón, si no me hubiera encontrado con la madre de Sasha Phillip en la ciudad, hace seis meses. Sasha era la abeja reina de sexto curso, la única niña capaz de ponerte a toda la clase en contra con un solo golpe de su brazalete autoenrollable, la niña con los calcetines menos caídos y las zapatillas KED más blancas de todo el colegio.
—No sé adónde quieres llegar…
—Pues bien, antes de que pudiera escabullirme, vi a la madre de Sasha en Century 21, la tienda de menaje.
—Brooke…
—Y la mujer va y me acorrala entre las cortinas de ducha y las toallas, y empieza a fanfarronear, diciendo que Sasha se ha casado con un tipo al que están «preparando» para llegar a ser «muy influyente» en un «negocio familiar italiano» (guiño, guiño), y que ese tipo (ese partidazo) habría podido elegir entre todas las mujeres del mundo, pero ha preferido a su preciosa Sasha, que ya se ha convertido en la madrastra de los cuatro hijos que ya tenía el hombre. ¡Lo dijo fanfarroneando! Y me lo supo contar con tanta habilidad, que salí de allí lamentando que tú no pertenecieras a la mafia y no tuvieras un puñado de hijos de un matrimonio anterior.
Julian se echó a reír.
—Nunca me lo habías contado.
—Temía por tu vida.
—Entre los dos superaremos muy bien esta fiesta: unos aperitivos, un poco de cena, un brindis y a casa. ¿Te parece bien?
—Si tú lo dices.
Brooke aparcó el coche en el sendero de la urbanización de Randy, en el número 88, y de inmediato observó que el Nissan 350Z, el biplaza deportivo que su hermano adoraba, no se veía por ninguna parte. Estuvo a punto de decir algo al respecto, pero a Julian volvió a sonarle el móvil por milésima vez en las dos últimas horas y además ya se había bajado del coche.